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Apuntes en viaje

Arañas

Cuando mi primo sienta el ligero tirón en el hilo, empezará a recogerlo, despacito, para que la araña no se suelte. A mí me van a transpirar las manos.

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Arañas. | Marta Toledo

Siempre les tuve miedo a las arañas. Tal vez por eso tengo una especie de sexto sentido, de antena de bicho, para detectar su andar silencioso, su paso casi sin sombra, por techos y paredes. Por eso, aunque me acosté con el novelón que estoy leyendo (por ahora novelón no por buenísimo sino porque el libro es del peso y el tamaño de un ladrillo), una pequeña alarma salta y me hace levantar la vista y verla ahí, detenida en la juntura del cielorraso y la pared. 

Es bastante grande, patona y color té con leche. No voy a poder seguir leyendo ni dormirme hasta que la eche o se vaya sola o la mate. La tercera opción es la que menos me gusta porque supondría enfrentarme a ella, retarla a duelo, podría saltarme encima, agarrarse de mi pelo, morderme una vena del cuello, matarme ella. Pero tampoco me divierte apagar la luz y dejarla vagando en la oscuridad sobre mi cabeza, quizás animándose a pasar sobre la almohada o las sábanas, oliéndome sin intención de hacerme daño pero yo, moviéndome sin querer durante el sueño, asustarla y entonces la mordida en la muñeca. Despertarme paralizada por el susto y el veneno. ¿Irse, por qué se iría? Probablemente esta sea tan su casa como la mía.

De repente vuelve una escena de la infancia. Estamos mi primo y yo, de rodillas sobre la tierra, hace calor, el cielo está encapotado porque de un momento a otro lloverá. Nosotros estamos inclinados sobre un pequeño agujero hecho en el suelo. Mi primo, que es más valiente que yo, sostiene un hilo entre los dedos, tal vez su codo también está apoyado en la tierra para mantener el pulso firme, para que no se canse el brazo. El extremo del hilo está en el interior del hoyo, atado a un pedacito de jabón blanco. Si alguno de los tantos perros que hay en la casa de la abuela, que es donde vive mi primo con su mamá, vienen a husmear o a buscarnos para jugar, yo me encargo de correrlos para que no molesten. Luego vuelvo a mi puesto junto a mi primo, a concentrarme en ese agujero profundo: la cueva de una araña pollito. 

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Más tarde o más temprano (la actividad requería muchísima paciencia) la araña va a morder el cebo. Cuando mi primo sienta el ligero tirón en el hilo, empezará a recogerlo, despacito, para que la araña no se suelte. A mí me van a transpirar las manos y voy a tener ganas de gritar y de reírme nerviosa, de salir corriendo, de quedarme allí, de hacer pis… todo in crescendo a medida que el hilo emerge y con él la pesca, la araña, con su lomo peludo, sus patas peludas, enrrolladas para pasar por el agujero, que se extenderán enojadas, dando patadas en el aire, cuando esté ya afuera, suspendida. 

Luego mi primo, el pescador de arañas, la dejará sobre la tierra. A veces simplemente ella volverá a meterse en su cueva. A veces, aunque somos cien veces más grandes, la araña furiosa nos hará frente, caminará hacia nosotros y saldremos corriendo.

Ahora también salgo corriendo, mejor dicho, me deslizo con todo cuidado fuera de la cama, paso todo lo lejos que puedo de la pared donde la araña busca un poco de fresco y un bocado nocturno, salgo y cierro la puerta. Busco otro sitio donde echarme a dormir, hasta una cama de clavos sería más tentadora que pasar la noche con la araña. 

Me acuerdo del cuento de Arreola La migala: “En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero”.