En los barrios, a veces se siente que la ciudad no parece encerrada en sí misma, sino más cerca de la modestia, el suelo y las nubes. Y algo de eso sentimos cuando volvemos a Mataderos, frontera mítica entre lo urbano y el campo, en la ciudad de Buenos Aires.
En la esquina de Murguiondo y Juan Bautista Alberdi, se encuentra un primer emblema del barrio: la tradicional pizzería el Cedrón. Frente a su entrada reposa la estatua que recuerda al boxeador Justo Suárez, el Torito de Mataderos, y una placa dedicada a Alberto Breccia. Ya volveremos a ellos.
Entre Nueva Chicago y Mataderos
El barrio de Mataderos nació por una ordenanza municipal el 17 de abril de 1896. En su comienzo, era el Mercado de Hacienda. Aquí llegaban las vacas que eran sacrificadas para proveer de carne a la ciudad. Antes, el matadero estaba en el barrio de los Corrales, actual Parque de los Patricios. Pero, en un comienzo, el barrio no se llamará Mataderos, sino Nueva Chicago, por referencia a la ciudad norteamericana a orillas del lago Michigan, principal asiento de la industria cárnica.
Luego, el nombre que se impondría en el uso popular será Mataderos, y el lugar de hacienda particularmente se llamará “Mercado de Hacienda de Liniers”. Hoy, el Mercado de Hacienda es solo lugar de acopio y venta de ganado, y está próximo a su traslado.
La tarde es cálida y luminosa, y decidimos desplazarnos hacia la zona del Mercado. Así, primero llegamos a la Plaza Juan Salaberry, en Av. Alberdi al 6300, donde se encontraba el Hospital Salaberry. Juan Francisco Salaberry, fallecido en 1908, fue un hacendado, tambero y filántropo, muy activo en la zona mataderense. Y muy querido por sus actividades en beneficio del prójimo. Luego de su muerte se creó una Comisión de Homenaje que donó un terreno en el que se inició la construcción de un hospital para mejorar la asistencia médica de los trabajadores del barrio. Así se construirá el Hospital General de Agudos Juan Francisco Salaberry, que abrió sus puertas en 1915. Su edificio será demolido en 1982, luego de fusionarse con El Hospital Santojanni, en Liniers.
En la plaza se destaca la presencia de un carrusel, y un busto de Ofelio Vecchio, historiador del barrio, y una placa que recuerda al padre Carlos Mujica, cura que encabezó importantes luchas sociales, asesinado en 1974.
Luego de unas escasas cuadras, llegamos hasta lo que hoy es el Laboratorio Roemmers, de 22.000 metros cuadrados de superficie cubierta que, otrora, fue el predio de un hito en la historia del barrio: el frigorífico Lisandro de La Torre.
El Frigorífico revolucionario y la chimenea engañosa
El frigorífico Lisandro de la Torre era una empresa estatal dedicada al faenado bovino acorde al perfil de actividades del barrio. Creado en 1923, durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear, pero inaugurado recién en 1930. Su propósito inicial era evitar las maniobras ilegales de frigoríficos ingleses y estadounidenses.
En 1950, el presidente Arturo Frondizi, privatizó el frigorífico, aunque fue estatizado nuevamente en 1974; pero, antes, en 1957, el frigorífico recibió oficialmente el nombre de Lisandro de la Torre, por el senador de la provincia de Santa Fe que, en la década del 30’, denunció el Pacto Roca-Runciman firmado entre Argentina y Gran Bretaña, pacto con cláusulas secretas que favorecía a frigoríficos ingleses y perjudicaba los intereses nacionales. Por la crisis económica, Frondizi dispuso la venta del frigorífico, con la amenaza que esto suponía para los empleos. Por lo que los 9000 obreros ocuparon el frigorífico en venta el 15 de enero de 1959.
El barrio apoyó la toma, que terminó el 17 enero por un operativo policial con apoyo del ejército. Un tanque de guerra Sherman de la segunda guerra mundial arrolló las puertas de entrada. 5000 empleados fueron despedidos. Y en 1979 la dictadura militar ordenó la demolición del edificio. Ahora solo queda una placa.
