En noche de insomnio me puse a mirar la biblioteca, que no es tan grande como la de Alberto Manguel, pero tiene libros que no recuerdo haber comprado. Así descubrí que tenía Dueño del mundo, de Julio Verne, un autor al que dejé de leer hace cincuenta años, cuando todavía se estilaba traducir el nombre de pila de los escritores populares. Al parecer, Verne lo sigue siendo y, según la Unesco (fuente poco confiable si las hay), es el segundo más traducido después de Agatha Christie y antes de Stephen King (y de Lenin, que está séptimo). Pero entonces era una lectura obligada para los niños que leían, aunque no sé si por buenas o malas razones. Por mi parte, cumplí con mi cuota de los Verne más famosos (los de las leguas submarinas, las semanas en globo y la vuelta al mundo con Cantinflas y David Niven), aunque los que me dejaron mejor recuerdo fueron algunos menos prominentes y acaso apócrifos, como el futuro tema de Manal Los quinientos millones de la Begún (reescritura de una novela que, según descubro en la Wikipedia, el editor le compró a un tercero) o El piloto del Danubio (un libro póstumo en el que metieron mano los editores y la familia).
No tuve mucho contacto con Verne desde entonces. A lo largo de los años descubrí que Proust, Roussel y Aira lo admiraron, pero tampoco sé si por buenas o malas razones. Así que emprendí la lectura de Dueño del mundo con ojo ingenuo. En el segundo párrafo, descubrí un error que me dejó perplejo: “Este sistema orográfico [los montes Apalaches], el más importante de esta parte de América del Norte, se desarrolla en una longitud de 900 millas, aproximadamente, o sea 600 kilómetros”. Me pregunté, alarmado, si Verne no sabría que las millas miden más y no menos que los kilómetros. Así que fui a internet en busca del original y me tranquilizó leer que no era así: neuf cents milles, soit seize cents kilomètres. Alguien tradujo seize como seis y no como dieciséis. Digo alguien, porque el nombre de Ana Drucker, que figura como traductora de Verne, pero también de Wilkie Collins y de Karl Marx en otros libros de la editorial Claridad, suena a seudónimo inventado para ocultar incompetencias plurales.
Creo que debo haber comprado el libro (editado en 2008) por su aspecto agradable y por sus ilustraciones un poco siniestras y con aire antiguo. Internet, nuevamente, me permitió descubrir en un extraordinario sitio llamado The Illustrated Jules Verne, que son las originales de George Roux (1904), aunque los amigos de Claridad lo dejan en la oscuridad. Descubro también que uno se podría quedar a vivir con Verne en la web, descargar todos sus libros, disfrutar de los dibujos y de la imaginación del escritor como un adulto-niño liberado de la obligación de instruirse mediante su lectura. Dueño del mundo, novela un poco deshilvanada y perezosa (Verne estaba enfermo y moriría un año después), tiene lo suyo, con su detective tarambana y su genio megalómano, creador de una máquina prodigiosa que reúne las capacidades del auto de carrera, el avión y el submarino, con la cual amenaza a las potencias internacionales. El misterioso inventor resulta ser Robur el conquistador, el de la novela de 1886, que me aburrió mucho en 1966, por lo que dejé de leer a Verne. La coincidencia invita a retomar el hábito.