En la jerga madrileña, "hacerse el sueco" significa pasar de lado, fingir no escuchar un pedido, eludir el compromiso. Uno se hace el sueco cuando a la hora de pagar la cuenta deja que lo hagan los demás o cuando se necesita un voluntario para cualquier empresa o esfuerzo. Por eso, no deja de asombrar que sean los propios suecos, ante la COVID-19, quienes hacen honor a esta figura.
A finales de agosto Suecia tenía la misma tasa de mortalidad que Estados Unidos, otro país donde las autoridades han ignorado la pandemia: 57 decesos por cada 100.000 habitantes (en Estados Unidos, 54 por cada 100.000) en tanto que, en la misma fecha y ante un número similar de población, en Alemania solo se registraron 11 y en Grecia solo 2.
Lejos de advertir sobre el contagio y tomar medidas concretas, el Gobierno alentaba a la población a concurrir al trabajo para incentivar el clima de normalidad.
¿Qué sucedió para llegar a este despropósito? Según explica politóloga Adele Lebano de la Universidad de Upsala en un artículo publicado por Dissent, el gobierno confiaba en que la gente cumpliera las recomendaciones como si fueran leyes; la gente confiaba en que el Gobierno se ocupara de ellas de la mejor manera posible; los políticos confiaban en los expertos para que idearan las mejores medidas. Todos estaban de acuerdo y todos confiaban. Pero, volviendo al dicho castizo: todos se hicieron los suecos.
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El Gobierno, en definitiva, en aras del motor económico prefirió sacrificar un número alto de vidas en favor de reducir al máximo la caída del PIB. Un analista ha hecho el cálculo: cada punto de PIB salvado ha costado unas 5.000 vidas.
Anders Tegnell, el epidemiólogo reponsable que ha designado el Gobierno sueco, aseguraba en mayo al Financial Times que Suecia tendría un alto nivel de inmunidad y el número de casos sería probablemente bastante bajo. Ha sucedido todo lo contrario.
Adele Lebano habla de negación del problema y de un sonoro fracaso por parte del Estado ya que Suecia tuvo mucha más suerte que Italia, España o Alemania porque el virus llegó al país relativamente tarde. Los suecos tuvieron la oportunidad de prepararse y tomar medidas para contener su propagación. Tenían los tres grandes activos necesarios: tiempo, dinero y capacidad de organización para establecer una logística respetando el protocolo que sugiere la Organización Mundial de la Salud. El ministro de Salud danés Magnus Heunicke declaró en marzo, "No tenemos pruebas de que todo lo que estamos haciendo funcione. Pero preferimos dar un paso más hoy que descubrir en tres semanas que hemos hecho demasiado poco". El Gobierno sueco decidió no hacer casi nada y sólo esperar lo mejor.
Recuerda en su artículo Lebano que Maquiavelo atribuía a la condición humana partes iguales de suerte y virtud pero que la fortuna, como árbitro de buena parte de nuestras acciones, necesita de la virtud para conducirlas. En Suecia han dejado esto último también en manos de la suerte.
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Hace unos pocos años entrevisté a la escritora sueca Maj Sjöwall. Junto a quien fuera su pareja, Per Wahlöö, escribieron diez novelas policiales que constituyen la piedra fundacional del género en Europa. La serie, protagonizada por el detective Martin Beck, disecciona y cuestiona los años dorados de la socialdemocracia sueca, llegando incluso en la última entrega a predecir, desgraciadamente, el asesinato del primer ministro tal y como sucediera luego con Olof Palme. Hoy gobierna en Suecia una coalición de socialdemócratas y ecologistas que consiguieron detener a la extrema derecha. En 2013, cuando conversé con Sjöwall, le pregunté por la deriva del socialismo y su comentario fue que esto ya ocurría en los años sesenta, espacio temporal en el que transcurren sus novelas: "Cada vez se derechizaba más la socialdemocracia, llegando así hasta el día de hoy. Ahora tenemos un régimen burgués y los socialdemócratas intentan recuperar el poder pero los dos partidos, el de derechas y el de izquierdas, son casi idénticos, son como si fueran uno, prácticamente".
La política sanitaria llevada a cabo en estos días da sentido a esta mirada. En El séptimo sello, el clásico de Ingmar Bergman, como es sabido, el caballero interpretado por Max Von Sidow, regresa a Suecia después de diez años de participar en las cruzadas. La peste diezma Europa y el caballero se juega su vida en una partida de ajedrez con la muerte que viene a buscarlo. En una escena, entra en una iglesia e intenta confesarse ante un fraile cubierto con una capucha. Tarda en darse cuenta que debajo de ella se esconde la muerte. El caballero, desolado, le explica que su problema no es la fe, es el conocimiento y que la incapacidad de acceder a él es lo que no le da paz ni sosiego. No resolverá este problema el caballero. La muerte se lo llevará antes junto a todos los suyos.
El Gobierno sueco ha optado, lisa y llanamente, por la fe sin preocuparse por el conocimiento. Sin demasiadas dudas, pero con muchos muertos.
MR/FF