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ricardo fort y arthur rimbaud

“Yo es otro”, la clave de las mutaciones

Hace un par de siglos, antes de abandonar la literatura a favor del tráfico de esclavos, el niño genio Arthur Rimbaud escribió, entre otras, una frase ejemplar: “Yo es otro”.

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A esta altura importa poco recordar el resultado de la votación telefónica que consagró como ganadora del ciclo didáctico danzante 2009 de Tinelli a la novia de Matías Alé; tampoco resulta urgente averiguar si en las instancias eliminatorias previas, el heredochocolatero alquilaba locutorios para comprar telefónicamente sus triunfos: menos aún, indagar si el programa estaba grabado y resultaba entonces un gasto inútil el llamado de los televidentes anónimos que apostaban sus dineros a la apoteosis de un destino ajeno. Abundar en estas especulaciones con las que se solazan la moral promedio y los animadores de CQC, ocultaría el asunto central: Ricardo Fort y sus derivaciones.

Hace un par de siglos, antes de abandonar la literatura a favor del tráfico de esclavos, el niño genio Arthur Rimbaud escribió, entre otras, una frase ejemplar: “Yo es otro”. Esa frase definió por mucho tiempo la apuesta máxima del artista moderno, una apuesta por las transformaciones extremas de la experiencia estética. “Yo es otro” es un milagro agramatical, la clave de todas las permutaciones. Esas tres palabras quiebran la sentencia tautológica del Dios de la Biblia (Yo soy el que soy) a favor de una ruptura de la identidad del artista y de sus producciones que, desligadas de la tautología, se vuelven infinitas. Al menos como posibilidad.

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Pues bien, a fines de la primera década de este siglo, y en una nueva ecuación impensada, Ricardo Fort postula para el arte la necesidad de una nueva práctica: ser el otro de lo que se era para ser lo que se es. Como si hubiera llegado el momento de la legitimación pública del “Soy lo que soy”, que amasijaban Celeste Carballo y Sandra Mihanovich. Por supuesto, esta ecuación fortiana no forma parte del discurso, es la afirmación visible de una identidad estética. En ese punto, poco importa que las formas que asume sean las de una inversión elemental de su pasado. De su presunta amistad íntima con Guido Suller a macho latino conquistador del hembraje ajeno, de alfeñique de 44 kilos a Terminator anabolizado, de paganini de las fiestas nocturnas de la vida loca a cobrador de tarifas por acto de presencia bolichera. El sinsentido aparente de su metamorfosis –todo por la visibilidad, la vida por la fama– va mucho más allá de sus deseos de convertirse en un artista; lo mejor de él no será lo que de aquí en más prodigue en los escenarios (para este punto alcanza con no mencionar sus discretísimos talentos de bailarín y rogar que algún crítico musical agudo omita el comentario de su perfomance canora en algún intolerable fragmento de El fantasma de la ópera). Lo interesante es que, por mero acto de presencia, por prepotencia de trabajo y derroche de dinero, Fort ha modificado también la práctica promedio de los creadores de todas las disciplinas que, por lo general, piensan la construcción de alguna clase de figura pública como puente necesario para la difusión de su obra; Fort, en cambio, ha hecho del bochorno, la resistencia a la humillación, el desprecio de los otros y el prontuario de la vida privada, su mundo de chocolate público y su virtud cardinal: su obra es su cuerpo y su exhibición. Y su cuerpo es un bien barroco, donde lo que antes se ocultaba pasa a primer plano, y los relieves diagramático abdominales de su musculatura, convenientemente resaltados por el maquillaje, resultan más que simple manierismo ornamental: son el nuevo I Ching.

Una lectura un poco más política del fenómeno podría señalar que por sus gustos indumentarios, este increíble Hule que encanta a los niños parece un exponente de la era menemista, un personaje secundario de Miami Vice. Sólo que esa escuela ya ha hecho saga, y entonces tal vez convenga pensar que ahora es el correlato estético de Macri y de de Narváez, nacidos a la política con Menem y crecidos a la sombra del árbol mustio del tibio reformismo kirchnerista, lo que significa que también encarna las ambiciones del millonario que considera que su dinero le habilita todo, empezando por la compra del poder.


*Periodista y escritor.