En los últimos años cada vez son más los escritores o críticos –y una parte del mercado, por añadidura– que de un modo u otro reivindican el pulp, esa literatura que floreció a principios del siglo pasado a través de revistas baratas y de tapas rutilantes que prometían aventuras con pulpos teratológicos, alienígenas, robots, femmes fatales o esqueletos vivientes. Una de las razones de este creciente interés podríamos aventurar que se encuentra en la declinación del realismo, género que en la última década parece haber envejecido de pronto, y del que cada cual termina huyendo hacia donde puede; pero también podríamos arriesgar que se debe al incipiente “giro emocional” del que venimos siendo testigos hace por lo menos una década. Hoy prácticamente no hay disciplina que no tenga a las emociones en la centralidad. Rige el paradigma de las neurociencias, y hasta las ciencias sociales están dejando de lado las estructuras, el sujeto, para dar cabida a eso que el viejo positivismo barrió de su discurso, que es lo afectivo. Desde esta perspectiva no parece entonces casual que los escritores elijan abrevar en artefactos estéticos que prometen precisamente “emociones fuertes”, y cuyos imaginarios desaforados parecen estar muy a tono con la sensibilidad –y el pathos– de nuestra época.
Por eso el auge cada vez más ostensible del terror o la ciencia ficción –en todas sus variantes y subgéneros– y por eso también, y acá queríamos llegar, el actual florecimiento de uno de los géneros pulp menos próspero en términos de epígonos: el “weird” o, como se lo rebautizó en los 90, el “new weird”, término cuya traducción es “nuevo extraño”, y cuya definición hay que decir que nadie, hasta el momento, pudo aprehender de una manera muy precisa o rigurosa. Por momentos pareciera solo una etiqueta que se utiliza para englobar aquellas obras que resultan impermeables a otros rótulos. Tal vez, y apelando al segundo Wittgenstein, el de las Investigaciones filosóficas, podemos conjeturar que lo que ocurre es que se trata de narraciones de las que no se puede dar una definición clásica –no hay algo así como una “esencia” que las atraviese– sino en todo caso describir “parecidos de familia” entre los distintos textos, y lo weird, en este sentido, quizás pone de manifiesto aquello que también ocurre con todos los demás géneros, sin estar tan a la vista. ¿O hay alguno acaso que tenga una definición estable e inobjetable?
El primero en “autopercibir” sus relatos como weird –hagamos un breve repaso histórico– fue Lovecraft, que en el ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927) lo describió como un tipo de narración a través de la que se pretende suscitar miedo, objetivo que, según él, se logra principalmente mediante la creación de climas o de atmósferas, y no tanto por medio de vampiros o fantasmas que arrastran cadenas, como en la literatura gótica donde el temor, por otra parte, se podía conjurar a partir de elementos sagrados –el crucifijo, el ajo, el agua bendita–, que por cierto de nada servirían frente a una de esas otredades inefables que habitan los relatos del escritor de Rhode Island y que provienen de regiones remotas e ignotas del cosmos.
Más adelante, y tras varias décadas de olvido, el género resurge principalmente a través de M. John Harrison, escritor que en el prólogo a la novela El azogue (2002), de China Miéville, introduce la expresión new weird para dar cuenta, sobre todo, de aquellas obras que hibridan algunos géneros como el terror, la novela negra o la ciencia ficción y cuyas peripecias –y esto también lo advirtieron luego Mark Fisher y Jeff y Ann VanderMeer– transcurren en un mundo cotidiano y no en un mundo que se rige por otras reglas como ocurre en el relato fantástico, dicen ellos. Pero en este punto parece haber un desbarajuste conceptual, porque a lo que en realidad se refieren no es al fantástico sino a ese género anglosajón que se suele llamar fantasy. Al fantástico, por el contrario, se lo ha definido de una manera bastante parecida a la que utilizan estos autores para definir el new weird, en el sentido de que también implica la irrupción de un hecho “raro” en la realidad cotidiana o una “rajadura” –Roger Caillois dixit– en el mundo real. Aunque aquí hay que decir que en la “ficción extraña”, que por cierto no hay que confundir con esa otra ficción extraña que abordó Tzvetan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica, no siempre se da esta “irrupción” de algo raro o insólito: a veces puede tratarse por ejemplo de una alteración inquietante, perturbadora, de escenarios urbanos cuya topografía va mutando con el correr de las páginas, como ocurre en el cuento Buscando a Jake (2005), de China Miéville, o en la saga Viriconium de John Harrison; y como pasa también en la reciente novela Big Rip (2021), donde el escritor Ricardo Romero diseña una suerte de ciudad heraclítea en la que cuesta transitar dos veces por el mismo lugar, y que de pronto, y como si fuera un organismo vivo, un monstruo empieza a devorar a quienes la habitan, o a cambiar de modo radical la identidad de los personajes, de los que en cierto momento ya no se sabe si son héroes o villanos.