Caminamos unos pasos para doblar por la avenida Lisandro de la Torre, y nos encaminamos hacia la Plaza Dr. Juan Bautista Alberdi. Una fuente regala los versátiles movimientos del agua.
A lo lejos, vemos lo que parece una chimenea, pero que no es la elevación de alguna fábrica, sino una columna octogonal de ladrillo que servía para ventilar el primer sistema cloacal de Buenos Aires que funcionaba a finales del siglo XIX.
En la ciudad de Buenos Aires, y en el sur del conurbano bonaerense, sobreviven 80 chimeneas o ventiletas a una distancia entre sí de 3 a 4 kilómetros. La que vemos se alza en Murguiondo y coronel E. Garzón. En su momento eran la construcción de mayor altura de la ciudad.
El parque abriga también un anfiteatro, una pista de skate y un espacio para la práctica del Parkour, el primer Parkour público de Latinoamérica.
El resero, un bar centenario y los chicos de la mucanga
El día que llegamos al barrio es un día de semana y que, por tanto, no nos muestra el panorama típico de este lugar en los fines de semana, cuando cobra vida la famosa Feria de Mataderos, con su atmósfera de aires folklóricos, criollos, con numerosos puestos con artículos regionales y personas vestidas de gaucho, que dibujan a Mataderos como emblemático lugar de unión entre la ciudad y el campo.
Imaginamos toda la vida y alegría de la feria tradicional, cuando ya llegamos a El viejo Mercado Nacional de Hacienda, que inició sus actividades el 1 de mayo de 1901. En su origen, a través de los tranvías, Mataderos se comunicaba con otros lugares de la ciudad.
El viejo Mercado Nacional de Hacienda ocupa más de 30 hectáreas. En 1899, el rematador Publio Massini puso en venta muchos lotes de la zona, y para fines de ese año ya había vendido 22 manzanas.
Al acercarnos a la entrada del viejo mercado caminamos por una recova, cuyas puertas de madera centenarias nos recuerdan la vida y las jornadas de trabajo de otrora.
En el mercado, las reses se faenaban en una plaza empedrada. La sangre de los animales llegaba hasta el arroyo Cildañez, que por eso se lo llamaba “arroyo de la sangre”. Allí, algunos pescaban sebo, con palos y alambres; eran los seberos, y el sebo que así se conseguía los vendían en pedazos. Y la carne se llevaba hasta el frigorífico Anglo argentino, en Rivadavia y Lacarra, desde donde se la distribuía al mercado interno.
En los primeros años, luego de la faena de las reses, los chicos pobres de la zona iban a buscar la grasa de los animales faenados, y se las vendían a los fabricantes de sebo. Eran los chicos que se dedicaban a recoger la mucanga, las menudencias; mucanga, una palabra surgida del ámbito vacuno, y cuya etimología no es conocida.
Y frente al viejo Mercado de Hacienda vemos el monumento por excelencia de Mataderos: el Resero.
Una obra que la Municipalidad de Buenos Aires encargó, en 1929, al escultor Emilio Jacinto Sarniguet para emplazar frente al mercado de hacienda. Sarguinet era un escultor argentino que se especializaba en figuras de animales; es autor también del fascinante Yaguareté en Parque Chacabuco. Su padre trabajaba en el Hipódromo argentino, y desde entonces, quiso dibujar la estampa de los caballos. Para inspirarse, Sarniguet visitó la estancia El Cardal en Ayacucho, provincia de Buenos Aires. Allí encontró el modelo humano para su obra: un viejo resero, el “Cuñao” Cabañas, que montaba un caballo criollo llamado Huemul, y del que el escultor, parece, tomó sus rasgos. Un resero era la persona que arriaba el ganado desde el campo hasta el matadero.
