CULTURA
George Steiner (1929 - 2020)

El último ilustrado

Políglota, polímata y polígrafo, Steiner fue no solo un profesor distinguido en el mundo entero, sino sobre todo un crítico extraordinario y un decantado ensayista. Su muerte cierra lo mejor de la inteligencia del siglo XX y obliga a una pregunta necesaria: ¿quién llenará sus zapatos?

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Crítico de las ideas al igual que de la literatura, la copiosa obra de George Steiner es un baluarte para la inteligencia inagotable en sus alcances y un alimento de calidad para el espíritu. | temes

Hechos de una esencia fugitiva (condenados sin embargo a repetirnos), la memoria de la especie es un péndulo encarnado en el lenguaje que oscila entre la pérdida y el olvido, esencia poderosa y delicada que ensanchó y custodió como pocos George Steiner, crítico, profesor y filósofo a quien cabe definir con un concepto tan esquivo como dudoso, sobre todo en el presente: antes que nada y sobre todo, Steiner fue un ecuménico ensayista, es decir, una inteligencia literaria sostenida por la ausencia de certezas.

Políglota, polígrafo y polímata, por los pasillos de su obra pactan tanto la originalidad y precisión en la capacidad de asociaciones entre diversos dominios del saber como la erudición extrema con la naturalidad de quien dispone de los frutos de la cultura no solo como una herencia, sino como una conquista refrendada: judío errante y cosmopolita (¿de qué país fue George Steiner?), su sólida formación en alemán, inglés y francés fue motivo de orgullo personal y beneplácito para sus lectores, y también la marca indeleble de un concepto que se deshace en el presente sin prisa pero sin pausa: la idea de Europa como baluarte de Occidente.

Como sucede con autores de larga vida y obra compleja, es imposible tener una idea cerrada del hombre y su obra. Considerado un conservador en buena parte de Estados Unidos así como para el pensamiento decolonial y en no pocos recintos europeos, para otra tradición sensible de la intelligentsia latinoamericana fue más bien el arquetipo del humanista ilustrado en el que depositar el acoso de las fantasías a causa de una (perimida) carencia originaria, y por su conocimiento exhaustivo de literaturas en múltiples lenguas y a razón de sus sólidos conocimientos en antropología, música, lingüística, economía, biología, traducción y hasta teología, herramientas que lo tornaron un crítico cultural vitalísimo y fecundo: su vocación universal, alejada de los dogmatismos de la academia y su prosa luminosa y contundente casan a la perfección con la tradición del eclecticismo latinoamericano.

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Producto de un siglo del que de las virtudes solo van quedando los fantasmas, no es extraño que su muerte tenga como telón de fondo a una Inglaterra a la deriva, con un presidente criminal exonerado en Estados Unidos, un imbécil verdaderamente fuera de serie en Brasil y un hombre más poderoso de lo que alguna vez fue zar ninguno en Rusia: el mundo marcha ineluctable a su ruina y, por si fuera poco, está carente de humanistas.

Dada la imposibilidad de escribir en este espacio la totalidad siquiera de sus principales títulos, destaco a bote pronto los que más hondo me impactaron: Lenguaje y silencio, tan potente y vigente como el año en que se editó (1967); Después de Babel, una de sus obras mayores que es a la vez un tratado arduo, documentado y preciso sobre el lenguaje y la traducción; Presencias reales, un ensayo fenomenal sobre las metáforas subyacentes en la inmanencia del lenguaje (el logos como respuesta al kósmos, acaso una buena síntesis del grueso de su obra); Pasión intacta, un conjunto de ensayos heteróclitos con una sagacidad especulativa que da fe de algunos de sus instantes más altos como prosista; Gramáticas de la creación, libro que habría sido del agrado tanto de Wittgenstein como del Dios del Antiguo Testamento; Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, acaso su libro más hermoso; Una idea de Europa, un alegato elegante, eurocentrista y naif que termina por no cuajar a causa de una visión anticuada a medio camino entre la profecía catastrofista y el regaño de un abuelo que no reconoce filiaciones más allá de los núcleos desgastados de occidente, y sobre todo Los libros que nunca he escrito, un planteamiento original, autocrítico y honesto sobre el lado oscuro de la fuerza, es decir, aquellos proyectos que dejó de lado, latentes en el silencio y que acaso hubieran podido torcer los hilos de su destino. O no.