Digamos que lo new weird, en estos tres casos –y en muchos otros también, desde luego–, puede estar en un lugar, en un topos, pero se advierte sobre todo en el movimiento, y quizás esa es otra de las razones por las que cuesta tanto apresarlo como género, o como lo que sea. En cierto modo, y desde una perspectiva burroughiana, podríamos decir que se comporta como un virus: muta para que el lector –o el huésped– no llegue a naturalizarlo nunca. Cambia para poder sobrevivir. Es una literatura de la inestabilidad que abreva en varios géneros, los hibrida, pero para trascenderlos o transformarlos en otra cosa, desde una distancia crítica que en ocasiones puede estar dada por el humor o la ironía, y a partir de distintas técnicas literarias que provienen de múltiples tradiciones, porque de todos lados –hasta del realismo– hay algo que se puede reciclar.
¿Existe un “new weird” argentino? Podría decirse que así como la ciencia ficción argentina, e incluso varias zonas del policial, suelen estar atravesadas de eso que llamamos “fantástico rioplatense”, con el new weird ocurre lo mismo, en parte porque en este país todos los géneros –y hasta los que no se sabe si lo son, como en este caso– son deudores de Borges. De hecho, podríamos aventurar que una obra inaugural –o como mínimo precursora– del new weird nacional es Invasión, esa película que él guionó junto al cineasta Hugo Santiago a fines de los años 60, y cuya trama transcurre en una Buenos Aires enrarecida llamada “Aquilea”, donde hay un grupo de hombres que intenta resistir una invasión llevada a cabo por hombres de gabardina de los que no sabemos casi nada; solo que pretenden vender algo que a la gente le gusta, como dice uno de ellos en una escena.
En su momento, Borges dijo que la película introducía “un tipo de fantasía que puede calificarse como nueva”. Hoy la podríamos inscribir en el new weird no solo por la hibridación genérica –hay algo de épica, algo de fantástico, algo de ciencia ficción distópica–, sino también por la ausencia de explicaciones –se trata de una experiencia estética entre cuyos objetivos no está el de promover la comprensión–, por la atmósfera urbana enrarecida, o también por la ostranénie o extrañamiento total que atraviesa el film hasta el final y que se ha ido constituyendo en una piedra angular de este tipo de narraciones, como se advierte también en la reciente antología Paisajes experimentales (Indómita Luz), en la que el escritor Juan Mattio –a cargo de la selección y el prólogo– propone un interesante panorama de autores contemporáneos que están incursionando en el new weird, aunque de modos un poco –o bastante– distintos. Están, por supuesto, aquellos que abrevan en el fantástico, como en el caso de Dolores Reyes, Marcelo Carnero y Marina Yuszczuk, cuyos relatos producen esa ambigüedad ontológica tan característica en muchos textos de este género; están también los que apuestan por una ciencia ficción algo más clásica, como pasa en el cuento El prisionero, de Laura Ponce, que es una suerte de distopía totalitaria; pero además hay otros donde se observa esa inestabilidad diegética que mencionamos antes, a través de la que se cuestionan no solo las ideas que tenemos sino también, y como diría Ortega y Gasset, las creencias en las que vivimos, ya sean de índole política, social, económica, antropológica o cosmológica. En El manual del ángulo de la bolsa azul, por ejemplo, la escritora Claudia Aboaf cuenta la historia de un mecánico naval que emprende un viaje desde una isla abandonada de Japón, y a quien los movimientos de la Tierra, los desplazamientos de su eje, las sacudidas tectónicas, lo afectan de una manera muy particular. En cierto modo es como si el planeta mismo operara como un intruso que se le mete en el cuerpo, o más bien, por qué no, en ese corpus-ego del que habló Jean-Luc Nancy. En Voy a necesitar que me lo expliquen desde el principio, Kike Ferrari plantea, en palabras de Juan Mattio, “una ciudad hecha de muchas ciudades” –otra variación del motivo de la urbe que muta, de la metrópoli como uno de nuestros monstruos contemporáneos–, donde ocurre una anomalía temporal llamada “crackle”, palabra con la que se alude a una especie de alteración electromagnética en el campo gravitacional que, en determinadas coordenadas, produce que algunos eventos del futuro se superpongan a los del presente (así, por ejemplo, sucede que un hombre se encuentra frente a su propio cuerpo muerto, baleado cinco años más adelante).
