Las personas me preguntan por la calle: ¿qué hacen con los bienes incautados en las grandes causas que se tramitan en la Justicia federal? Este legítimo interrogante devela cuán ineficiente y poco comunicativo es el Servicio Público de Administración de Justicia Federal en relación a la riqueza ilícita que se embarga, secuestra, decomisa –o bajo cualquier otra forma se obtiene– de los casos por delitos federales que tramitan en el país. La cuestión es de suma trascendencia por el contenido simbólico que tiene.
En condiciones ideales, la opinión pública, a través de los medios de comunicación, debiera tener fácil acceso a conocer qué sucede con la gran cantidad de inmuebles, vehículos de alta gama, joyas, embarcaciones, dinero en efectivo, etc., que se genera con las actividades criminales como el narcotráfico, la trata de personas, la evasión fiscal y demás delitos económicos. Lamentablemente, por el momento el sistema judicial lejos está de brindar esa posibilidad a la opinión pública, salvo situaciones puntuales que dependen de la exclusiva voluntad de tal o cual fiscal/a, juez/a.
¿Esto quiere decir que hay un gran entramado corrupto por detrás? No necesariamente. La realidad nos muestra un sistema de administración de bienes embargados y decomisados absolutamente inconsistente, poco transparente, inorgánico y por eso –como dijimos, ineficiente–.
Las razones son variadas y comienzan por la convivencia de un entramado de leyes vetustas, desfasadas históricamente, con otras más recientes que indican qué destino específico dar a los bienes (ej.: reparación a víctimas de trata). El problema es que aún no se han desarrollado las vías institucionales para hacer efectiva la finalidad de esas leyes, de un modo ajeno a las burocracias que terminan por entorpecer todo el camino.
A esto se suman un par de acordadas de la Corte Suprema que nada aportan para mejorar el sistema. Además, salvo algunos funcionarios de la Agencia de Administración de Bienes del Estado, tampoco hay organismos públicos en condiciones de asumir seria y eficientemente la administración de la riqueza recuperada.
En definitiva, no existe en Argentina una política pública de administración de los activos ilícitos recuperados. Y las consecuencias son nefastas, porque los vehículos secuestrados se pudren (por ley deben ser compactados luego de seis meses), los inmuebles se deterioran por falta de mantenimiento y el dinero se deposita en cuentas del Poder Judicial, pero no hay –salvo excepcionales voluntades– un criterio sistemático de aplicación con finalidad social. En este sentido, además del problema central mencionado, existe desidia judicial y tenemos que hacernos cargo.
Un ejemplo a estudiar es el de Italia, que a partir de los juicios contra la mafia en la década de 1980, comenzó a recibir gran cantidad de inmuebles y empresas de las organizaciones criminales. Ellos tuvieron que innovar, crear organismos desburocratizados y administrar esa riqueza con finalidad social. Así, crearon centros de recreación y recuperación de las adicciones, reforzaron a las ONG que trabajan social y territorialmente y fortalecieron las capacidades estatales para el abordaje de la criminalidad organizada y económica.