Cuando se lee Las tres vanguardias, uno termina preguntándose por qué Piglia decide no hablar de las vanguardias. Nunca leí a Saer ni a Puig ni a Walsh como vanguardia sino como clásicos, en todo caso, se puede pensarlos como herederos del alto modernismo –quizás desfasados con respecto al alto modernismo europeo o norteamericano-, pero a ninguno de los tres los mueve el ímpetu de la desinstitucionalización vanguardista del arte. Por otro lado, el título no solo promete desandar el camino de las vanguardias sino que parece informarnos que sólo existen tres y ninguna otra. No se titula Las vanguardias o Algunas vanguardias sino Las tres vanguardias. El silencio habla y el borramiento se hace explícito. Si Saer, Puig y Walsh son las únicas tres, ¿qué queda del resto?
En todo caso, la pregunta que entonces deja abierta la lectura del libro en cuestión es si alguna vez tuvimos alguna vanguardia. Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Marcelo Fox, Héctor Libertella, Ricardo Zelarayán, Néstor Sánchez, Copi –sólo para dar algunos nombres-, ¿son lo inclasificable, la anomalía que no entra en ningún casillero, ni siquiera en el de “vanguardia”?
Piglia solía hacer esas cosas (ya lo había hecho en Respiración Artificial con Borges y Arlt): inventar mapas de oposiciones para ponerse él mismo como superación, a la manera de la Aufhebung hegeliana. El Espíritu Absoluto se encuentra a sí mismo en la cabeza del sabio alemán: así Piglia y la literatura argentina.
Pero más allá de Piglia, importa el gesto del borramiento porque allí emerge el síntoma que define el presente, ¿qué hacer con las escrituras anómalas y la anomalía de la escritura que se desliza por debajo de los aparatos de captura clasificatorios? ¿Son estas escrituras el borde último de la vanguardia, están todavía dentro o ya definitivamente fuera? Ahí me parece que hay una tensión irresuelta de la que depende la literatura que se produce en el presente en general y la obra de Ariel Luppino en particular.
Tradición vanguardista
Si la noción de vanguardia surge del campo semántico de la guerra (vanguardia militar), Ariel Luppino retoma la tradición vanguardista, no para reducir el gesto al uso de los procedimientos sino para devolvernos al momento de su emergencia. Ante la posibilidad de hacer de la vanguardia un juego de reglas autónomas que borren el cuerpo y la historia –asumiendo con ello la muerte de la vanguardia-, Luppino pone en el centro de la escena los cuerpos y la historia para redefinir la relación entre literatura y guerra y con ello volver a preguntar por el sentido de la vanguardia.
Está, sí, la guerra de la Triple Alianza en ¡Paraguayo!, está la guerra de los Balcanes en Serbia o no Serbia, está la guerra higienista en la pandemia de Las brigadas y la guerra como paisaje cotidiano y condición política estatal en Las máquinas orientales, pero no son esas las guerras las que importan sino aquella que se da en el campo de batalla de la escritura en cuanto tal.
En ese espacio surgen dos dimensiones muy marcadas, una de ellas es la de las lenguas. Pareciera que cada uno de sus libros funcionara como una máquina de desmontar el paradigma de una lengua ideal y normativa. La idea misma de lengua queda desbaratada ante una multiplicidad de prácticas discursivas que batallan, se alejan y se llaman unas a otras. Una lengua venida del futuro (Las máquinas orientales), una lengua de la paranoia y la enfermedad (Las brigadas), una lengua del fondo de la historia (¡Paraguayo!) y una lengua de la extranjería (Serbia o no Serbia). A esto hay que agregarle atajos y desvíos internos a cada una de ellas: el campo de referencia literario, la gauchesca, la jerga médica-tecnológica-política, el slum guarro, etc. En esta multiplicidad la idea de lengua es la que queda sepultada. Lo que aparece son las escrituras y con ello los cuerpos significantes de las distintas lenguas.
Esta dimensión física de la escritura evidencia el campo de batalla que se abre en cada frase. De ahí surge la apuesta central: hacer de la frase el espacio donde se juega la guerra de los lenguajes y el lenguaje de las guerras. Ese es el núcleo que estalla y produce los cortes argumentales y semánticos párrafo a párrafo, capítulo a capítulo. La construcción de cada relato no va entonces desde la obra cerrada a la oración, sino del estallido de la frase en secuencias múltiples que van armando el párrafo, el capítulo, el libro. Incluso hasta podría arriesgarse que no hay libro ni relato, sino el continuo de las variaciones de un fraseo que se abre en secuencias múltiples y prometen no acabar nunca -o desnudar que el final del libro y el libro no son más que el artificio que necesitamos para justificar la soberanía que se juega en cada oración.
