CULTURA
La ciudad pensada XXVIII

Nueva vida para la Confitería del Molino

Si bien no hay fecha precisa de reinauguración todavía, hoy el edificio -único en el mundo- experimenta un largo y esmerado proceso de restauración. Los detalles aquí.

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En julio último, reabrió sus puertas y los visitantes pudieron apreciar el avanzado estado actual de los arreglos del edificio, que cerca está de su definitivo renacer, luego de un largo descanso. | Laura Navarro

La pintura de Peter Brueghel, La procesión del calvario, inspira la notable película de Lech Majewski, La cruz y el molino. En la escena del pintor holandés se levanta un montículo de piedra, en cuya cumbre reposa un molino. Un elemento de discreta fantasía en una escena en la que pulula una multitud en procesión.    

Y en la ciudad de Buenos Aires, la referencia a un molino también se manifiesta de forma especial. La Confitería del Molino luce su forma con aspas, no para moler trigo por las fuerzas del viento o el agua, sino para mostrar una diferencia que lo convierte en un edificio acaso único en el mundo.   

No hay fecha precisa de reinauguración todavía; hoy, la Confitería experimenta un largo y esmerado proceso de restauración. En julio último, reabrió sus puertas y los visitantes pudieron apreciar el avanzado estado actual de los arreglos del edificio, que cerca está de su definitivo renacer, luego de un largo descanso.  

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La inspiración para un molino   

La Confitería del Molino muestra hoy una fachada recuperada. Un repostero fue el primer responsable de su fisonomía singular… En la Plaza de Congreso, a fines del siglo XIX, se erigía el molino harinero Vapor Lorea frente a Rodríguez Peña y Rivadavia. Allí ofrecía sus delicias una confitería que, en 1866, se llamó “Antigua Confitería del Molino”, por la cercanía de las aspas giratorias.    

El hombre de las tortas y pasteles, Cayetano Brenna, era italiano. Maestro confitero que alcanzó renombre por sus valoradas recetas europeas. Llegó al país con la voluntad del inmigrante. Su esfuerzo le hizo progresar. En 1904, junto con otro pastelero compatriota, Constantino Rossi, compró la esquina de Rivadavia y Callao. Entonces, el italiano empleó su capital para conferirle realidad a un edificio original. Como Palanti con el Barolo, Brenna hizo traer los materiales para la construcción de su patria mediterránea: las ventanas, puertas, vitraux, mármoles…    

En 1916, luego del fin de la obra y de la apertura de la nueva confitería, lo sabroso tentaba a través del marrón glacé, el merengue, el panettone de castañas, el imperial ruso que, nacido de la imaginación repostera de Brenna, en Europa se conoció como “postre argentino”. El postre imperial ruso se llamó así en homenaje a la dinastía de los zares rusos Romanov, caída en desgracia en la revolución bolchevique. Y, también, entre las preferencias de los clientes sobresalió el “postre Leguisamo”. A pedido de Carlos Gardel para celebrar a Irineo Leguisamo, el gran jockey, surgió una torta clásica de la confitería, que incluía merengue, hojaldre, crema de almendras y otros ingredientes.     

Para 1917, los políticos del cercano Congreso Nacional se habituaron a degustar delicias en la confitería. El caso de Lisandro de la Torre o Alfredo Palacios. Y también así lo hicieron escritores, como Leopoldo Lugones, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Bioy Casares, Oliverio Girondo; o cantantes, como Carlos Gardel, Tita Merello, Niní Marshal o Libertad Lamarque. Y, en 1997, la estrella pop Madonna, que en ese momento filmaba Evita, grabó un videoclip en el salón del primer piso.   

Esplendor de la confitería. Pasteles. Encuentros y charlas. Pero Cayetano murió en 1938. La decadencia entonces se enseñoreó sobre mesas y tortas. Luego, en 1930, durante el golpe de Estado que derrumbó al segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen, se produjo un incendio; luego, una quiebra en 1978; y una reapertura por los nietos de Brenna, hasta que después sus puertas se cerraron, en un jadeo final, el 23 de febrero de 1997.    

Pronto, el edificio fue declarado Monumento Histórico Nacional. Estrategia protectora ante el peligro de la demolición, pero incapaz de impedir la lenta raspadura del deterioro.   

Y en el edificio del molino se plasmó la inventiva de un compatriota de Brenna. Un joven brillante que llegó de Italia con sus manos llenas de obras.    

Un arquitecto y un molino   

Francisco Terencio Gianotti (1881‐1967) nació en un pueblo de los Alpes, cerca de Turín. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Milán. Allí, conoció a grandes profesores del arte de la construcción.     

