Las diferentes realidades laborales marcadas por la precarización quedaron aún más expuestas por la pandemia. El aislamiento como medida de resguardo frente al virus dejó sin ingresos a aquellos trabajadores cuyas actividades no tienen ninguna protección social. La masiva inscripción al IFE es un indicador de la gran cantidad de hogares que no cuentan con el sustento de un empleo protegido. Casi la mitad de la población ocupada trabaja de forma no registrada o por cuenta propia.
La magnitud de la desigualdad
Tanto el trabajo cuentapropista como el empleo informal enfatizan la desigualdad del mercado de trabajo. A la falta de accesos a derechos como licencias pagas, aguinaldo, jubilación y obra social, se suma la brecha salarial entre el empleo protegido y el precarizado. Mientras el primero promedia los 30.000 pesos mensuales, un cuentapropista no llega a 20.000, y un trabajador no registrado promedia la mitad del primero (15.000 pesos).
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El gobierno implementó dos medidas para contener la caída de esos ingresos. El IFE, dirigido a la población que se encuentra por fuera del empleo registrado, con una asistencia de 10.000 pesos para 8,4 millones de hogares. El ATP, orientado al empleo privado, con la compensación salarial de un porcentaje del ingreso de 2,6 millones de personas, promediando los 20.500 pesos.
El salario promedio del trabajador registrado duplica al informal y la diferencia del IFE y el ATP se comporta de manera similar. La intervención gubernamental intenta proteger los ingresos de los trabajadores pero no modifica las condiciones de desigualdad del mercado laboral que busca atender.
Esta desigualdad merece ser interpretada considerando la situación extraordinaria de la pandemia y las consecuencias de las políticas laborales de los últimos años, donde se ve una caída abrupta del salario real para todos los trabajadores y trabajadoras. Actualmente el salario medio de un trabajador informal no supera la línea de indigencia para un hogar de tres integrantes, mientras que el de los registrados no supera la línea de pobreza para el mismo tipo de hogar.
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El IFE como antecedente al salario universal
Un aspecto central del IFE es reconocer entre sus titulares a un mundo heterogéneo de trabajadores: mujeres que realizan tareas de cuidado no remuneradas; precarizados; desocupados y cuentapropistas o trabajadores de la economía popular que viven de sus ingresos diarios. De esta manera puso en la mira del Estado a un universo laboral amplio y heterogéneo, trazando un camino de reconocimiento de esos trabajadores y trabajadoras como sujetos de derechos. Además permitió recopilar una gran cantidad de datos esenciales que podrían ser útiles para definir políticas e instituciones que equilibren el diverso entramado laboral. En la misma línea de acción, se presentan como antecedentes destacables de políticas públicas el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular -que involucra además la participación activa de las organizaciones populares- y la Comisión de Controversias, Mediación y Planteos de la Economía de Subsistencia Básica. El objetivo hacer más equitativo el mundo laboral no parece tan lejano.
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La contención de la emergencia económica puso foco en una discusión global en torno al salario universal. La voluntad de efectivizarla fue considerada por diversos sectores y manifestada por el Ejecutivo. Un salario universal es una oportunidad para la futura extensión y reconocimiento de derechos laborales a quienes hoy no se encuentran amparados por la protección social. Su implementación se debe regir bajo parámetros que garanticen un ingreso digno y derechos sindicales. Sobre todo, esta propuesta implicaría un avance en la regulación del salario de todos los trabajadores por parte del Estado, en la medida en que impone un piso de ingresos que contribuye a un camino de mayor equidad distributiva. El Estado ha demostrado su compromiso con el cuidado de toda su población, la equidad distributiva pareciera estar en la agenda de un futuro cercano.
*Investigadoras del Centro Atenea