CULTURA
"Un país bañado en sangre"

Estados Unidos, armas y un abuelo asesinado son las claves del último libro de Paul Auster

A partir de fotos de Spencer Ostrander, el autor neoyorkino cuenta y reflexiona sobre una nación que naturalizó la violencia y se convirtió en el país más violento del mundo occidental.

Estados Unidos
Estados Unidos y las armas de fuego. | Agencia Shutterstock

Si hay alguien que conoce a fondo la sociedad de los Estados Unidos, porque la viene retratando en sus libros y en sus opiniones desde hace medio siglo es Paul Auster. Conocido internacionalmente, el autor de “La música del azar” y la “Trilogía de Nueva York” acaba de publicar un libro junto al fotógrafo Spencer Ostrander, “Un país bañado en sangre” donde muestra, a través de su original visión, lo más espeluznante de la sociedad norteamericana: el uso cotidiano de las armas de fuego.

En esta obra, Auster mezcla fragmentos de su biografía, anécdotas histórica y análisis de datos, donde repasa el origen violento de los Estados Unidos, la violencia con la que se conviven los norteamericanos, la que descubrió en su propia familia y la retroalimentación de la violencia cotidiana en el país que hoy gobierna Joe Biden.

La primera cuestión que eriza la piel y que muchos toman con naturalidad tiene que ver con la televisión y el cine. Auster cuenta que, como su padre era dueño de una casa de venta de electrodomésticos, fue uno de los primeros privilegiados en tener un televisor en su casa. Por supuesto, en su infancia, copiaba a los vaqueros del lejano oeste, tanto de las series de TV como de las viejas películas de la década del ’30. Pero si vestirse e imitar a los cowboys ya es terrible, a los 9 o 10 años participó de campamentos donde le enseñaban, entre otras cosas, a disparar armas de fuego a un blanco. “Más de sesenta años después, sigo recordando la espléndida sensación de disparar y acertar en el centro de la diana, lo que me producía una impresión de realización similar a la que experimentaba cuando saía corriendo desde mi posición de parador en corto para atrapar un relé lanzado desde el jardón izquierdo y a continuación girar en redondo para lanzar la bola al receptor mientras un corredor se desplazaba frenéticamente por la tercera base hacia el plato. La sensación de establecer un vínculo entre mi persona y algo o alguien que se encontrara a gran distancia y el hecho de lanzar una bola o disparar una bala y dar en el blanco en función de un objetivo predeterminado (…) me producían un hondo y radiante sentimiento de triunfo y satisfacción. El vínculo era lo que contaba, y tanto si el instrumento de esa conexión era una bola o una bala, la sensación era la misma”.

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Paul Auster
Un país bañado en sangre, de Paul Auster y Spencer Ostrander.

Unas páginas más adelante, el autor revela un secreto familiar, que no había contado antes ni en sus libros ni en público. En esta obra, Auster reconoce que su padre nunca lo incentivó al uso de armas, ni tuvo ese imperativo masculino de muchos norteamericanos. “Había otra cosa, además, algo que yo desconocía, algo esencial que permanecía enterrado a lo largo de mi infancia hasta que tuve veintipocos años, pero que una vez que salió a la luz al fin comprendí cuánto debía de aborrecer mi padre las armas de fuego y lo marcada que había estado su vida por la brutalidad de disparar balas auténticas a un cuerpo humano de verdad”, cuenta el autor.