Todo el trabajo de modelado de la escultura, el esqueleto de madera, el patrón de yeso, el modelo para el bronce, Sarniguet lo realizó en su taller en la esquina de Juncal y Uriburu, donde hoy se encuentra una ferretería. Uso la técnica italiana del bronce hueco.
Cuando la estatua adquirió fama, en 1962, su imagen apareció en el reverso de las monedas de diez pesos. El caballo del monumento de El resero avanza con la mano y la pata trasera de un mismo lado, no en forma cruzada, como los demás cuadrúpedos. Esto se creyó que fue un error del escultor. Pero lejos de eso, Sarniguet reflejó con fidelidad al caballo criollo, los pasucos, que tienen esa forma de andar; lo que les permitía a los reseros avanzar con más comodidad y estabilidad, e incluso dormir, mientras cumplían con su tarea.
Desde El Resero el tranvía 48 iba al puerto, y el tranvía 40 llegaba hasta Primera Junta. Y frente a la estatua, se abre la Avenida de los corrales, por la que los reseros llegaban con sus tropillas.
En la esquina de Avenida de los Corrales y Lisandro de la Torre perdura el bar notable Oviedo, del año 1900, que era antes un almacén de campo como parada de diligencias y posta. En 1900 se transformó en un bar, pero donde también se podía comprar desde yerba o azúcar hasta un poncho. A él acudían los reseros, que llegaban a Mataderos, los consignatarios del mercado, los empleados y la gente de la zona. Frente al bar, al comienzo, los reseros hacían sus fogones y recordaban todo lo vivido en sus trayectos hasta la capital, con relatos de luz mala y las inclemencias del tiempo.
En 1900, el bar fue comprado por la familia de don Fernado Ghio, el primer concejal socialista de Mataderos, seguidor de las ideas de Juan B. Justo, el fundador del partido socialista. A los chicos de la mucanga les daba un desayuno gratis, pero a condición de que se comprometieran a estudiar para mejorar sus vidas.
Conocido también como El Bar de los Payadores, el Oviedo, en el que algunos dicen que vino Carlos Gardel a cantar y que, y esto es más seguro, en sus comienzos será lugar de grandes payadas como las que sostuvieron José Betinotti y Gabino Ezeiza. Cuando los payadores aún rasgaban sus guitarras con improvisaciones inspiradas, algunos guapos se trenzaban en duelos criollos, no a muerte, sino a refilón, con la saña de herirse y dejar alguna huella humillante en el rival.
El afán de enfrentar el peligro también movió a un personaje mítico del hampa, El Pibe Cabeza, de verdadero nombre Rogelio Gordillo, que, en un carnaval en Mataderos, luego de un largo peregrinaje criminal, fue obligado a despedirse de este mundo en un tiroteo con la policía, en 1937.
El fileteado, la memoria y un payador
Al caminar por la Avenida de los Corrales imaginamos el asomarse de las vacas y los reseros de otrora. Entre rumores de campo, los reseros arribaban con sus tropillas luego de largas jornadas de cabalgatas, y días de sol, nubes y tormentas, y noches en las que las estrellas les recordaban la distancia de lo inalcanzable.
Los gauchos se sentían temerosos y desorientados en la ciudad. Pero la ciudad, todavía hasta fines del siglo XIX, sentía temor al ataque de algún malón indígena. Por eso, a pocas cuadras, en Avenida de los Corrales y General Paz, aún sobrevive el Mirador, desde cuya altura se columbraba el horizonte para advertir de la llegada de una legión de caballos e indios, que nunca llegó.
Y, en medio de estas evocaciones, la caminata nos trae hasta la calle Timoteo Gordillo.
Timoteo Gordillo fue un empresario argentino del siglo XIX, que tenía el monopolio del servicio de diligencias y correo, que modernizó las comunicaciones internas del país de ese momento. En Timoteo Gordillo y en Avenida de los Corrales, en la pared de un frigorífico, se despliega una serie de carteles pintados, decorados en sus bordes con la técnica del fileteado. Como una suerte de síntesis visual de la historia del barrio, podemos desplazarnos en la mirada desde el Mercado de Hacienda hasta el Bar de los payadores, los tranvías en el viejo barrio, la prédica de Lisandro de la Torre, y la alusión a parroquias y santuarios barriales y, en el centro, el recuerdo de Ofelio Vecchio, el historiador del barrio.