La antología se completa con relatos que están atravesados por distintas mezclas genéricas: el de Yamila Begné combina la ucronía con lo fantástico; el de Ever Román, la ciencia ficción apocalíptica y el ensayo; el de Betina González, lo fantástico con el cuento de hadas; y el de Leonardo Oyola se mueve entre la leyenda rural y el terror, e incorpora además una dimensión política que también suele estar presente en muchos relatos de esta nueva ficción extraña.
Por supuesto, y como dice Mattio en el prólogo, este panorama de autores no es exhaustivo y podría completarse con algunos otros entre los que podríamos destacar a las escritoras Mariana Enríquez o Samanta Schweblin, cuyas poéticas se aproximan a esta forma de pensar la literatura. Incluso también podríamos ir un poco más atrás y preguntarnos lo siguiente: una buena parte de la obra del uruguayo Mario Levrero, a quien por cierto siempre costó adscribir a una tradición, ¿no se puede leer, al igual que la película Invasión, como una especie de new weird avant la lettre? ¿En las novelas cortas Fauna y Desplazamientos (1987), por ejemplo, no están ya muchas de las características que hoy atribuimos a este género, o lo que sea? ¿Y qué hay de Marcelo Cohen?
Alguna vez César Aira definió su obra como una “literatura de género con fallas calculadas”. Probablemente lo dijo de un modo irónico, desde ya; pero algo de eso puede haber en lo que han escrito muchos autores –Levrero, Cohen–, a los que ha costado encontrarle alguna filiación, y en el propio new weird, cuyos impulsores comparten, podría decirse, un “parecido de familia” en cuanto a la forma de aproximarse al pasado: se trata de escritores, locales o no, para quienes la tradición –y va otra vez el aún insoslayable Borges– es o ha sido el universo todo.
Lovecraft y la ‘weird fiction’
Pablo Martínez Burkett
No se puede husmear en el estante de la weird fiction sin mencionar la revista Weird Tales (1928-1954). Y no podemos hablar de esta revista popular sin traer a colación a H. P. Lovecraft (1890-1927), de quien Stephen King dijo que era “el príncipe de las historias de horror del siglo XX”. Lovecraft, el excéntrico y solitario de Rhode Island, el oscuro y barroco que con el Necronomicón y Los mitos de Cthulhu alumbró un universo maldito, blasfematorio y sacrílego. Un hombre que enfrentó la pobreza con una porfiada dignidad anacrónica. Un ermitaño que en vida no vio su obra reunida en un libro y que murió con la angustia de no haber cosechado el reconocimiento que se merecía. Pero que, por esas vueltas de la vida, hoy es uno de los escritores más gravitantes en la cultura popular. En efecto, las trazas de su horror sobrenatural atraviesan libros, películas, series, historietas o videojuegos. Sus cuentos son la autobiografía de una psiquis desquiciada, la proyección de sus pesadillas y visiones. El solitario de Providence se sabía raro y por lo tanto era consciente de que sus relatos hospedaban una literatura bizarra, anglicismo que nos sirve para señalar lo extraño, estrafalario y aun excéntrico de sus composiciones. En ese quebrantamiento del orden natural, Lovecraft encontraba la encarnación de la emoción más antigua e intensa: el miedo a lo desconocido. En suma, la weird fiction que destila Lovecraft es una hibridación entre un gótico tardío con ciencia ficción oscura. El horror lovecraftiano se desata por alguna condición o fenómeno extraño, o por la desaforada conducta de las personas que son víctimas de esos fenómenos. ¿Qué tan extraños? Bueno, anómalos como la irrupción de seres antiguos y extraterrestres que aguardan una alineación astral propicia para cometer toda clase de fechorías. Esa revelación ominosa provoca un estado de febril perplejidad e indefensión que no puede enmendar la locura ni el suicidio.Algunas recomendaciones: El color que cayó del cielo, La llamada de Cthulhu, El horror de Dunwich, La sombra sobre Innsmouth y El que susurra en la oscuridad.