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Apuntes en viaje

Visita

Al otro día vamos a almorzar frente al río Paraná, lo de siempre: empanadas de pescado y boga asada, vino blanco con mucho hielo pues el calor no afloja. Hay poca gente en el comedor.

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Visita. | Marta Toledo

Con Raquel venimos haciendo y deshaciendo el viaje a Rosario desde principios del verano: primero sería en enero, pero mucho calor. Luego a fines de febrero; bromeamos diciendo “seremos los últimos veraneantes de febrero”, como en el poema de Sonia, es a ella a quien vamos a visitar. Finalmente logramos subirnos al micro la última semana más calurosa de marzo, la misma semana en que el Ejército desembarcó en Rosario. En la terminal de Retiro el aire es un bloque espeso que apenas se puede respirar aunque sean las siete y media de la tarde y esté oscureciendo. Nos acomodamos en el interior acolchado y fresco y las próximas horas serán de una temperatura extraña, interrumpida por las paradas del micro, la puerta que se abre para dejar subir a los pasajeros, los cuerpos nuevos que pasan dejando una estela de calor. Cuando bajamos es medianoche. Raramente la temperatura es más bondadosa que en Buenos Aires, no por la hora, hay una amabilidad en el aire, es caluroso pero no infernal, es húmedo pero no soporífero… y por más que los noticieros de la Capital no hayan hablado de otra cosa esa semana que de los narcos rosarinos, la vida en la ciudad parece normal.

Estamos visitando a nuestra amiga, la poeta Sonia Scarabelli. Estamos en su casa con su gatita Miyako, arisca y retobada al principio, amorosa unas horas después cuando se acostumbra a nosotras. Van a ser tres días de estarse charlando hasta la madrugada, conversaciones que se retoman en el almuerzo y se continúan hacia el caer de la tarde, en los paréntesis del trabajo de la anfitriona. Es tan lindo charlar con Sonia, su cadencia tranquila, su acento del Litoral, un leve arrastramiento de algunas letras; la manera en que puede atar cabos en la lectura y compartirlo con la sorpresa del descubrimiento, con el deslumbramiento de la sorpresa.

Una de las noches comemos con otras amigas y otros amigos en el jardín de la casa de Jandry, su compañera. Sonia hace el asado y durante dos horas hará el asado con el ensimismamiento de quien escribe un poema: nada podrá distraerla ni apartarla de la parrilla, el fuego, la administración de las brasas, la carne susurrando sus jugos sobre los hierros calientes.

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Al otro día vamos a almorzar frente al río Paraná, lo de siempre: empanadas de pescado y boga asada, vino blanco con mucho hielo pues el calor no afloja. Hay poca gente en el comedor, nadie afuera, los pocos comensales refugiados en el aire acondicionado del local. Nosotras comemos afuera porque miren si vamos a perdernos mirarlo a él, todas enamoradas como siempre de él, si no vamos a estar todo lo cerca que podamos mientras comemos y, claro, seguimos conversando, y tomamos tragos cortos. El cielo esta encapotado. La lluvia se anuncia desde hace días. A lo lejos vemos una cortina de agua que está cayendo sobre las islas más lejanas. Viene, se esta viniendo, dicen los mozos mientras levantan sillas y platos y aseguran los toldos. Que venga, decimos nosotras, no nos movemos de acá hasta que estemos hechas sopa. Pero todo se queda en el amague. Estiramos la sobremesa y nada.

Volvemos a la casa, el mate de la tarde, la lectura. Así unas horas hasta prepararnos para la cena. Otra vez el jardín verdecido de Jandry, recién regado. La mesa que se tiende sobre el césped, la picada, la carne fría que quedó de ayer… “Son tan poquitas al final las cosas/ de las que me gusta escribir,/ el número no cierra ni para contar cinco:/ la familia, los pájaros, las plantas,/ algunos bichos más, y casi que ahí se queda/ la preferencia en una lista corta/ –como la vida, dirán los que más saben–”.