En literatura la cuestión de las velocidades no es menor. Hace poco Quintín escribió sobre Las máquinas orientales y sugirió que Ariel Luppino va muy rápido y que acaso debería ir más lento. Tengo una percepción diferente. Creo que hay libros que se arman desde la totalidad cerrada del argumento o la temática y desde allí se va diseñando la extensión del capítulo y luego del párrafo para definir la composición de la frase. Son libros que se leen a mil por horas, porque justamente no están escritos para ser leídos sino para decir que se los ha leído. La escritura se vuelve comunicativa, “fluye” para llegar lo más rápidamente posible a la idea redentora, pero con ello se vacía, desaparece, ya no hay obstáculo. Cada frase de Luppino es un obstáculo, una señal de detención. Y entonces hay que volver a leerla porque allí se juega todo el relato. De ahí la lentitud paradójica de la narración luppiniana. La frase es el motor inmóvil, está allí como puro acto cerrándose sobre sí misma y sin embargo hace posible el movimiento narrativo, como si nunca alcanzara con lo que dice o dijera siempre otra cosa y por ello mismo debiera continuar en la siguiente frase. Así hasta que llega al punto y aparte, y entonces en el siguiente párrafo ya tiene que empezar de nuevo hacia otro lado, otra historia, otra escena. De ahí la paradoja de las velocidades: por un lado la lentitud que impone la frase, y por el otro la aceleración de los párrafos dislocados.
La otra dimensión de la que hablaba antes, es la de los cuerpos. Cuerpos mutilados, penetrados, violados, enfermos, putrefactos. Están allí no para representar el horror sino para definir la marca de la imposibilidad de la representación. Es decir, existen, insisten, surgen en la escritura como el borde de sí misma. En este sentido, son corporalidades trazadas en la dimensión incorpórea del acontecimiento. Existen en la guerra (¡Paraguayo!), existen en la pandemia (Las brigadas), existen en la extranjería (Serbia o no Serbia), pero la guerra, la pandemia y la extranjería sólo existen en la escritura.
Entonces uno se pregunta si la escritura toda rota ante el monolito de la frase es la que no puede sino descomponer los cuerpos hasta el horror, o son los cuerpos y la historia del horror -y el horror de la historia- los que descomponen la escritura en el monolito último de la frase. ¿Cómo se escribe el horror sino a fuerza de descomponer la escritura? Pero también, ¿no es el horror, justamente, la imposibilidad de una escritura que lo nombre y en el nombre lo muestre y ejecute? De ahí que el fraseo de Luppino se transforme en una maquinaria que hace imposible la representación del horror, pero también es el horror el que vuelve a presentarse en la escritura para hacerla imposible.
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Lo cierto es que una dimensión bordea con la otra: los cuerpos se vuelven escritura y la escritura se vuelve cuerpo. Exteriores a sí mismas, pero plegadas una en la otra, parecieran -ambas dimensiones- remitir a un campo mayor donde se juega lo que ya no se puede decir ni soportar. Entonces Godzila aparece en el fondo de una cueva en medio de la guerra de Malvinas, entonces la achinización de la Argentina en pleno siglo XIX o un abuelo cyborg-telépata en la guerra de los Balcanes, entonces la deriva fantástica, el desvío apocalíptico, la paranoia dickeana. Es decir: la celebración trágica. En medio de la guerra con Paraguay, el carnaval en el que los paraguayos se disfrazan de argentinos, los argentinos de paraguayos, y ya no hay lados ni fronteras que decidan identidades fijas. En ese punto la dimensión trágica de la guerra y el horror se transforman en fiesta y celebración. Una ética surge en el borde de lo indecible y lo irrepresentable, la de la afirmación del caos, el devenir y la diferencia.
Una máquina de guerra hecha de escritura
En Serbia o no Serbia, la extranjería no es el exotismo que se jugaría como otra modalidad vanguardista. Si este último tiene que apostar a la deriva de la lejanía y la ajenidad para afirmar el artificio de la literatura, Luppino hace todo lo contrario: en vez de “ir hacia”, trae lo lejano y lo ajeno. Con ello se apropia de aquel planteo de Lamborghini: “Cuando Rimbaud dice me voy, hay que entender que se viene; lo que pasa es que con el afrancesamiento uno lee que Rimbaud se va y por identificación uno se está yendo con él. No, vos no te vas con él, estás acá esperándolo. Se va quiere decir que se viene para acá; África, las pampas argentinas todo igual para Rimbaud”.
El narrador de Serbia o no Serbia es el extranjero que viene a desarmar la lengua, extirparle los artículos, cambiar los tiempos verbales, sustantivar los adjetivos. Se hace extranjero en una lengua ajena pero con ello transforma nuestra lengua en un Frankenstein alucinado. No va, entonces, al extranjero para estetizar lo ajeno sino que trae, hace venir al extranjero para volver impropia la lengua literaria.
Pero más todavía: el estatuto de extranjero es un acto de habla, un performativo, es el Estado Nacional que en el acto de nombrarlo –la sentencia jurídica- define al extranjero como extranjero y al ciudadano como ciudadano. La lengua, entonces, es política no por embestidura ideológica sino por el poder fáctico de crear identidades y definir estados de cosas con el sólo hecho de nombrarlos. Luppino entonces da vuelta la cuestión: si el extranjero lo es en y por la lengua, hace que la lengua del extranjero contamine y desarme la misma lengua que lo define. La trasviste, la hace bailar en la perversión de lo impropio hasta obligarla a mostrar que ella misma es siempre otra de lo que sus ínfulas nacionales pretenden. Un contra-poder-de-Estado. Una máquina de guerra hecha de escritura.
