Es la primera vez que un vicepresidente va preso en la historia argentina por un caso de corrupción. Hace un par de semanas, dos ex presidentes con complicadas causas penales en su contra coincidieron una mañana en la sede de los tribunales federales de esta capital, en la ya famosa calle Comodoro Py. Se trata de síntomas incuestionables de la profunda decadencia institucional que ha experimentado la Argentina en las últimas décadas, que requiere de debates y reformas mucho más amplios, ambiciosos y valientes que las superficiales propuestas sugeridas por Macri.
La humillación debe ser repudiada, aunque se trate de una persona cuestionada en su honor y acusada de múltiples delitos. A los acostumbrados shows de los cascos y los chalecos antibala, se le sumó ahora la difusión del video del momento de la detención de Amado Boudou.
De todas formas, aún cuesta creer que CFK lo haya designado ministro de Economía y más tarde compañero de fórmula. Haber sido vicepresidente de la Argentina habla menos de su espíritu aventurero y diletante que de la inentendible irresponsabilidad de quien le allanó el camino a dichos cargos. ¿Qué mecanismos podrían acotar el impacto deletéreo de los caprichos del presidente de turno, dispuestos a convertir en funcionarios públicos a ciudadanos que carecen de la preparación, la experiencia y los mínimos estándares morales para tomar decisiones públicas?
La designación de algunos funcionarios calves del aparato del Estado (como el titular de la AFIP, el Banco Central, los integrantes de la Corte Suprema de Justicia y el procurador general de la Nación) está sujeta a un conjunto de procedimientos que pueden contribuir a este debate, sobre todo las audiencias públicas, la opinión de organizaciones de la sociedad civil y el riguroso escrutinio a los que los somete el Senado de la Nación (recuérdese el caso de Daniel Reposo). Tal vez los ministros y los secretarios de Estado deberían ser designados de igual manera.
Esta cuestión adquiere particular relevancia en virtud de la reciente designación de Luis Miguel Etchevehere en reemplazo de Ricardo Buryaile como ministro de Agricultura. Se ha escuchado una notable serie de prejuicios y malentendidos en estos días, que perfectamente podrían disiparse, al menos parcialmente, con un proceso institucionalizado que le permita a la opinión pública identificar las ventajas y los potenciales conflictos de interés que pudieran surgir con esta designación.
Ambos dirigentes tienen una dilatada trayectoria en organizaciones del sector (la SRA y Carbap, respectivamente) y se hicieron muy conocidos gracias al enorme impacto político y mediático del “conflicto con el campo” del año 2008, disparado por la Resolución 125. Otros importantes dirigentes del sector, integrantes de otras asociaciones como por ejemplo Acrea o Coninagro ya forman parte de ese ministerio pero no han generado tanto revuelo. Indudablemente, es la Sociedad Rural la que aparece cargada, acaso injustamente, con un componente simbólico “de clase”, como si la industria agropecuaria y su liderazgo se hubiesen mantenido aislados de los profundos cambios en la tenencia de la tierra y las enormes transformaciones científicas y tecnológicas que experimentó ese sector en las últimas décadas.
Algunos consideran que la designación de Etchevehere constituye una “entrega” por parte del Gobierno al sector más concentrado de la oligarquía, que pasaría a controlar directamente esa área clave para beneficio propio. Esta crítica supone una suerte de captura corporativa por parte de un grupo de interés que contaría con la capacidad de influir en las decisiones públicas, satisfaciendo las demandas egoístas de sus integrantes. Esta crítica desconoce dos elementos cruciales. Por un lado, la denominada “teoría burocrática del Estado”, que sostiene que por cuestiones organizacionales, legales, de intereses económicos y también de cultura política, el ámbito del Estado tiene características propias y únicas que lo convierten en una instancia singular: tiene una autonomía relativa y a la vez está sujeto a múltiples pujas entre actores diversos. Como consecuencia, al margen de su origen, ideas, formación o intereses particulares, cualquier cargo obliga al funcionario que lo desempeña a someterse a reglas, presiones y límites que restringen enormemente su margen de acción.
Vale la pena señalar que sentado en el sillón de ministro de Agricultura, Etchevehere tendrá mucho menos margen de acción para hacer lobby en beneficio de su sector que cuando era presidente de la Sociedad Rural, simplemente porque ahora estará sometido a un sinnúmero de controles y mecanismos de accountability, comenzando por la Sindicatura y la Auditoría General de la Nación, y la prensa especializada. Seguramente muchas ONG, sobre todo las más críticas al Gobierno, pondrán énfasis en monitorear la gestión del funcionario.
El segundo elemento no es menos importante. Este es un gobierno en el que el Presidente mantiene un registro muy férreo de la gestión mediante un tablero de control que le permite analizar los avances en las principales áreas o al menos en las que considera prioritarias. Más aún, los dos vicejefes de Gabinete son los encargados del seguimiento de los distintos ministerios. Nada o muy poco ocurre en temas realmente importantes sin que se decida con (o al menos se reporte a) el Presidente y sus principales colaboradores. Suponer que la designación del titular de una organización implica modificar esta forma singular de organización en la toma de decisiones del Poder Ejecutivo implica desconocer absolutamente tanto el liderazgo de Macri como la influencia de Marcos Peña, Gustavo Lopetegui y Mario Quintana.
Resulta indispensable fortalecer los dispositivos deliberativos de nuestra frágil democracia, mejorar los mecanismos de transparencia y garantizar la plena independencia de los poderes para disipar cualquier duda respecto de la vigencia del Estado de derecho y de las garantías constitucionales. Todos los actores relevantes, sobre todo el kirchnerismo, deben estar seguros de que se cumple con las reglas del juego. La palabra “resistencia” tiene una clara connotación: supone la usurpación del Gobierno por parte de un poder ilegítimo. De ahí a justificar la violencia política hay un pequeño paso. Ojo.