Padecen de una debilidad, pero no la ven como tal. Creen que es solo una circunstancia. Le dan el carácter de anécdota. Gajes del oficio, la llaman a su indigencia. Peor aún, murmuran es-lo-que-hay, en tono casi inaudible. Ponen los ojos en blanco, como implorando caridad. ¿La merecen?
Véase, como mero ejemplo, la foto de la agencia Efe publicada el martes 22 por un matutino, junto a una crónica titulada “El Gobierno ratificó su apoyo a la industria automotriz” sobre la presentación de Amarok, una camioneta de la alemana Volkswagen, ensamblada en la Argentina.
El presidente local de VW, Viktor Klima, un empresario de Austria, cuyo gobierno encabezó de 1997 a 2000, comparte algo más que sus dos K con el matrimonio presidencial. La foto lo muestra en una actitud que, de tan empalagosamente cortesana, es mortificante para el decoro. Ante una Cristina Kirchner entre divertida y asombrada, Herr Klima se agacha, toma la mano derecha de la Presidenta y se la besa. ¿Viejas costumbres de la fulgurante e hipócrita Mittel Europa? Tal vez. Pero además, el empresario europeo le dijo a Cristina en el acto en la planta de General Pacheco: “estoy convencido de que usted es tan talentosa como su marido para traernos buena suerte”.
¿Qué necesidad había de tanta obsecuencia? Los empresarios que hacen negocios en la Argentina fueron puestos a parir desde 2003. Según el relato oficial del kirchnerismo, para la casa que gobierna hace ya seis años y medio, de marzo de 1976 a abril de 2003 sufrimos sin interrupciones “el neoliberalismo” y las empresas fueron dueñas y señoras de la Argentina. No hace distingos la mitología oficial. No diferencia a Martínez de Hoz de Sourrouille, ni a Cavallo de Lavagna. El tiempo nuevo habría empezado con Kirchner en la Casa Rosada, pautado por una fiera y digna actitud de rigor y energía con empresas y empresarios. ¿Fue así?
En estos 79 meses no han faltado zafarranchos y batallas tangibles, durante las cuales el Gobierno maltrató crudamente a la burguesía no amiga, a la vez que mantuvo bien dulce al capital-kirchnerismo realmente existente.
A Shell la tuvieron contra las cuerdas y le mandaron piquetes para bloquearla, como hoy los sufre Esso. A Techint le facturaron de todo, desde su inicial acercamiento a Lavagna hasta sus negocios globales, en particular la venezolana Sidor, estatizada por Chávez. Las cementeras, como Loma Negra, maltratadas por el camionero Moyano, no sólo no recibieron comprensión y justicia neutral, sino una actitud abiertamente adversa de la cartera laboral, que convalidaba los desmanes. Algo similar le pasó a Kraft, fábrica de alimentos, donde el gremialismo peronista fue desbordado por la militancia de extrema izquierda.
El Gobierno nunca dejó de hostilizar a las compañías periódicamente mortificadas por demandas exorbitantes o aprietes extorsivos. Cabinas de peaje copadas en unas autopistas cuyos concesionarios deben seguir cobrando precios ridículamente bajos, hasta generar el derrumbe de la ahora intervenida Autopistas del Sol. Subterráneos paralizados ante la pasividad del Estado porque trabajadores de Metrovías (empresa del grupo Roggio) desean un sindicato propio, demanda legítima que, sin embargo, pretenden consumar martirizando pasajeros y, de paso, debilitando las arcas de quien les paga el salario. Distribuidoras de electricidad y gas impedidas de actualizar tarifas que atrasan cinco años. Una cadena de supermercados, Coto, que ya en el arranque del kirchnerismo fue bruscamente disciplinada cuando su dueño admitió que había inflación en la Argentina, algo que Olivos tipificó como intento de golpe de Estado. Proveedores de salud cuyas tarifas son dibujadas primitivamente por el secretario de Comercio con secas instrucciones telefónicas, porque Moreno no firma nada por escrito.
No ha sido un gobierno totalmente anti empresas. La comida que la noche del martes les ofreció el matrimonio presidencial a los empresarios pretendía exhibir cordialidad con el poder capitalista. Es que los Kirchner no están en contra del capitalismo. Para ellos, y por eso invitaron a Daniel Hadad a Olivos, capitalistas aceptables son quienes someten sus negocios a las decisiones oficiales. Estaban también YPF, Edenor, Telecom, Aluar, Elea, IRSA, Aeropuertos, Banco Macro, Techint, Bagó, Arcor y Pan American, entre otros. Hasta La Nación, condenada por los Kirchner a los vituperios más primitivos, fue invitada al banquete.No es sencillo diferenciarlos inequívocamente. Hacer negocios significó siempre en la Argentina concesiones al poder y rapiña al Estado. Ahora también, pero más que nunca. Hay que pertenecer. Dado ese paso, los Kirchner nunca interpondrían reparos ideológicos.
Eso diferencia al austriaco Klima del argentino Aranguren, intrépido director de Shell en este país. Admirado y hasta envidiado por su coraje y frontalidad, se parece poco a un patrón argentino típico. Sus colegas lo miran con inquieta debilidad, pero jamás se animarían a copiarlo. Tal vez no sean tan edulcorados y excesivos como Klima, a quien los Kirchner le traen buena suerte, pero tampoco objetarán explícitamente lo que –en cambio– condenan vitriólicamente cuando hablan off the record.
Aflojan desde su debilidad, se agachan con presunto pragmatismo, sin advertir que así agravan su anorexia corporativa. No terminan de comprender estos burgueses intrépidamente oportunistas que son cada vez más vulnerables. Cada renunciamiento los hace menos fuertes. Cada obsecuencia menos respetados, más visiblemente rehenes de sus enérgicos y exigentes secuestradores. ¿Síndrome de Estocolmo? No lo creo. En los secuestros, el abducido padece, al menos inicialmente, una violación indeseada, hasta que luego y, eventualmente, captores y cautivos se enamoren. No sucede aquí eso.
El síndrome de la Argentina es más penoso, un mecanismo de medio pelo. Besan las manos de sus alimentadores, convencidos de que el vasallaje es un rápido camino a la prosperidad. Pero son vulnerables, no hay vuelta que darle. Ya se irá viendo.
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