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Lo mismo ocurre en Las brigadas y en Las máquinas orientales. El poder de Estado deviene barbarie. Los ejecutores de la fuerza de ley (policías, militares) se transforman (pero ya siempre lo eran) en violadores, asesinos, torturadores, en nombre de la ley. El cuerpo de las víctimas resplandece en el goce de una violencia que, sufrida, desnuda el fundamento imposible de la misma ley que los juzga.
En ¡Paraguayo! no se construye un relato histórico, es la Historia la que se fuga en la escritura. Ya no se trata de ir hacia una Historia que remite al pasado para jugar al contrafáctico o las reivindicaciones identitarias, sino que la historia viene, se hace presente y traza un horizonte futuro. La Historia entonces no es el pasado sino el futuro más cercano. En este sentido, ¡Paraguayo! traza una línea con las voces de la gauchesca, transforma la guerra en carnaval trágico, pero sobre todo, define el momento de pliegue de la escritura: si trae la guerra del pasado es para definir sus propias condiciones de posibilidad en el presente. La escritura como máquina de guerra, ese mismo es el proyecto de vanguardia que Luppino redefine.
Pero entonces la temporalidad de la guerra no es la de la Historia sino la de la escritura. Y es en esta temporalidad donde surge un modo diferente de pensar la vanguardia, retomarla y rehacerla. Si la vanguardia murió (pero eso todavía habría que discutirlo) fue a golpes de novedad, de imponerse a sí misma el imperativo de lo nuevo, tan fácil de capturar por el mercado que de fondo sigue la misma lógica (la de extender sus propios límites, revolucionando sus condiciones de producción y consumo).
La temporalidad de la vanguardia (la novedad y el mercado), supone la sucesión y la cronología lineal para ponerse al final de todo –un final que, evidentemente, nunca es el final sino sólo un impasse en la cadena de producción de lo nuevo. Insisto: la vanguardia entendida como procedimiento y juego formal siempre es una post-vanguardia que da por finiquitada la vanguardia histórica para exhumar los restos del cadáver, pero para ello depende de una lectura que sostenga una cronología lineal en la que “lo nuevo” se ponga al final de todo. Sin embargo, la temporalidad de la literatura quizás sea otra: el de la simultaneidad, una red de tiempos que nos envuelve y hace que el pasado sea el futuro y el futuro el pasado, transforma a todo escritor del pasado en aquel que ya siempre está por venir y al escritor contemporáneo en un póstumo.
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No se trata entonces de volver atrás, sino de acelerarlo todo (escritura, lectura y crítica) hasta ya no depender de la cronología estable de la carrera de postas con la que normativizan y normalizan la literatura en pos de una legitimación siempre relativa a esa misma sucesión. En ese espacio ya no tiene sentido hablar de centro ni margen, de integrados o excéntricos, sino de cómo se construye una literatura como máquina de guerra que todo lo deshace, lo mezcla y lo vuelve impropio, impersonal, referido a un tiempo que ya no está en el tiempo.
En este sentido, más allá del borramiento de las vanguardias, creo que del libro de Piglia hay que rescatar la pregunta acerca de la relación entre literatura y mercado -nexo a partir del cual define sus vanguardias-. Ese punto es lo que está ocluido en nuestras producciones, como si hubiera un acuerdo del tipo “mejor no hablar de ciertas cosas”. Esto vale para el mismo Piglia y su cuestión con las lógicas paranoicas: para él la producción y control de discursos hegemónicos seguía siendo el Estado, sin embargo, cuando Piglia publicaba Las tres vanguardias, las reglas de producción literaria ya estaban definidas por las mega-editoriales multinacionales. Hoy, el negocio no importa tanto como el hecho de haberse impuesto como una maquinaria de producir textos en los que la escritura es lo de menos. Con ello establecen qué es literatura y no es literatura, qué relato debe leerse y cuál no (¡¡como si ello importara en algo!!), pero, sobre todo, definen un formato de escritura estandarizada y, cuando no, imponen “las temáticas de las que hay que hablar”.
Habría entonces que volver a la idea de que las condiciones de producción de un texto son partes inmanentes al mismo texto. No es una cuestión ética ni moral, ni de buena conciencia, ni de nada de ello, sino de dimensiones inmanentes a la misma escritura. No se puede escupir contra el capitalismo, cuando el escupitajo es auspiciado por Coca-Cola. El campo de batalla no está fuera del texto, el campo de batalla es la escritura. En el caso de Ariel Luppino, la batalla se da en la violencia a la lengua estandarizada, en la trama de la frase, en la extranjería de la lengua, en una ética de la afirmación trágica, en la felicidad de la deriva fantástica, en la hecatombe de las temporalidades. Y claro está, en este punto, ni siquiera el término “vanguardia” tiene sentido, incluso se lo podemos regalar.