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Vómitos

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Son directos y traslúcidos. Juan Manuel Abal Medina lo blanqueó el otro día, sin reparos: “No se me ocurre otro nombre que el de Cristina para seguir frente al modelo”. Remachó con un añadido: “No entregaría la continuidad de este modelo a nadie que no sea nuestra presidenta”.

¿Razones? “Ella es la que lo representa como ninguno y lo lleva adelante. El resto la seguimos a ella”. Muy lejos de ser un ducho tratadista, balbuceó: “En la actual cuestión (sic) constitucional no puede reelegirse, pero ella no ha dicho nada porque está dedicada las 24 horas a gobernar”.

La pasión por el exceso retórico enciende a los paladines del grupo gobernante. Varones crecidos, pujan sin pudor por impresionar a la dama de sus ensueños. Abal Medina admite la “cuestión” constitucional, pero exige que se defienda a la líder máxima sin medias tintas, una timidez calculadora que escarnecen en la figura de Daniel Scioli. Para Abal Medina, el gobernador bonaerense es culpable por no ser lo suficientemente virulento: “No pelea con el énfasis que nos gusta. Siempre busca no enfrentar demasiado, y eso, a los que creemos que hay que seguir profundizando el modelo, nos genera dudas”. ¿Qué dudas tiene Abal Medina?

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En el grupo gobernante se respira un aire religioso, casi místico. Importa la fidelidad, más que nada y al margen de todo. Lo que cuenta es ser fiel a la jefatura. Al rivalizar como uno más de los varones embelesados, el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, sube fuertemente la apuesta: “En esto (sic) se es evangélico: o se es frío o se es caliente, a los tibios los vomita Dios”.

En el capítulo III del Apocalipsis de San Juan se dice: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! (15). De inmediato: “Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (16). Ya no prevalecen en el Gobierno las lecturas apresuradas de Gramsci, ni los indigeribles mamotretos populistas del matrimonio anglo-belga Laclau-Mouffe. Tampoco las síntesis escolares de Mao y sus tonterías sobre contradicciones principales y secundarias, con las que se hace gárgaras la nomenclatura gobernante. Signo de los tiempos, se habla ahora con el dogma del Evangelio, aparentemente más elocuente y directo que los onanismos ideológicos.
Domínguez gatilla la exigencia perentoria de Abal Medina, que ordena “énfasis” a los seguidores de la jefa.

Escenario sin ambigüedades, superadas las añosas referencias a la militancia abnegada de los cuadros de recia factura ideológica, adalides como Abal y Domínguez exigen sobreactuación. Espasmo de religiosidad medieval, reclaman no sólo ser, sino sobre todo parecer. La jefa debe palpar la lealtad, experimentarla y saborearla. Ya no es cuestión de congruencia dogmática; piden “énfasis” exterior, versión 2013 del milenario acto de fe.

Debe notarse la adhesión, hay que certificar la lealtad. Se entiende hoy más que nunca por qué la guardia de hierro de las falanges juveniles se bautizó como La Cámpora. Aquel hombre simbolizaba la lealtad ciega a Perón. Hasta cuando Perón lo humilló, Cámpora le fue leal. Es raro que perpetúen ese apellido político como garantía de fidelidad las víctimas de su propia apostasía ideológica. Perón no recompensó la fidelidad de Cámpora y de la Juventud Peronista de 1973-1974, ¿por qué ahora Cristina sería leal a los leales?
Nadie garantiza sino la jefa. No hay modelo sin ella: no hay más remedio que perpetrar un desbarajuste institucional para que ese mandato de poder se adecue a los textos legales. En este punto, mucho más que maoístas, gramscianos o laclaunianos, los apóstoles que reportan a la Casa Rosada asumen contornos bíblicos. En el mismo Apocalipsis de San Juan, se dice: “¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado” (15 ,4).

Temer y glorificar, he aquí los verbos cardinales de una década que sólo se puede proteger a sí misma envolviéndose en los lienzos de la deificación de la jefa. Esa sacralización de Cristina Kirchner, un torneo de obsecuencias que asume ribetes soeces, es el tono actual adoptado por el Gobierno. No sólo se les debería agradecer el servicio que prestan al país con su frontalidad (sin Cristina todo se desmorona, confiesan). También se debe subrayar el cambio de libreto, el haber derivado de la jerga marxistoide al delirio místico.

Los vómitos del Todopoderoso a los que alude Domínguez colocan a Cristina en divino altar. Si la tibieza le produce vómitos a Dios, cabe colegir que dicha prudencia suscita similar náusea en la jefa. No hay que ir muy lejos: como Cristina es una diosa, se pone muy brava cuando no recibe la adoración a la que los dioses se sienten acreedores. En Apocalipsis 21, 8, se asegura: “Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”.

¿Será este tenebroso vaticinio lo que verdaderamente excita a Abal Medina, Domínguez y otros palafreneros? Todo indica que sí, que nada ofusca más al estado mayor del grupo gobernante que la falta de fe y la “cobardía”. Un acre sabor a furia inquisitorial parece dominar los cuarteles generales del Gobierno. Aburridos de la lucha de clases, ahora empuñan las flamígeras espadas de la pureza. Hemos entrado en la etapa esotérica más clamorosa: fidelidad o muerte. Venceremos.