Volviendo por la ruta veo una montaña de sandías asándose al rayo del sol igual que los hombres que las llevaron hasta allí, que bajaron la carga desde la caja de la camioneta al pasto de la banquina. Hay un cartel escrito a mano que dice sandia, sin tilde. La voz de los vendedores que pasaban por el pueblo vuelve, nítida, a mis oídos: a la sandia calada, a la sandia… el cantito repetido desde el pescante del carro, los gringos de cara colorada protegida apenas por el ala del sombrero de paja, el cigarrillo armado entre los dedos mochos, el cuerpo mecido por el traqueteo del caballo. Mis hermanos y yo saliendo en tropel, uno con el billete pegajoso en la mano, los otros con los brazos levantados para recibir la sandía, siempre enorme, tan grande que había que transportarla entre dos. Después había que dejarla un rato en un fuentón con agua fría, el mismo donde bañábamos a las muñecas y a los perros chicos. Un rato sumergida para que le bajara la temperatura como hacían con nosotros cuando éramos bebés, y luego un par de horas más en la heladera: había que sacar un estante para que entrara. Un ejercicio de paciencia que valía la pena cuando caía la noche y mi padre, con el cuchillo más grande que había en la cocina, cortaba la primera tajada, toda a lo largo, dibujando primero una sonrisa de encías rosadas o una herida de carne pálida, según como se mirara. Mordíamos, la pulpa crujía y el jugo chorreaba hasta los codos, era divertido escupirnos unos a otros las semillas negras y babosas. Roíamos hasta el hueso blanco de la cáscara, justo hasta el límite entre la pulpa y el hollejo grueso, que luego mi madre pelaba para hacer dulce. El patio quedaba regado de semillas que parecían pequeños escarabajos. Duraba poco, parecía que cuanto más grande, más rápido se terminaba.
Después de finiquitada venía el momento de preparar el dulce. Yo la ayudaba a mi mamá. A la siesta sentadas debajo de la parra, previa baldeada del piso de cemento, mi mamá en esos shorts espectaculares que usaba, en corpiño y descalza, sentada con una fuente en la falda empezaba a sacar la parte verde de la cáscara. Yo sentada en la sillita que me había regalado José Bertoni cuando cumplí un año, también en patas, cortaba en cubitos perfectos la parte blanca y los iba metiendo en una olla.
Luego agua hasta cubrirlas y un poco de bicarbonato y lo dejábamos reposar unas horas. Ya hacia la noche, cuando bajaba un poco el calor, podíamos seguir con la última parte de la preparación. Había que tirar el agua, lavar nuevamente los trozos de cáscara y dejarlas descansar un rato más en agua limpia. Mientras preparábamos el almíbar: agua y azúcar y una vez roto el hervor, adentro los cubitos, y cocinar un rato más: todo a ojo. Esa noche se sacaba del fuego y al día siguiente se volvía a hervir. Y a la noche cuando el dulce estaba frío lo metíamos en frascos de vidrio.
Había un par de creencias en torno a la sandía: sandía con vino te morís; y: después de comer sandía no te podé meter a la pileta enseguida porque también te morís. Me daba mucha intriga por qué lo más hermoso del verano estaba siempre asociado con la muerte. Cuando íbamos al campo con mis tías las sandías nunca se compraban, simplemente se tomaban de los campos vecinos igual que los choclos. No estaba concebido como un robo, decíamos: vamos a sacar unos choclos o vamos a buscar una sandía como si algún dios de los pobres (o de los ladrones) las hubiesen arrojado a esos campos, solo para nosotras.