A la manera de los libros sapienciales de la Biblia, la obra de Steiner se encuentra sembrada por perlas de lucidez absoluta que comunican épocas, autores, ideas y conceptos de manera inteligente y aventurada; prácticamente no hay página suya de la que no puedan extraerse claras consideraciones, de las que llegan al hueso: “El gran pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las supremas ficciones dentro de sí mismo. Las patrañas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo”, y también “La verdad es tan compleja que se aloja incluso en hoteles terribles”.

Humanista en la estela de Walter Benjamin, E.R. Curtius, Umberto Eco o Stephen Jay Gould, su vida fue el ejercicio de una vocación generosa que ante la condena de la finitud planta la cara con la pasión por el análisis herencia de Sócrates: nuestra triste vocación por el sentido desde tiempos del Eclesiastés que, aunque frustrante, justifica nuestro paso por el planeta (una vocación que se resuelve no solo leyendo a poetas como Rilke y volviendo a Homero, sino también orando con Bach y gozando con Mozart, calibrando a su vez los avances de la ciencia seguramente como un lego, pero uno decidido y apasionado).

Con la vanidad propia de los espíritus complejos –y una obra bajo el brazo con la cual sostener sus aspiraciones–, Steiner no podía ser indiferente al reconocimiento del Premio Nobel, una llamada que esperó en vano por años mientras era testigo de cómo la fortuna premiaba a sus colegas científicos de la Universidad de Cambridge (entra no obstante el ensayista a la noble lista de los reyes sin corona, ahí donde compartirá el prestigio de los autores que se fueron sin el premio: Franz Kafka, Virginia Woolf, Fernando Pessoa, Italo Calvino o Jorge Luis Borges). Creo que el Premio que Bob Dylan no se dignó a recoger habría sido recibido de plácemes por el profesor Steiner; de cualquier manera, peor para el premio.

Crítico severo de la mediocridad y las imposturas del mundo, no podía sino ser un feroz crítico de sí mismo, por lo que estaba convencido, como sostuvo en una póstuma entrevista, que su actividad como prosista “es completamente diferente a la gran aventura de la creación, de la poesía, de producir formas nuevas. Y, probablemente, es mejor fracasar en el intento de crear que tener cierto éxito en el papel de parásito, como me gusta definir al crítico que vive de espaldas a la literatura”. Desde luego, como el buen crítico que fue, en este punto el profesor Steiner se equivoca, puesto que es gracias a obras como la suya que recordamos que el ensayo es también el fuego, la luz devoradora que expande y multiplica, con palabras como ideas, las cenizas del lenguaje. Y por eso es un arte mayor, porque al igual que la prosa profunda sabe que no durará: el ensayo –en esencia– solo existe y permanece en su actualización, el instante del latido y el parpadeo. Por ello es preciso recordarlo: la prosa tiene un origen humilde, mundano, prosaico; es pura experimentación, tanteo, levedad y sugerencia; nace en la soledad del hombre que se interroga en monólogo silente. La poesía, por el contrario, cuenta con padrinos celestes, dioses y diablos guardianes que custodian su legado y aseguran la permanencia: Mnemosyne aguarda entre la rima y el verso, en la música de la palabra que marca su huella y sedimento (es justo en esa humildad en la que los espíritus vastos como el suyo, en un diálogo vuelto hacia los otros, muestran su verdadera tesitura). Con Steiner muere una figura central de un mundo que no se repetirá: la de la prosa inspirada como argumento válido para encontrar coordenadas sintácticas y morales y la de la creencia en la iglesia de la literatura dentro de los dominios del Dios del Arte.

