¿Y si tuviese razón el general Bignone en lo que dijo el otro día: que en Argentina hubo una guerra? Para que haya guerra tiene que haber dos grupos armados, un conflicto que los enfrente y la voluntad de resolver dicho conflicto por medio de la violencia. Y todo eso se verificó en nuestro país entre los últimos años de la década de los 60 y los primeros años de la década de los 70. Dicho argumento no cubre por cierto la totalidad de los ilícitos que se le imputaron –como ser su responsabilidad en la aplicación de tormentos a personas indefensas o en la sustracción clandestina de bebés–, pero sí puede servir para devolver su entidad, diluida bajo otras formas, a las organizaciones que procuraron transformar el orden social existente y se valieron para eso, como suele hacerse en casos semejantes, del uso de las armas.
¿Y si tuviese razón al negarse a tomar como “jóvenes idealistas” a los integrantes de dichas organizaciones, que es lo que hizo? La juventud y el idealismo son atribuciones que sugieren candor, inmadurez, irrealidad, corta conciencia; y suprimen en consecuencia la posibilidad de contemplar la imagen de ciertos activistas lúcidos, conscientes, responsables: ni imberbes estúpidos ni idiotas útiles.
¿Y si tuviese razón el general Bignone en eso otro que también dijo el otro día, en su declaración final ante el Tribunal que poco después lo condenaría, de que es injusto que se los trate a todos ellos de genocidas, toda vez que el genocidio designa el propósito de masacrar a un pueblo bajo la percepción de su unidad étnica, y las masacres que ellos perpetraron no hicieron distinción de raza o credo, barriendo por igual a monjas francesas, niñas suecas, judíos varios o ateos apátridas sin fe ni nación?
¿Y si tuviese razón a su vez al quejarse por hecho de que se los denueste como represores, como si la represión fuese por sí misma una cosa mala? Porque es verdad que una cierta dosis de represión es necesaria para que puedan existir sociedad y cultura, aunque más no sea para contener la recóndita pulsión de matar y de someter sexualmente (lo primero a papá, lo segundo a mamá). Aunque llama la atención la poca contención que se verificó en tales rubros, en tales precisamente, cuando un centro clandestino de detención funcionó en Campo de Mayo bajo la jefatura de Bignone nada menos.
¿Puede, en fin, que tenga razón cuando trae a colación, como hizo el otro día ante los jueces, una frase histórica que pronunció otro general argentino, el general Juan Domingo Perón, después del ataque al regimiento de Azul en 1974, en el sentido de que había que “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal”?
¿Y puede que tenga razón al refrescar la existencia del decreto, famoso sin embargo, que bajo el gobierno de María Estela Martínez de Perón, alias Isabel o Isabelita, ordenó el inmediato aniquilamiento de la subversión?
Porque por más que uno (cuando digo uno no digo Bignone) pueda acordar con Walter Benjamín en que “Hay que hacer saltar el continuum de la historia”, algunas líneas de continuidad tal vez merezcan ser preservadas, aunque más no sea para que se sepa qué vino después de qué, y por qué motivos.
Pero hay algo en lo que el general Bignone ha tenido evidentemente razón, razón sin duda alguna, entre todas las cosas que dijo a lo largo de los cuarenta minutos que empleó para hacer su discurso final, su descargo o su alegato. Manifestó que ya estaba seguro de que lo iban a condenar (y así fue, lo condenaron), pero que el monto de la condena no tenía ninguna importancia para él. Sumando ya ochenta y dos años de edad, mucho antes de que llegue a cumplirse el plazo de su condena se habrá ido de este mundo. Y es así tal cual: lo condenaron a veinticinco años de cárcel. Ochenta y dos más veinticinco da un resultado de ciento siete; parece demasiada longevidad incluso para el más optimista. Bignone dijo bien, entonces: la cantidad de años le importa poco. Pero si lo que se propone es ir al cielo, como declaró, más le vale aprovechar este tiempo de que dispone para arrepentirse de manera profunda y muy sincera de todos los crímenes que cometió, caso contrario, si tiene razón y existe el cielo, le faltará razón en su esperanza de paraíso para su alma de desalmado.
Si es como dijo y será llamado al más allá, sabrá que tampoco ahí le resultará la treta de la autoamnistía que en su momento ya intentó aquí, en el reino de este mundo, cuando el gobierno de facto concluía y concluía ni más ni menos que con él.