CULTURA
Efecto pandemia

Vivir en pantalla

En 2014 se publicó en español una colección de ensayos de la artista Hito Steyerl que sorprende por su carácter premonitorio. ¿Qué ganamos y qué perdemos estando abducidos por la pantalla?

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La artista alemana publicó el libro en inglés en 2012. | Captura de video

Luego de más de tres meses confinados, con infracciones episódicas que confirman la certidumbre del encierro, es posible asumir como permanentes algunos cambios en la antropología de las costumbres que en principio parecieron peregrinos y todo indica llegaron para quedarse. No me refiero al endurecimiento de una cuarenta excepcional en el caso de Buenos Aires, hecho que coincide con la manera apocalíptica de vivir el relato de la pandemia —lo peor está siempre por venir, pero el desenlace nunca llega— a diferencia de la estrategia psicológica post-apocalíptica de un país como México, donde lo peor “ya pasó” y por eso sólo resta habituarse a una nueva normalidad —la ahora llamada covida— donde taquerías, comercios y algunos puntos de recreo ya se encuentran habilitados y sin embargo las muertes siguen aumentando todos los días (y que de acuerdo con información reciente, México estaría subestimando en gran medida el número de muertes y contagios).

A la permanente indistinción entre lo íntimo, lo privado y lo público nacida con el auge de las redes sociales —renombradas hace tiempo con justeza como plataformas extractivistas— se ha sumado la necesidad de vivir en línea, al menos para una parte significativa de la población. Al hecho de transitar los días en un tiempo fuera del tiempo, como en una obra de Beckett, se suma la fatiga de estar permanentemente en línea, ya sea por trabajo, compras, necesidad de información, conversaciones personales o profesionales e incluso lo que algunos infelices llaman sexo. Nunca como ahora estuvimos condenados a la pantalla. Sin opción y sin sorpresas. Sin alivio, sin cuerpo ni esperanza.

Bajo el nombre de Los condenados de la pantalla, la editorial Caja Negra publicó en 2014 la colección de ensayos de la artista Hito Steyerl —cuya edición original en inglés es de 2012, publicada por el MIT— que hace algunos meses conoció una tercera reedición y  sorprende todavía no sólo por su vigencia crítica, sino porque a diferencia de tantos agoreros del pasado y profetas de postín la ensayística de Steyerl se mantiene incólume frente al inopinado embate de la pandemia, que no ha mermado un ápice la solidez de sus críticas. El libro, que refrenda el lúcido prestigio de su obra conceptual, se sostiene con firmeza porque explora desde ángulos inéditos realidades políticas y tecnosociales entreveradas, que atienden la relación que guardamos con las imágenes pobres que pululan por la web, los nuevos contratos posibles para la protesta política, el museo como fábrica, las gracias y desgracias de los freelancistas globales, las diversas arenas (cínicas) del arte contemporáneo, los problemas de la representación en el presente, el lugar de los desaparecidos (apartado que por su complejidad merece un comentario paralelo) y en esencia la relación enajenante que tenemos con la tecnología, la precariedad laboral y las vicisitudes de la vida en línea, intersecciones que han sido una constante en la segunda década del siglo XXI y cuyos procesos, que ya estaban en marcha, se han acelerado por las dinámicas de la pandemia, como señala la alemana en uno de sus ensayos: “las redes sociales y la telefonía celular dotada de cámaras han creado una zona de vigilancia mutua masiva que se suma a los sistemas de control urbano ubicuos como las cámaras de videovigilancia, el rastreo por GPS y el software de reconocimiento facial…” Ni Stalin hubiera soñado con la omnisciencia del celular en nuestras vidas, aunque sí el gobierno Chino, que apenas el pasado martes 1 de julio promulgó la ley que sanciona en Hong Kong los delitos de secesión, subversión, terrorismo y asociación con fuerzas extranjeras, lo que derivará en extradiciones a la China continental con penas de cadena perpetua, prohibiendo las manifestaciones que no han parado a causa de la ley.

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La ley mordaza

Tal estado de excepción, señalado por Giorgio Agamben en un principio junto con una errada consideración de los alcances de la pandemia (y por la cual fue globalmente defenestrado con majadera sevicia), deja ver ya sus tentáculos en diversas partes del mundo, como en México, quien como parte de las adecuaciones para la implementación del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC) propone reformas a la Ley Federal del Derecho de Autor. La ahora conocida en redes como #LeyMordaza y que el gobierno canadiense no suscribe, busca regular los contenidos de internet a través de la censura de los derechos de autor, que implementa el mecanismo de “Notificación y retirado” creado en los Estados Unidos, obligando a eliminar contenidos cuando alguien denuncie que se están violando sus derechos, hecho para el que no hacen falta pruebas puesto que las empresas (llámense Youtube, Facebook, etc.) estarán obligadas por ley a darlo de baja a reserva de ser ellos los demandados.