En 1909, por primera vez, Gianotti respiró entre las calles de Buenos Aires. Rápido, comparó esta ciudad con París. Trabajó como dibujante en el estudio de los arquitectos Arturo Prins y Oscar Ranzenhofer. Allí conoció a Palanti. Otro creador destinado a imprimir su huella en el tiempo. En 1911, Gianotti ya disfrutaba de estudio propio. Su independencia profesional se consolidó con su primera gran obra: el Pasaje Florida, después conocido como la Galería General Güemes, el llamado primer rascacielos porteño. El pasaje une las calles Florida y San Martín, una excelencia del art noveau. El pasaje que fascinó a Cortázar; y que hoy sorprende también a cualquier visitante.    

Gianotti no perteneció al círculo selecto de la Sociedad Central de Arquitectos. No bebió en las copas del academicismo ecléctico oficial de las tres décadas iniciales del siglo XX. En alrededor cincuenta años de labor, sus obras cambiaron en sus estilos, pero su más feliz creatividad alumbró en tiempos de la Belle Époque.   

En 1915, por pedido de Brenna, Gianotti edificó su nueva obra sobre una construcción anterior, un local de planta baja y dos pisos. Recurrió al hormigón armado, técnica innovadora en ese entonces. El arquitecto usó varias piezas premodeladas de ese material para resolver detalles como escaleras, y la cúpula estilizada que remata la ochava. Los elementos decorativos fueron diseñados por el propio arquitecto. Su estética modernista se muestra en vitrales, en el hall de entrada de la avenida Rivadavia, en la marquesina de la planta baja, en los artefactos de herrería e iluminación.     

Así nació el edificio de luminoso art Nouveau, con pisos de mármoles y madera, premoldeados ornatos de yeso, estucados, muchos dorados, una planta baja en la que se encontraba la confitería histórica, 5 pisos, azotea con una torre-cúpula y un mirador, un salón de fiestas en el primer piso y 3 subsuelos. El tercer subsuelo era depósito de combustible; el segundo tenía las cisternas, la sala de máquinas y mantenimiento; mientras que en el primero funcionaba el área de elaboración de pastelería, los manjares de la confitería; un edificio también con numerosos departamentos de renta, para viviendas u oficinas.    

Y toda esa riqueza podrá ser disfrutada nuevamente por un acto especial de restauración, de renacimiento…   

Lo que renace     

La ciudad romana fue sepultada por la lava ardiente, en el 79 d.c. Luego de siglos, lo enterrado resurgió. Muchas casas se conservaron, pero sin una restauración no recobrarían algo de lo devastado por el volcán. Luego de cinco años y una inversión cercana a los 100 millones de euros, la Casa de los Amantes, en Pompeya, renació por apasionadas manos entregadas a la diligente restauración.   

Lo restaurado es lo refundado. Lo emplazado, de nuevo, en su desvanecida aura primigenia. El restaurar como lo que recupera lo herido por la decadencia. Un proceso de recuperación especial es también lo que hizo renacer a la confitería con las aspas del molino. Mérito de un equipo de 40 eximios restauradores multidisciplinarios. Proceso del renacer del edificio que empezó en 2014 tras la iniciativa del ex senador Samuel Cabanchik que plasmó en una ley que declara al inmueble “de utilidad pública y sujeto a expropiación, por su valor histórico y cultural”. Aprobada por unanimidad, junto a la recuperación de la confitería y el edificio, la ley dispone la creación de un museo histórico y de arte, y un centro cultural. Un instrumento legal para la preservación de un patrimonio, más allá de los cambios de autoridades nacionales. Y, según Cabanchik, “una puerta abierta al presente, al pasado y al futuro. El centro de arte con énfasis en las vanguardias o la novedad de los nuevos artistas como puerta al futuro; la puerta al presente, la confitería; y la puerta al pasado, el museo histórico”.     

Y en 2018, se organizó una Comisión Bicameral del Congreso Nacional, que se hizo cargo de la administración del edificio, al tiempo que se consumó la expropiación, y avanzó la restauración.     

La energía restauradora reparó el motor original de las aspas del molino; la cocina industrial, en la que se trabajaba las 24hs; y el reloj suizo del salón; y se restauraron cimientos, revestimientos, ornamentación, vigas, y los vitrales que se extienden en más de 1200 m2, recuperados mediante la recolocación de paños de cristal con delicadeza artesanal y la fabricación de réplicas. Esmero que reluce en la diversidad de modelos de los vitrales, y en la magnífica estampa de El Quijote en la planta baja, de cara a la confitería de las muchas recetas y bebidas.  