En la vereda del frente de aquel lugar, antes supo cobijar el taller Nemo Caviglia, un importante fileteador. Nemo murió en 2020; y al lado de donde se encontraba su recinto de colores, metales y pinceles, sus alumnos pintaron un mural en su homenaje.
El fileteado es un estilo de pintar y dibujar, típicamente porteño, que nació a fines del siglo XIX, al principio como ornamento para decorar carros, y luego camiones y colectivos, con un repertorio decorativo como hojas estilizadas, cornucopias, banderines, piedras preciosas. Suele incluir frases populares, muchas procedentes del lunfardo con letras góticas o cursivas. La Unesco, en 2015, lo declaró patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Borges le dedicó un importante texto, La inscripción de los carros, en su obra Evaristo Carriego.
Y cuando la calle se hace cuesta arriba, llegamos a la Plaza de los Mataderos. Allí sobresale el busto que recuerda a Gabino Ezeiza, el poeta y payador afro-argentino que murió en 1916, el autor de la célebre canción “Heroica Paysandú”, himno en homenaje a una heroica defensa de esta ciudad uruguaya ante los brasileños en la Guerra de la Triple Alianza, en 1865. Con esta canción el Negro Ezeiza ganó una famosa payada.
La tarde, lentamente, empezaba a desfallecer. Al volver a la esquina de Av. Alberdi y Murguiondo, nos reencontramos con el Cedrón, con el busto del Torito de Mataderos y la placa en homenaje a Alberto Breccia.
Un boxeador de barrio
El Torito continúa en su gesto desafiante. El boxeador Justo Suárez nació en 1909 y se crió en el barrio, en una familia de 25 hermanos. La pobreza lo convirtió en mucanguero, buscador, por unas monedas, de la mucanga, que antes comentamos; y que, a fuerza de trompadas y decisión, pudo salir adelante. Alcanzó tanta popularidad que fue el primer ídolo del deporte argentino. Con un récord de 24 triunfos, 2 caídas, 1 empate y 1 sin decisión, su estrella fue brillante pero también fugaz porque murió a los 29 años en Cosquín, Córdoba, víctima de la tuberculosis. En su breve vida, se inspiró Cortázar en su escrito Torito.
Campeón argentino de peso liviano en 1930, su entrenador fue José Lectoure (tío de Juan Carlos Tito Lectoure, el mítico dueño del Luna Park), quien le dijo que peleaba a la criolla, por lo que le enseñó un estilo más profesional de combatir. En 1936, peleó en el Luna Park, combate que le ganó a Estanislao Loayza, ante los príncipes de Inglaterra Eduardo de Windsor y Jorge de Kent, el padre de la actual reina Isabel II, y el futuro Jorge VI, que lo aplaudieron desde la primera fila cuando el árbitro le levantó el brazo en señal de triunfo.
En la clínica cordobesa, murió pobre, enfermo, solo, abandonado. Cuando llevaron su féretro al Cementerio de la Chacharita, una multitud salió a su paso para darle una última y emotiva despida.
La triste muerte de Suárez tuvo otro equivalente en la historia del box argentino. Alejandro Lavorante era un boxeador de buena trayectoria en Estados Unidos hasta que en una pelea fue duramente golpeado. Los coágulos que se le produjeron en el cerebro lo hicieron caer en la inconsciencia durante seis meses en el país del Norte; y luego de su regreso a la Argentina permaneció internado un año hasta su muerte, en 1964. Ulises Barrera, el gran periodista de box de exquisito lenguaje, narró su desdicha como Cortázar imaginó la plenitud del combatiente del ring oriundo de Mataderos.