“Desde el principio de mi vida consciente siempre he sabido que mi abuelo paterno murió cuando mi padre era pequeño. Yo tenía dos abuelas, pero un solo abuelo, y la sombra de esa persona ausencia invadía con frecuencia mis pensamientos”, evoca Auster. (…) “… uno de mis primos mayores, una prima, se encontró por casualidad sentada junto a un desconocido en un vuelo transatlántico en 1970, y aquel hombre, que se había criado y aún residía en Kenosha, Wisconsin, la misma pequeña ciudad en la que nuestros padres habían vivido con los suyos durante la Primera Guerra Mundial, y en los años anteriores, desveló el secreto que había permanecido oculto a lo largo de las últimas cinco décadas. (…)"

"La verdad se reduce a lo siguiente: el 23 de enero de 1919, dos meses después del final de la Primera Guerra Mundial (…) mi abuela mató de un tiro a mi abuelo. Su matrimonio se había roto en algún momento en los dos años anteriores. A raíz de la separación, mi abuelo se había mudado a Chicago, donde se instaló a vivir con otra mujer, pero aquel jueves de 1919 por la tarde volvió a Kenosha para entregar unos regalos a sus hijos, y mientras estaba haciendo al visita que sin duda él suponía breve, mi abuela le pidió que arreglara un interruptor de la luz en la cocina. Quitaron la corriente y mientras el penúltimo Auster hijo sostenía una vela en la habitación a oscuras, mi abuela subió a la planta superior para acostar al menor  de los pequeños (mi padre) y sacar la pistola que guardaba bajo la cama del niño , después de lo cual volvió a la planta baja, entró de nuevo en la cocina y realizó varios disparos contra su esposo, de quien estaba separada, dos de los cuales lo alcanzaron en el cuerpo, uno en la cadera y otro en el cuello, que debió ser el que lo mató. Los periódicos de Kenosha anunciaron que tenía treinta y seis año, aunque sospecho que podría haber sido un poco mayor. Mi padre tenía seis y medio y mi tío, el chico que sujetaba la vela y fue testigo del asesinato, nueve. Hubo un juicio, como es natural, y después de que mi abuela resultara inesperadamente absuelta por motivos de locura temporal, sus cinco hijos y ella se marcharon de Wisconsin, se dirigieron al este y acabaron instalándose en Newark, Nueva Jersey, donde mi padre creció en el seno de una familia destrozada y presidida por una matriarca exaltada, trastornada las más de las veces, que adoctrinó a sus hijos para que no dijera ni palabra, ni entre ellos ni a nadie más, de lo que había pasado en Kenosha”(…).

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“Cuando hablamos de tiroteos en este país, invariablemente centramos el pensamiento en los muertos, pero rara vez hablamos de los heridos, de los que han sobrevivido a las balas y siguen viviendo, a menudo con devastadoras heridas permanentes, el codo hecho añicos que deja inútil el brazo, la rodilla pulverizada que convierte el paso normal en una dolorosa cojera, o el rostro destrozado recompuesto con cirugía plástica y una prótesis de mandíbula. Luego están las víctimas a las que las balas no han lastimado pero que continúan padeciendo las heridas internas de la pérdida de seres queridos: la hermana tullida, el hermano con lesión cerebral, el padre muerto. Y si tu padre ha muerto porque tu madre lo mató a tiros, y si a pesar de eso sigues queriéndola, casi seguro que irás cayendo poco a poco en un estado mental con tantos cables cruzados que en buena parte acabarás apagándote”, define Auster.

Como si todo esto que cuenta el autor de Brooklin Follies no fuera suficiente, Auster señala un dato pavoroso en cuanto a las armas: “Según una reciente estimación del hospital pediátrico del Philadelphia Research Institute, actualmente hay 393 millones de armas de fuego en poder de residentes en Estados Unidos: más de una para cada hombre, mujer y niño de todo el país. Cada año, unos cuarenta mil norteamericanos mueren por heridas de arma de fuego, lo que equivale al número de muertos causados por accidente de tráfico en las rutas y autopistas de Estados Unidos. De esas cuarenta mil muertes producidas por arma de fuego, más de la mitad son suicidios lo que a su vez equivale a la mitad de todos los suicidios por año. Si a eso se añaden los asesinatos efectuados con pistolas y las muertes accidentales causadas por armas de fuego, el promedio indica que diariamente hay más de cien norteamericanos muertos a balazos”, completa el panorama del país Auster, al que define como el “país más violento del mundo occidental”.