El Festival de Buenos Aires, que adoro, se termina y lamento no haber podido ver nada. El cambio de septiembre a enero no ayuda. Muchos padres tradicionales que seguimos la agenda escolar y no la del antojo teatral estamos de vacaciones o tratamos de estarlo. Así que me entero poco de las novedades y sería injusto pretender evaluarlas. Pero al terminar una función de nuestra obra, una chica me solicita una entrevista de una sola pregunta y prende la cámara: ¿qué pienso de la existencia de un FIBA con artes visuales? La corrijo, pienso que se equivocó: con artes escénicas. En realidad, me dice, lo que nos mandan a preguntar es por lo otro.
¿Festivalizar como teatro las artes visuales? Me deprimo in situ y pido que apaguemos la cámara para no aparecer despotricando mi ira irreflexiva. El futuro ya llegó, pienso. Hace unos años, el director del referente de teatro político de Berlín Oriental, la Volksbühne, fue reemplazado por el curador del museo Tate Modern de Londres. La comunidad teatral reaccionó. Se temió que el mensaje a los teatristas fuera: abandonemos el teatro a favor de lo performático y el diseño de producción de las artes visuales (que suele ser más un emplazamiento de cosas que de personas). Por detrás, el añoso runrún dicta: abandonemos la palabra y cedamos al imperio de la imagen, más afín al eslogan y al impacto que al desarrollo de relato.
Exagero: las cosas no fueron tan así y están llenas de matices. El curador provenía (antes de la Tate) del teatro. Pero no deja de hacer ruido. Vivimos saturados de imágenes que no parecen necesitar de un festival propio. La palabra, en cambio, retrocede al valor del twit. El teatro se achica al fulgorcito del microteatro. ¿Qué necesidad de aplazar la complejidad literaria para entregarse al masaje pasajero del ojo y de sus nervios? Así que, ya que me preguntan, no estoy de acuerdo. Y por cierto: en la inespecificidad del teatro, lo visual no nos es ajeno. No hay novedad. Solo el triste cambio de fecha, me parece.