Es bastante conocida, entre lingüistas, la llamada hipótesis Sapir-Whorf: la lengua nativa influye fuertemente el pensamiento. En el campo del género, me parece pertinente dar un ejemplo que creo iluminador para explicar la hipótesis.
Cuando a un hablante del español se le pide que describa con adjetivos a la luna, este suele proponer algunos como “fina” y “brillante”, en tanto que al sol lo califica como “radiante” y “potente”. Cuando la prueba se hace con un hablante del alemán, este hace lo mismo, pero a la inversa. ¿Por qué? Muy sencillo: “sol”, en alemán, es femenino (“die Sonne”, “la sol”) y “luna” es masculino (“der Mond”, “el luna”).
Si no bastara esta prueba, yo aduciría otra todavía menos discutible. En la obra Cada cual de Hugo von Hofmannstahl, la muerte es representada en español por un personaje femenino. Pero, en el original alemán (“der Tod”, “el muerte”), se trata de un personaje masculino. De no ser representado como un hombre, el público alemán no lo reconocería.
Muchas personas, en distintos rincones del mundo en los que se hablan lenguas diferentes, se están preguntando en la actualidad si el género morfológico –que de eso se trata el contraste entre “la luna” en español y “el luna” en alemán, si se me permite la transgresión de forma para desarrollar mi análisis– impacta en la vida extralingüística.
Y, en efecto, parece que sí. No solo cuando se califica estereotípicamente –como en la prueba de más arriba–, sino cuando se publica, por caso, un aviso clasificado laboral. Se ha probado que, ante un recuadrito que dice “Se necesitan médicos”, las mujeres tienden a desestimar la búsqueda (aunque “médicos” puede aludir también a las médicas) y, lo que es peor, quienes hacen la selección ranquean más pobremente a las pocas médicas que se presentan que a los varones. Eso no sucede cuando el aviso dice “médicos y médicas”.
No puede decirse que el cambio de una palabra o una categoría vaya a cambiar las actitudes de la población
No puede afirmarse, sin embargo, que todos los argumentos disponibles vayan en la misma dirección. En el mundo hay lenguas que, a diferencia del español, no tienen género en las palabras: éste es el caso del turco. En contra de lo que pudiera esperarse, los estudiosos de la lengua turca han mostrado que las representaciones mentales (fundadas en la experiencia cotidiana) tienden a asociar las palabras a un género cuando esas palabras aluden a seres sexuados.
“Sekreter”, en turco, siempre activa una representación femenina (‘la secretaria’), aunque el sustantivo no tenga ninguna marca de género. Más aún, la ausencia de género morfológico en la lengua no evita el sexismo social. En una reunión con el presidente de Turquía hace unos días, la presidenta de la Comisión Europea (con rango de jefa del Poder Ejecutivo de la Unión Europea) debió sentarse en un sofá lateral por ser mujer, mientras un funcionario de menor rango se sentaba en un sillón junto al presidente.
Tampoco puede decirse que el cambio de una palabra o una categoría vaya, necesariamente, a cambiar las actitudes de la población. Sabemos bien que, desde hace décadas, es insultante decir “negro” o “negra” en los Estados Unidos para referirse a una persona. Pero el empleo generalizado de “afroamericano” (como sustituto de “negro”) no impide los abusos policiales contra gente de color, como el perpetrado contra George Floyd en Mineápolis el año pasado.
En defensa del llamado lenguaje inclusivo (inclusivo de género), debo decir que, al menos en parte, su irrupción contribuyó con llevar al debate público un tema fundamental a esta altura de la civilización. El tema de la igualdad de derechos de género.
Pero en defensa de la ecuanimidad, debo decir que quienes hablamos, no podemos controlar todo el tiempo nuestro hablar. En todo caso, resulta inapropiado tanto imponer cuanto reprimir el empleo del lenguaje inclusivo en quienes nos rodean. En este tiempo fértil en polarizaciones, tal vez sería propicio abrir la mente y aceptar que cada quien –siempre que no ofenda– hable como quiera. O como pueda.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.
Producción: Silvina Márquez.