Por lo demás, que el presente coincida con los vaticinios de Steyerl habla peor  de la degradación realidad que de las bondades de su lucidez. En uno de sus ensayos más filosos, “Políticas del arte: el arte contemporáneo y la transición a la posdemocracia”, la artista se pregunta por qué y para quién resulta tan interesante el arte contemporáneo y aventura una suposición: “la producción de arte presenta una imagen especular de las formas posdemocráticas del hipercapitalismo que parecen dispuestas a convertirse en el paradigma político dominante de la Posguerra Fría. Parece impredecible, inexplicable, brillante, volátil, temperamental, guiado por la inspiración y el genio. Tal y como cualquier oligarca que anhela ser un dictador quisiera verse a sí mismo”, una conjetura que resulta de una vigencia espeluznante tras los resultados del plebiscito dados a conocer el pasado 1 de julio, donde un arrollador 72, 2% de los electores votó a favor de las enmiendas constitucionales que le permitirán a Vladimir Putin ejercer otros dos mandatos presidenciales de seis años cada uno a partir de 2024, por lo que podría llegar a estar en el poder hasta 2036, superando las casi tres décadas de Stalin y sólo por debajo de Pedro el Grande (entre las reformas que introduce el plebiscito, y que la desarticulada oposición rusa considera cosméticas en relación con el objetivo principal del presidente, se incluyen, entre otras naderías, la priorización de las leyes nacionales rusas por sobre el derecho internacional, el reconocimiento de la existencia de Dios y la defensa del matrimonio heterosexual). 

Como comentario final, me gustaría citar las consideraciones respecto a la precariedad laboral en la que vivimos millones de personas alrededor del mundo —y que en relación a la emergencia del teletrabajo Boaventura de Souza Santos consideraba en una entrevista reciente simple y llanamente como un trabajo sin derechos. Steyerl describe con precisión a la clase entre enajenada y romántica que se resiste a reconocerse como tal, y que pese a ser una muchedumbre global tal vez debiera preguntarse “si no son lumpenfreelancers globales, desterritorializados e ideológicamente en caída libre: un ejército de reserva de la imaginación que se comunica mediante Google Translate”.  Touché. La señora Steyerl me ha ubicado con claridad dentro de mi clase social.

Quién vende los libros

Atenazados por la letalidad de un virus para el no existe vacuna, y que de paso torna ridículas las palabras de Lautrémont cuando articuló que “la grandeza de la vida sólo se medirá por la grandeza de la muerte” (toda vez que podemos contagiarnos al tocar un paquete de galletas o comprando papel de baño), con una vida on line que propicia la obesidad mientras desmaterializa el cuerpo, vivimos en función del yo que habitamos y construimos en la virtualidad, lo que multiplica la mediocridad de la vida diaria en segundo grado. 

Si el devenir social del cuerpo humano será el de servir como extensión de la pantalla, podemos decir, luego de tantos años de zozobra, que por fin sabemos a qué estábamos condenados: a una desoladora soledad que por principio cancela la realidad como la conocimos y permite vislumbrar cómo será, acaso de manera permanente, el mundo de mañana; una nueva normalidad visual incorporada a las tecnologías de la vigilancia provistas por la pantalla, que es la manera que tenemos por ahora de afirmar el sentido del mundo como lo conocemos.

¿Qué narrativas vamos a poder contar —o más bien, bajo qué forma nos estamos relatando ahora— en un entorno bajo llave que sueña con un horizonte post-pandémico? Intuyo que la respuesta no se encuentra en poner a cada freelancero proletario a imaginar la suya y recomendarle échale ganas. Con seguridad la respuesta está más cerca de lo que intuye Werner Herzog en Family Romance: el siglo XXI es, hasta nuevo aviso, el siglo de la soledad, por eso, para de veras conectar entre nosotros, será necesario ponernos a leer, sin aparatos: leer libros como quien lee continentes que deben atravesarse a pie y en cuyo caminos nos encontraremos con los otros, ese enigma permanente a ser descifrado.

En ese tenor, la mirada de Hito también ofrece algo de luz en un entorno pesimista: “el campo del arte es un espacio de violenta contradicción y de tremenda explotación. Es un lugar de chismes sobre el poder, especulación, ingeniería financiera y manipulación masiva y fraudulenta. Pero es también un lugar de comunidad, movimiento, energía y deseo. En sus mejores iteraciones, es un ámbito metropolitano fenomenal poblado por hombres y mujeres que ejercen de trabajadores de choque móviles, vendedores de sí itinerantes, genios jovenzuelos de la tecnología, timadores de presupuestos, traductores supersónicos, becarios de posgrado y otros vagabundos digitales y trabajadores a día completo”.

Steyerl describe una comunidad, el sentido pleno que somos y producimos en tanto cuerpo social, cuando estamos juntos con nuestra extraña materia.

Sólo con la mirada puesta en ese chance es que vale la pena seguir sorteando nuestra soledad.