El Mataderos de Breccia
Alberto Breccia fue un ilustre vecino del barrio. Aunque nació en Uruguay en 1919, vivió en Mataderos. Historietista de prestigio mundial, ilustró la célebre historieta El eternauta, con el guión de Héctor Germán Oesterheld. Su estilo expresionista, de trazos vívidos e inconfundibles, creó sus climas en Sherlock Time, Ernie Pike, Mort Cinder; ilustró los Mitos de Cthulhu de Lovecraft, o Perramus, con guion de Juan Sasturain, y muchas otras historietas.
En 2013, veinte años después de su fallecimiento en 1993, se decidió la realización de un mural en su memoria en la esquina de Guardia Nacional y avenida Alberdi al 5000. Breccia había llegado al barrio en 1923. De su infancia recordaba los viejos almacenes con despacho de bebidas, de los que ninguno sobrevivió. El Breccia niño vivía en Directorio y Murguiondo; allí se encontraba la entrada del Viejo Matadero Municipal. Y allí, antes de la creación de la avenida Lisandro de la Torre, por la que circularan los camiones que trasportaban el ganado, se formaban filas de chatas movidas por cuatro caballos.
Este transporte llevaba la carne a las carnicerías. Las chatas eran muy fileteadas, con muchos colores, decoradas con algún versito ingenuo, que mostraban el orgullo de su dueño. Los caballos tenían las riendas tachonadas con adornos de bronce que los conductores lustraban, mientras esperaban su ingreso tomando también un mate o jugando al truco.
El padre de Breccia era tripero, vendía tripas y mondongo, mientras él repartía esas tripas que luego eran embutidas y embaladas en toneles. Breccia fue testigo de un Mataderos en el que el campo y la ciudad eran todavía casi indiferenciables. En muchas manzanas había todavía una sola casa entre lagunas y patos. Y el futuro brillante dibujante de fama mundial iba al Puente de la Noria en el Río Matanza-Riachuelo. En la época de Breccia ese puente era de madera y en esa zona buscaba esponjas para su uso en el baño. En el Río Matanza-Riachuelo ya entonces nadie se bañaba.
El Breccia adulto se reunían con amigos en el Cedrón, y dentro del vasto trazo de su dibujo magistral, la inspiración de la atmósfera barrial mataderense repercutió en su historieta Un tal Daneri. Con guion de Carlos Trillo, ocho breves episodios, publicados en 1978, salpicados con el clima opresivo de los años siniestros de la represión, entre casas de paredes derruidas y lúgubres callejuelas. Ámbito de las aventuras de un detective duro, de rostro áspero y agobiado, y de un deambular solitario bajo los cielos crepusculares y magnéticos del barrio.
Entre la confitería y el sabor de los días
En el paisaje urbano de Mataderos se acomodan también el Bar 9 de Julio, declarado de interés cultural, el barrio Los perales cerca del estadio de Nueva Chicago, y la zona residencial Naón. Y el Cine Alberdi que se apresta a reabrir sus puertas y pantalla luego de largas dilaciones.
Y ya nos espera un orgullo del barrio, la Confitería San José, de extraordinarios vitrales. Mientras vemos, de nuevo, la calle, las casas, el cielo en el barrio. Desde no muy lejos nos llega el sufrimiento de cada animal que sucumbió a la ley del interés humano; recordamos a los trabajadores tratando de luchar por la mejor vida para sus hijos y su familia; el recuerdo de las luchas sociales; la expectativa en el barrio por las peleas del Torito; el colorido de la Feria con gauchos que recuerdan el abrazo del campo y la ciudad; el arte y fantasía de Breccia; y la pasión por la memoria de Ofelio Vecchio, el historiador del barrio.
Y los autos y los transeúntes, el sabor de los días, el viento, los atardeceres, la soledad. El latido de un barrio en Buenos Aires, el deseo en cada mirada de otra oportunidad.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”, en el que se encuentra una versión narrada y parcial del texto aquí publicado. En estos momentos dicta cursos sobre filosofía, arte, cine, anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar).