Tengo una amiga en Madrid que perdió a su padre en el momento álgido de la pandemia sin poder acompañarle durante la agonía en el hospital. Es un relato duro, uno de los tantos que circulan de las difíciles experiencias que se han vivido y siguen aconteciendo alrededor de la covid-19, instalada para quedarse mucho tiempo entre nosotros. He recordado esta situación concreta, acaecida en mi entorno, al leer en este diario que un médico argentino, el pediatra Cristian García Roig, ha impulsado desde el sanatorio Mater Dei un programa que permite a los familiares de un paciente ejercer el derecho al acompañamiento y que el gobierno porteño lo utilizará de base para elaborar un protocolo.
Aquí, pasado el Estado de emergencia, vamos de modo indisimulado pisando la segunda ola. Las cifras de contagio siguen en un temible y constante ascenso y el eje hoy está puesto en el inicio de curso lectivo que ha generado múltiples choques entre el Gobierno central y las autonomías. Los problemas y la complejidad de la logística son infinitos y van desde un plan elemental para actuar cuando se detectan contagios a la preocupación de las centrales sindicales para gestionar bajas laborales de los padres que deben quedarse en casa cuidando niños enfermos. Así como la crisis sanitaria abre el debate del modelo de sanidad vigente, también el tema de la educación alcanza a la larga discusión del programa educativo del país, matizado por conservadores y progresistas, según se alternan en el poder, y, por supuesto, las distintas voces autonómicas. La pandemia, además, también modifica miradas en este sentido: el mundo no volverá a ser el mismo y la educación debe asumir ese desplazamiento de la realidad.
Diario de la peste: la segunda ola
Mientras se discute cuantos alumnos por aula debe haber o que distancia deben mantener en el autobús escolar, queda, una vez más, clara la afirmación de la Ley de Parkinson de la trivialidad en la que se sostiene que el tiempo dedicado a cualquier tema de la agenda es inversamente proporcional a su importancia.
Donald Trump, en ese sentido, no pierde el tiempo. Llegan las imágenes del acto electoral que protagonizó en la Casa Blanca anoche y se ven a más de mil quinientas personas, sin mascarillas ni ningún cuidado sanitario, asistiendo a la presentación del presidente. Los titulares, en todos los medios, advierten con alarma de que Trump ignora la pandemia. Es cierto, pero lo peor no es eso. Hace unos días, en la jornada de apertura de la Convención Republicana, Larry Kudlow, el principal asesor económico del presidente Trump, dijo, muy firme y seguro, que la pandemia "fue horrible", como si la COVID-19 hubiese terminado en Estados Unidos vencida por Trump. "Los impactos sanitarios y económicos fueron trágicos", afirmó Kudlow: "Las penurias y la angustia estuvieron en todas partes". Ese día, el martes 25, murieron 1.147 estadounidenses por COVID-19. Estados Unidos es el país con mayor número de infectados en el mundo: está en el umbral de los seis millones de contagios y los decesos por el virus pronto alcanzarán las doscientas mil víctimas.
¿Se entiende esto? Es como asistir a una representación de Ubu rey a través de un streaming infinito. Con lo cual, merece la pena seguir pensando, a pesar de Parkinson y su ley, en la distancia de los niños en el autobús y en el protocolo del Mater Dei que permite asistir al hospital a los familiares de un paciente en el momento de la despedida.
Como escribió el poeta Vladimír Holan: "Este es el tiempo en que el lobo se lleva incluso lo leído/ este es el tiempo tanto más ciego, cuanto más abre los ojos".
MR/FeL/FF