Por ello, habitantes de un mundo donde la agonía y el fin de los tiempos no parecen tener fecha de caducidad –lo que volvería al ensayista más bien un optimista, dado que el mundo no termina de acabarse–, leer a Steiner es asentir con el credo de un auténtico humanista, siempre a contrapelo de un mundo que se mueve por los resortes de la usura, la vulgaridad y el interés.

Anacronismo crónico que todavía da la batalla, el hecho de pensar desde el lenguaje nos recuerda lo que señalaba Elias Canetti como profesión primera del escritor a lo largo de los tiempos: quien escribe debe ser el custodio de las metamorfosis, puesto que es en ese lugar donde se gesta y se preserva la conciencia de las palabras.

Misión cumplida con creces, Maestro.

 

Muerte de reyes

George Steiner

Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importantes hazañas antes de la pubertad. Estos campos son: la música, la matemática y el ajedrez. Mozart compuso música de indudable calidad y encanto antes de los ocho años. Se dice que a los tres años Karl Friedrich Gauss hacía cálculos de cierta complejidad, y antes de cumplir los diez demostró ser un aritmético prodigiosamente veloz y serio. A los doce años Paul Morphy venció a todos sus contrincantes en Nueva Orleans, proeza nada desdeñable en una ciudad que hace ya un siglo contaba con ajedrecistas de primer orden. ¿Se trata de elaborados reflejos miméticos, de proezas que puede lograr un autómata? ¿O acaso es verdad que estos maravillosos y diminutos seres verdaderamente pueden crear? Las seis sonatas para dos violines, violoncelo y contrabajo compuestas por el niño Rossini en el verano de 1804 están evidentemente influidas por Haydn y Vivaldi, pero las principales líneas melódicas son de Rossini, y maravillosamente originales. A los doce años Pascal descubrió por su cuenta los axiomas y las proposiciones esenciales de la geometría euclidiana. Las primeras partidas de Capablanca con Alekhine de las que tenemos noticia revelan un estilo personal. Ni la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov ni la de la mimesis de los simios puede explicarlo. En estos tres campos se producen a menudo creaciones memorables a una edad increíblemente precoz.

¿Existe una explicación? Se ha intentado encontrar una relación entre esas tres actividades: ¿en qué se parecen la música, las matemáticas y el ajedrez? Es el tipo de pregunta que demanda una respuesta tajante, o mejor dicho clásica (la idea de que en efecto existe una profunda afinidad entre las tres actividades no es nueva). Pero casi todo lo que encontramos son metáforas o indicaciones vagas. La psicología de la creación musical como algo diferenciado del mero virtuosismo interpretativo prácticamente no existe. A pesar de algunas orientaciones fascinantes de Henri Poincaré y Jacques Hadamard, no se sabe casi nada sobre los procesos intuitivos y racionales de los descubrimientos matemáticos. Fred Reinfeld y Gerald Abrahams escribieron notas interesantes sobre “la mentalidad del ajedrecista”, pero no han probado que tal cosa exista; y si existe, en qué se basan sus extraños poderes. En cada uno de estos campos, la “psicología” es nada más que un anecdotario donde se destacan las destrezas de ejecución y creación de los niños prodigio.

Reflexionando, dos cosas resultan sorprendentes. Al parecer, la formidable energía mental y la capacidad combinatoria con fines determinados que posee el niño genio en música, matemáticas y ajedrez, están prácticamente aisladas de los rasgos normales de madurez cerebral y física. Un prodigio musical, un niño compositor o director de orquesta, puede seguir siendo niño en todos los otros aspectos; puede ser ignorante y caprichoso como cualquier otro niño de su edad.

