CULTURA
Apuntes en viaje

Loros

La abuela abría la puertita de la jaula, metía la mano con el dedo índice estirado para que él trepara, lo sacaba, se lo ponía en el hombro, el loro se acercaba a su oreja y le picoteaba el pelo.

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Loros. | marta toledo

Esta mañana el calor aprieta desde temprano. Algunas chicharras cantan en los árboles de la vereda como si fuera plena siesta. El carancho que vive en una antena se ve, desde mi ventana, del tamaño de un loro. Un loro negro parado en una hamaca suspendida del cielo por hilos invisibles.

A mi abuela le gustaba tener loros. Ahora que lo pienso, era muy de viejas tener loros cuando yo era chica: no había patio familiar cuya dueña tuviera más de sesenta sin su aro y su loro. En la época en que la abuela vivió con nosotros, también hubo un loro. Se llamaría Pepe o Perico, no me acuerdo, pero todos se llamaban así, alguna vez Pancho. Como si estuvieran condenados a tener nombres empezados con pe de la misma manera que destinados a repetir frases o palabras para enternecer viejas (“dame la papa, mamá, la papa”) o divertir a los niños que les enseñábamos a decir groserías. En verano, colgada a la sombra de la parra, la jaula siempre llena de moscas, el olor a pan con leche y a pluma mojada por las zambullidas del pájaro en su batea de agua, el ruido que hacía el pico frotando los barrotes… nunca entendí cuál era el encanto de tener un loro. 

Alguna vez al día, la abuela abría la puertita de la jaula, metía la mano con el dedo índice estirado para que él trepara, lo sacaba, se lo ponía en el hombro, el loro se acercaba a su oreja y le picoteaba el pelo. En cambio, si alguno de nosotros o de los amigos del barrio metía el dedo en la jaula, de un solo picotazo podía abrirnos la yema. 

También cada tanto (¿una vez por mes?), la abuela sacaba al loro, agarraba la tijera y le recortaba la punta de las plumas de un ala para que no pudiera escaparse volando y pasear fuera de la jaula, sobre el patio recién baldeado, histeriqueando a los gatos que acechaban desde lejos pues le tenían miedo. De noche dormía en la cocina, su nido de alambre cubierto por un trapo. 

La abuela de Grillo en una época tuvo al mismo tiempo un loro y un caburé. Cada uno en su jaula, en el patio de la fonda que regenteaba. Como dos reclusos en celdas enfrentadas, la diversión del caburé era mirar fijo a su compañero hasta desmayarlo, como haría con su presa de seguir viviendo en el monte. 

En Animales, su último libro publicado en vida, Hebe Uhart dedica un par de crónicas a loros, pero también habla del insulto y los animales: “Los han convocado a todos para insultar”, dice. No menciona al loro, sin embargo me acuerdo que lo invocábamos mucho de chicos y en general relacionado a lo femenino: es un loro (por fea), habla como loro (por charlatana), repite como un loro (por chismosa) y una puteada que se usaba un montón: andá a la concha de la lora.

Los loros que más me han divertido en la ficción son los de Inodoro Pereyra, la historieta de Fontanarrosa: astutos, ingeniosos, cínicos, la bandada de loros vuelve loco al personaje y siempre se salen con la suya. En la plaza de mi barrio hay unas palmeras altas donde viven varias familias de loros, sus nidos exagerados cuelgan confundiéndose con los troncos peludos. Siempre que paseo a la perra, están ahí armando su alboroto, chillando, peléandose con otros pájaros, y siempre me hacen reír. Después de alguna tormenta fuerte, es común ver algún nido caído. Son extraños y hermosos. Como bichos canasto de dimensiones absurdas o como animales salidos del sueño de una artesana: una cesta enorme que no podría contener nada, llena de agujeros, de túneles, una maraña de ramitas, hojas, plumas y papeles de golosina.