En los últimos años, la narrativa del Cono Sur ha dado varios títulos de novelas que han incursionado en una mirada infantil o adolescente sobre la historia reciente, rica en dictaduras, con sus respectivas represiones, desapariciones y terror. Algunos se han animado a decir que este tipo de literatura se ha alimentado de las novelas testimoniales de hace algunas década y de la mirada infantil que ensayaron autores como Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán, mientras que otros han sido más cautos. Pero lo cierto es que autores argentinos y chilenos, como Alberto Fuguet (el primero que incursionó en esto en Chile), Alejandro Zambra, Nona Fernández, Laura Alcoba, Patricio Pron, Félix Bruzzone o Julián López han escrito novelas que han sido catalogadas como literatura de hijos. Hace tres años, el crítico español Ignacio Echevarría comparaba Formas de volver a casa, de Zambra, con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, constatando algo aleccionador al “contrastar las estrategias escogidas por uno y otro autor para enfrentar lo que podría considerarse una experiencia ‘diferida’, por cuanto se trata, en uno y otro caso, de insertar responsablemente, en la propia conciencia adulta, el contenido de una realidad vivida en su momento en estado de inocencia y repudiada luego, o simplemente ignorada, como mimbre de la propia identidad”.
Pero, más allá de los críticos, o mejor dicho incluyéndolos, ¿qué opinan los autores involucrados en este tipo de literatura que se ha convertido en una renovación de la narrativa latinoamericana contemporánea?
Laura Alcoba, autora de la novela La casa de los conejos (Edhasa, 2008), como ella misma describe en el comienzo: “Que si al fin hago este esfuerzo de memoria para hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui, no es tanto para recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco”. Desde Francia, donde reside, explica que esta necesidad de olvidar surge de evitar encerrarse “en algo que sería ‘el deber de la memoria’”. Aclara que la elección de la voz infantil “se impuso desde la escritura” y que tuvo como modelo las voces de La porta dell’aqua, de la italiana Rosetta Loy, y del apócrifo Lazarillo de Tormes. A Alcoba no le molesta ser incluida al lado de escritores como Pron, Julián López o Félix Bruzzone en esta literatura de hijos y considera que “hay una trampa en la museificación de la memoria, en lo que termina siendo una nueva historia oficial”.
Patricio Pron publicó en 2012 El espíritu de mis padres sigue… (Mondadori). Desde el título, se nota la marca de la literatura de hijos. A diferencia de Alcoba, la intimidad da paso a un relato detectivesco sobre la desaparición de Alberto José Burdisso: es una carpeta encontrada en la casa de su moribundo padre con información de esta persona la que denota el paso hacia ese otro registro. La novela es un pretexto para reflexionar sobre la memoria y la ficción. Para Pron, el estar incluido dentro de la literatura de hijos “supone estar próximo a autores cuya obra me interesa mucho, pero también porque las formas en que los libros son leídos nunca es algo que los autores podamos escoger”. El autor que, al igual que Alcoba, vive en Europa, no está seguro de qué puntos podrían vincular los libros que algunos escritores no sólo argentinos han escrito; hay desde luego coincidencias biográficas y vitales y también algo que Alcoba llamó a evitar: la “museificación de la trampa de la memoria” y que Pron llama evitar la “musealización de los hechos trágicos del pasado reciente y la voluntad de intervenir en el marco de una cierta economía del testimonio que hasta tiempos recientes sólo otorgaba la palabra a los protagonistas de las décadas de 1960 y 1970 en Argentina”. Literatura de hijos, para Pron, es estar poniendo a una camada de escritores a “poner de manifiesto que nosotros también tenemos una o dos cosas que decir sobre esas décadas”. La visión, eso sí, no pertenece a la ficción pero tampoco a la no ficción, sino que “se articula sobre la incertidumbre acerca de ambos términos, que es la incertidumbre más argentina de todas”.