Para la recuperación fue indispensable sumergirse en los subsuelos, literalmente. Un equipo de buzos descendió en cuatro metros de agua. Y se colocó una bomba que permitió desagotar los recintos inundados.     

El valor histórico patrimonial del edificio se acrecienta mediante donaciones, y la catalogación y fichaje de 20 mil piezas, al amparo de la ley nacional de Protección del Patrimonio Arqueológico. La ristra de piezas es sorprendente en su variedad: una lata de cacao en polvo Vascolet; una botella de licor Cointreau; una plancha eléctrica marca Straight; una botella de ginebra Bols; un menú de la confitería vigente entre 1935 y 1950; pocillos, cucharitas, cajas de bombón, y muchas otras piezas; futuras prendas del museo. Las huellas de lo encontrado, a diferencia de mucha cristalería y vajilla italiana, de las que no se encontraron restos.    

Y la terraza es la cumbre de todo edificio. Lo abierto al cielo y las nubes, y a la vista de una panorámica del entorno. En lo alto de la Confitería del Molino, en su torre central, se yerguen las esculturas de 800 kilos de cuatro leones reconstruidos. Y cerca, las máscaras ornamentales; las teselas doradas; la marquesina original; las celosías y boiserie; los decapados de ornatos y de ornamentación muraría; la recuperación de estucados; la intervención en la herrería de la fachada. Y muchos otros actos de paciente y amorosa recuperación de un edificio, redimido de su abandono.   

Las varias caras de un edificio   

En la edad media, los molinos tenían hojas rectangulares, para trazar en el aire sus giros con los que molían el trigo o extraían el agua. Hoy, modernos ingenios con astas trasforman el viento en energía eólica. Y dentro de la Confitería del Molino, en el interior de su torre, se distribuyen ocho vitrales de molinos trazados con vivos colores.   

La Confitería del Molino puede despertar solo recuerdos y anécdotas, o también una aproximación curiosa a su particular diferencia. Desde esa actitud, primero, la Confitería del Molino es ejemplo del edificio evocador que, por una relación de analogía o semejanza, remite a la máquina del molino y lo que ésta representa. Por su forma, el edificio inevitablemente despierta la evocación de los molinos reales de las aspas, los vientos y las moliendas de la vida rural. Y evoca también su presencia en otros artes, como la pintura. Por ejemplo, el cuadro de Jan Brueghel el Joven, Paisaje con molinos de viento (1608), en el Museo del Prado; o El molino (1648), famosa obra del barroco holandés Rembrandt Harmenszoon van Rijn; o el molino De Roosdonck pintado por Van Gogh siete veces entre 1883 y 1885. Pinceladas de holandeses, en la Holanda de los miles de molinos.   

Y por las analogías y semejanza el edificio evoca, asimismo, al Don Quijote de la Mancha, libro en el que su héroe, Alonso Quijano, confunde los molinos con dragones durante su periplo por la región manchega. Confusión del personaje de la primera novela moderna fundamental, que inspira un vitral esencial en la confitería. O, también, ver el edificio con las aspas del molino puede hacernos recordar El molino. Paisaje de Cadaqués (1923), de Salvador Dalí, con su molino de viento de aires cubistas.    

Pero, asimismo, la originalidad del edificio de Gianotti nos muestra lo singular y diferente que quiebra lo repetido en la ciudad. En su momento, la singularidad de la obra del arquitecto italiano tuvo un aire de vanguardia y, de hecho, su rareza adelanta obras posteriores de la singularidad (hoy de vanguardia posmoderna) que quiebran también la normalidad en el paisaje urbano, como la casa danzante de Praga, de Frank Gehry; el edificio espiral en Darmstadt, Alemania: o el edificio Cesta, en Ohio, entre muchas obras con la marca de lo singular.   

Y la valoración de la Confitería del Molino es también la preservación de un tiempo perdido. Su mirador no es solo lugar de observación del entorno, sino también la mirada que se pasea entre los recuerdos de lo vivido en el salón de la confitería, o su salón de bailes, donde tantas parejas festejaron su casamiento, o la cocina en la que, en su pico de esplendor, trabajaron numerosos pasteleros. Un tiempo recordado como parte del valor patrimonial del edificio de las semejanzas y la singularidad.   

Posibles conexiones al percibir una confitería única, muy cercana a renacer, después de un largo sueño.     

 

(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. En estos momentos dicta cursos sobre filosofía, arte, cine, anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar), y cursos y actividades anunciados en su FB.   

MCP