Néstor Kirchner solía aconsejar a sus interlocutores VIP que no debían marearse por lo que decía, al fin y al cabo, un jueguito para la tribuna, sino por lo que hacía. Siguiendo este precepto K, el resultado de las PASO importó y mucho al Gobierno. Por más que Martín Guzmán fue sentado en el banquillo de los acusados como chivo expiatorio de un traspié inesperado que rápidamente se atribuyó a la pandemia (o sea, culpa de nadie) y a la restricción en el gasto (una rémora neoliberal). Sin embargo, el efecto político arrasó con ministros y secretarios, pero el equipo económico quedó firme. Pero rápido de reflejos, se acomodó en el libreto que ya venía utilizando desde julio, cuando flexibilizó su política fiscal, gastando más y tapando los agujeros monetarios con más restricciones en el mercado cambiario y engrosando la bola de nieve de la deuda interna. En los primeros siete meses del año, Idesa calcula que el gasto fue restrictivo en transferencias sociales (-17% con respecto al mismo período de 2020) y gasto primario (-8%) pero no con los subsidios a las tarifas, básicamente del AMBA: +23%.
En cambio, la necesidad de mostrar otra dinámica apunta a lo más efectista: gastar más acudiendo a la base de datos más amplia con la que cuenta hoy el Estado nacional: la de la Anses. Hacia allí apuntan casi todas las medidas de la batería anunciada aún sin las precisiones para su aplicación. Lo importante es la sensación de la plata en el bolsillo del electorado, antes que lo contante y sonante. Por ejemplo: resurrección del IFE, bono para los jubilados, ampliación del cupo de la tarjeta Alimentar, aumento del AUH, condonación de deudas previsionales e impositivas de organizaciones barriales y pequeños contribuyentes, entre otros anuncios, van en esta dirección. El estudio Eco Go calcula el costo de este impacto adicional en $ 556 mil millones, que representa casi 1,3% del PBI, aun cuando efectivamente pueda llegar a tiempo para recrear un mejor clima de cara a las elecciones del próximo 14 de noviembre.
Las principales críticas a este afán por gastar apuntan a su impacto en el mediano plazo, que en Argentina significa concretamente el escenario económico de 2022. Hasta podría argumentarse que “el mercado” ya había descontado que en algún momento llegaría el síndrome del año impar. Pero el precario equilibrio monetario siembra dudas sobre la sostenibilidad de este peculiar modelo: patear para adelante. O lo que los economistas denominan, generar una “externalidad intertemporal”: gastar ahora y que alguien más pague en el futuro.
En los estudios de economía hablaron desde hace tiempo del término “externalidad”: una decisión de algún agente económico que “no pasa por el mercado” y termina perjudicando o beneficiando a otro. Muchos de estos ejemplos que mostraban los libros de texto, en la Argentina hay un tipo de externalidad que no es un episodio, sino que constituye el foco de los principales problemas económicos: la transferencia hacia otros (el gobierno que sigue, la generación venidera o un grupo que no forma parte del corazón del grupo de poder) de los costos de las decisiones actuales.
Si consideramos que los tres principales focos de desequilibrio fiscal obedecen a la aplicación de esta miopía como política de Estado, desnudarla y mostrar el agotamiento de este sistema es más que oportuno. Estos son: el rojo permanente del sistema previsional (2,5% del PBI costó al Tesoro el año pasado), con bajas prestaciones, privilegios, fragmentaciones e inequidades; el drenaje de fondos hacia las provincias que se inhiben así de un comportamiento fiscal responsable y el subsidio a las tarifas de servicios públicos en el conurbano bonaerense, que desalienta su consumo racional y permite tener precios distorsionados en comparación con otras ciudades.
A casi 38 años de vida democrática, estos parches que minan la estabilidad merecen discutir ahora quién paga y cómo las facturas que se generan a diario.