Quizá Pron dé en el blanco cuando habla del cambio del concepto de ficción. Florencia Garramiño es especialista en Teoría Literaria y Literatura Latinoamericana. Ante todo, ella descree de todos aquellos que miran esta literatura como heredera de otra más testimonial sobre el genocidio en el Cono Sur: “Creo que lo que ocurre es que durante los años 70 y 80 se produjo, en diversas partes del mundo, una transformación del estatuto de la ficción que se abrió a una relación mucho más íntima con otras formas de la prosa, como la crónica o el testimonio”. Esta evolución en el concepto de ficción incluyó textos que en el pasado eran considerados como por fuera de ella. De este modo, surge “la mirada infantil o juvenil utilizada en muchos de ellos –Laura Alcoba, Nona Fernández, Alejandro Zambra– o la del amnésico a causa de medicamentos –Pron–, o la superposición de regímenes realistas con derivas insospechadas –Félix Bruzzone–, que permiten de formas diversas contornear la narración de acontecimientos históricos y efectivamente acaecidos con una interrogación sobre su sentido y el efecto que estos acontecimientos han producido en subjetividades cada vez más fantasmales y desestructuradas”. Para esta académica, se crea un tipo de relato que tiene más que ver con la experiencia que con el acontecimiento en sí, hay una subjetividad, una interpretación o una reelaboración de ese acontecimiento. Julián López publicó en 2013 Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia), que narra la historia de un niño de siete años que va contando su experiencia en un contexto histórico que no termina por estallar de inmediato, sino que por el contrario se va aplazando, capturando de este modo la curiosidad y la atención del lector. La historia reciente no atraviesa la novela, sino que es dentro de los límites de la ficción donde se explica esa historia. Para López, “una de las cosas que más me interesaban de esa escritura era que la novela no precipitara, que lo contingencial no se comiera la existencia y la relación de los personajes con lo que les toca atravesar, que mantuviera siempre un estado previo a la ebullición, que acumulara y que no definiera por descripción sino por esa acumulación de la que hablo”. Para eso, López se ocupó de sembrar palabras clave con el fin de que “el significado no se anticipara, que el texto pudiera respirar y evadir la captura del sentido”: picana es una. En la contratapa, María Moreno dice que “no será un H.I.J.O. con puntitos en el medio sino quien narra todo lo que la madre no podría narrar en un campo de concentración ni en los tribunales”, pero López no sabe si su novela calza con la literatura de hijos, se inclina más bien a creer que “es la mirada de un adulto capturado por una infancia que se hace hegemónica por la dimensión trágica de lo particular y la dimensión social que le deja poco espacio”. Hay algo que llega desde afuera: la violencia. De hecho, hay una escena donde el niño-adulto que narra cuenta cómo los empleados de su tío acuchillan, abren y trozan a un ñandú: “Asco y horror pueden ser una sola cosa, y lo supe ahí, sobre el campo argentino, bajo un cielo pálido, en un charco de sangre bonaerense”.
Escritores chilenos también han incursionado en este tipo de literatura o narrativa. Alejandro Zambra y Nona Fernández son los más conocidos en Argentina por haber sido editados acá. Aunque en Chile la literatura de hijos se ha ampliado a la mirada infantojuvenil, dando por sentado el contexto de la dictadura, sin necesidad de nombrarla o situar esos años: los 80 son dictadura. Lorena Amaro, en un ensayo en la revista Dossier, consigna esto y a los nombres de Zambra y Fernández, agrega a Matías Celedón, a Rafael Gumucio y a Alejandra Costamagna, entre otros; en verdad, son tantos los nombres, que pareciera que todos los narradores chilenos hicieran literatura de hijos. Eso se explicaría, según Amaro, porque “muchos de estos textos, escritos en su mayoría por autores que hoy rondan los cuarenta años, están signados por la culpa, una marca ineludible de su relación con el tiempo histórico y familiar. Esta culpa se debe a haber vivido la época infantil –idealizada como la edad de la inocencia– bajo la violencia y crueldad de la dictadura pinochetista y haberse mantenido, como niños que eran, ajenos a los giros políticos. Nucleando varias de sus posibles modulaciones, Alejandro Zambra decanta esta sensibilidad en una frase: ‘Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer’”.
Eterna Cadencia ha publicado a varios autores chilenos, entre ellos Nona Fernández y la edición argentina de su nouvelle Space Invaders, que es la diversidad de relatos que a través de esa misma diversidad de voces narra la historia de Estrella González, una niña de diez años, y sus compañeros. La nouvelle se centra en una primaria chilena y el tiempo es la dictadura. Comparte dos marcas con la novela de López: la imagen de las salchichas como manjar de una época y el hecho de que la violencia llega de afuera; en el caso de Fernández, de ese videojuego de los años 80 donde se mataban marcianitos: Space Invaders. Los niños no son violentos, la violencia se aprende de los adultos, y qué mejor que un colegio para eso. Para la autora, es fundamental entender que dentro de esta mirada no siempre el observador-narrador está ajeno a las cosas “y la Historia le pasa por encima”. De ahí que resalte que en Chile los adolescentes tuvieron presencia en los movimientos sociales de los años 80, “y se organizaron, intentaron actuar, con todas las limitaciones de la edad y de esos tiempos. Algunos hasta murieron”. Para Fernández, y en esto coincide con Alcoba y Pron, la memoria siempre está en movimiento y es imposible fijarla, y es producto de la barbarie, en contraposición con la memoria oficial, que unifica y clausura: “Creo que ése es el lugar desde donde la ficción debe instalarse en relación con los hechos trágicos de nuestro pasado reciente”.