Dicen que viajar le hace bien al alma, a las circunvoluciones cerebrales, al humor y a la cuota de benevolencia que cada una y cada uno tiene. Al alma y a las circunvoluciones no sé porque permanecen fuera de nuestras posibilidades de visión, tacto, aroma y demás sentidos. Al humor y a la benevolencia, nada porque: primer paso, hay que llenar valijas, cosa que es completamente imposible. Una pone cosas adentro de la valija y siempre se olvida de aquello que no va a poder reponer así vaya a Venado Tuerto o a Sydney, de modo que durante todo el viaje va a andar como renga de ese objeto útil y amado. Segundo paso, hay que levantarse a las cuatro de la mañana porque el avión sale a las seis treinta y cinco o hay que tomar el bondi de las siete y media para estar en otra parte a las tres que ya es tarde o casi. Ninguna de esas experiencias es buena y por lo tanto no despierta tendencias hacia la sonrisa o la beatitud. Tercer paso, cuando una llega a destino está entre deprimida y furiosa. Preferible estar furiosa porque así una toma decisiones y se pone en marcha, en cambio si está deprimida es seguro que lo que hacen los demás le impida toda acción o reacción. Cuarto paso, el extrañamiento del que mejor no hablemos. Quinto paso, o el viaje ha sido demasiado corto en cuyo caso una se promete volver aun a sabiendas de que nunca volverá; o el viaje ha sido demasiado largo y una termina derrengada y hasta es capaz de andar lloriqueando por los lugares históricos o culturales que tendría que estar visitando llena de alegría y contento.
Se me dirá que hay viajes para los que no hace falta llenar valijas, pagar pasajes, tener el pasaporte al día y demás. Cierto, como que hay distintos tipos de viaje. Los grandes señores de la literatura no se han puesto de acuerdo nunca acerca de este punto. Hay quienes abominan del viaje y cantan loor y gloria al sedentario amor por la poltrona que ya tiene los resortes ablandados y el tapizado hecho una débil sombra de la pana granate que alguna vez fue, a la alfombra que le espera al salir de la cama, a la taza de café teñida por dentro de ese tenue rastro color marfil que le han dejado años de desayuno y cafecito de media mañana, a lo que ve desde la ventana del comedor cuando levanta los ojos del diario ése que le deja el chico del kiosco en el umbral. Esos que contemplan con cierto horror la posibilidad de hundirse y confundirse en las multitudes que pueblan los aeropuertos o las terminales, prefieren el viaje inmóvil, el que proporcionan los libros o la música o la nariz metida en los expedientes, pantalla de la computadora o lo que sea, ésos están al resguardo de los pasos ut supra mencionados y sienten que tienen la verdad en sus manos: no hay como quedarse en casa, ahorrarse no sólo el dinero sino también las incomodidades, los cambios de clima y de comida, la sensación, al abrir los ojos, de no saber en dónde está uno y por qué está en ese ahí desconocido y seguramente hostil. No quiero ser demasiado rígida en mis apreciaciones y usted disculpará si le suena a eso lo que digo, pero me parece que con el paso del tiempo esas personas adquieren una sensatez abrumadora que se transparenta en sus siluetas no precisamente gráciles. Tal vez se sientan inclinados a dar consejos. Quizá sepan con sabiduría no muy frecuente, hacer buen uso de sus ratos de ocio. Y es posible que se sientan muy seguros de sí mismos y de sus preferencias y rechazos.
Y están los que aman eso de viajar. No saben hacer la valija (los otros son obsesivos y detallistas y pueden preparar una valija con arte si no con amor) porque lo de la valija es secundario. Lo que quieren es irse. ¿Adónde? Pues a cualquier parte. Eso de Sydney no está nada mal. Las islas los atraen casi como ninguna otra cosa en este mundo, aunque hay que ver que si hay a mano un destino exótico, extraño y amenazador, las islas pasan a segundo plano. La cosa es no acostarse siempre en la misma cama y tener en proyecto un viaje hacia alguna parte no por trabajo sino por el viaje en sí. Esos no suelen ser muy sensatos y aman probar una comida desconocida y seguramente picantísima, en vez de añorar las milanesas con papas fritas. Lamento, o quizá no, decirle que yo pertenezco a ese segundo grupo pero que comparto algún rasgo con los del primero: sé hacer valijas. Y me alegra poder contarle que acabo de llegar de un largo viaje por desiertos y mares, pero que me gustó volver a mi sillón, a mi mesa de trabajo, a mi computadora y a lo que veo por la ventana cuando tomando el café, levanto los ojos del diario.