No existen pruebas para afirmar que la conducta de Gauss cuando era niño, su coherencia emocional o facilidad de expresión hayan sobrepasado las de otros niños; era adulto –y mucho más adulto que un adulto normal– solo en relación con los conocimientos numéricos y geométricos. Cualquiera que haya jugado al ajedrez con un muchacho muy joven y especialmente inteligente habrá notado la diferencia casi escandalosa que existe entre la astucia y sofisticación analítica de sus movimientos sobre el tablero y su comportamiento infantil cuando las piezas ya han sido guardadas, He visto a un niño de seis años usar la defensa francesa con habilidad implacable, y convertirse segundos después de terminada la partida en un mocoso gritón e insoportable. Resumiendo, suceda lo que suceda en el cerebro y el sistema nervioso de un joven Mendelssohn, un Galois o un Bobby Fischer, el niño travieso que hay en cada uno de ellos parece vivir radicalmente aislado. Si bien las recientes teorías neurológicas sostienen una vez más la posibilidad de localizaciones específicas –la idea ya conocida por la frenología del siglo xvi de que existen en el cerebro humano diferentes áreas para diferentes habilidades o potencialidades–, todavía no hay pruebas decisivas. Es cierto que hay centros sensoriales específicos, pero no sabemos de qué modo la corteza cerebral divide sus múltiples tareas, si es que las divide.

Extracto de Extraterritorial, Adriana Hidalgo, 2009.

 

El pensador del mundo

Daniel Link

En el campo de las humanidades (“palabra orgullosa y triste”), George Steiner, que acaba de morir a sus 90 años, ocupa un lugar que ya no existe o es imposible. Steiner fue, como Eric Auerbach, uno de los grandes lectores del siglo XX. Había nacido en París en 1929, en el seno de una familia judía de origen vienés. En 1940, su familia emigró a Nueva York para huir del nazismo. Estudió en Chicago, en Harvard, en Oxford. Se especializó en literatura comparada, no porque quisiera jactarse de su erudición (abrumadora) sino porque entendía que era el ámbito adecuado de desarrollo de las experiencias de los “maestros-refugiados”, esos nómades como él (y como Auerbach y como Leo Spitzer) que necesitaron inventarse una patria porque ninguna de las existentes podía ser vivida como propia sin desgarraduras. Esa patria fue para ellos el mundo, esa extraña creación del espíritu. Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano (1967), En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de cultura (1971) y Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística (1972) son algunos de sus fundamentales aportes a la mejor comprensión del mundo y los trazos y los ritmos a través de los cuales su voz se deja apenas entrever.

Pero hay sobre todo una idea que Steiner nos regaló. Está desarrollada en Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción (1975).

Estamos acostumbrados a pensar que, cuando los hombres quisieron construir una torre que llegara al cielo, Dios castigó esa arrogancia confundiendo para siempre sus lenguajes. Se cometió un error atroz, se produjo una liberación accidental del caos, semejante a la que desencadenó la caja de Pandora. Así, la situación lingüística del hombre, las barreras absurdas que le impiden comunicarse, son un castigo. Deseoso de escuchar, como Tántalo, la charla de los dioses, el hombre mortal se vio convertido en un bruto y perdió todo recuerdo de su palabra nativa y universal.

Para Steiner, por el contrario, la pródiga diversidad de los lenguajes naturales (unos 20 mil, históricamente considerados) ha sido la condición indispensable para que hombres y mujeres gocen de la libertad de percibir, de articular y de “reescribir” el mundo existencial en plural libertad.

El lenguaje único es concentracionario y Dios quiso librarnos de esa pesadilla a la que los nacionalismos pretenden devolvernos. El mundo es uno y es diverso y cada vez que una lengua desaparece, muere con ella un mundillo entero, una forma de vivir, una manera de hacer memoria.

George Steiner podría no haber dicho otra cosa, y esto ya sería un bien a agradecerle. Por fortuna dijo, escribió y pensó mucho más. Pensó el mundo como posibilidad.