CULTURA
Día Internacional de la Poesía

Jorge Enrique Ramponi, el poeta olvidado que habría inspirado a Pablo Neruda

El mendocino conoció al premio Nobel y le mostró su obra cumbre, "Piedra infinita", en 1945. Poco tiempo después, el chileno compuso "Alturas de Machu Picchu", que guarda importantes similitudes con los versos de Ramponi.

Jorge Enrique Ramponi
Jorge Enrique Ramponi, | Cedoc Perfil

La poesía argentina ha tenido, a lo largo de su historia, incontables ejemplos de primerísimo nivel. En el Día Internacional de la Poesía, ¿cuántos poetas de primera línea deberíamos nombrar para no ser injustos y dejar a alguien fuera de la lista? ¿Diez? Imposible, sería un capricho. ¿Cincuenta? Siempre habría alguien que señale alguno que nos falte. Y si pensamos en cien, no podríamos hacer otra cosa que enumerarlos y sería más una vieja lista de teléfonos más que una nota periodística.

Por eso, en este día de la poesía, elegimos rescatar la obra de un poeta, olvidado o casi, cuya obra tiene un enorme valor, pero que es prácticamente inconseguible, salvo para estudiosos, coleccionistas y algunas bibliotecas especializadas.

Se trata de Jorge Enrique Ramponi, un mendocino nacido en 1907 y muerto en 1977 en su provincia natal, de la que salió poco y nada. Su obra, breve, es difícil de hallar, más allá de algunos poemas que circulan en internet, entre los que se encuentra su obra cumbre, Piedra infinita, publicada en 1942, aunque escrita varios años antes.

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Tampoco su último libro de poemas tuvo una edición inmediata, ya que Los límites y el caos, que fue publicado en 1972, fue elaborado durante décadas en las que fue mutando hasta de nombre, ya que durante mucho tiempo se conoció como los Cantos del denodado.

Su obra se completa con sus libros anteriores, Preludios líricos (1928), Pulso del clima, (1932), Colores del júbilo (1933) y Corazón terrestre (1935) y con el Credo poético que data de 1945 y son sus reflexiones acerca de la poesía, que circuló de manera fragmentaria, hasta que mucho después de su muerte fue publicado completo en una edición de pocos ejemplares y que hoy, como la mayoría de sus pocos libros, es casi inconseguible.

Casado con la artista plástica y profesora de Bellas Artes en la Universidad Nacional de Cuyo Rosa Stilerman, Ramponi dedicó su vida a la enseñanza y a la poesía. Fue profesor en la Academia Provincial de Bellas Artes de Mendoza, de la que desde 1948 fue director y a la que estaría ligado durante toda su vida.

Poetas

Pero ¿cuál es el valor de la obra de este hombre sencillo, que escapaba a los reportajes, que tenía un búho como mascota  y que rara vez salió de su provincia natal?

Pues es dueño de una voz poética única, que con pocas, muy pocas obras, logró un reconocimiento de sus pares, que ponen a su Piedra infinita en el podio de la poesía de su provincia y de toda la Argentina. Con un estilo embriagador, con versos y poemas largos, larguísimos, esta obra fue el punto de partida de Alturas de Machu Picchu del premio Nobel de Literatura Pablo Neruda.

El autor de Residencia de la tierra conoció a Ramponi en 1933 y doce años después, en agosto de 1945, pasó por Mendoza, donde tuvo contacto con el mítico poema del mendocino. A su regreso a Chile, compuso Alturas de Machu Picchu, entre agosto y septiembre, inspirado en esos largos versos que había leído en Mendoza.

“La leyenda intervino en el combate ideológico de parte de los enemigos de Neruda, del Partido Comunista y del socialismo chilenos, y con el tiempo se congeló, seguramente porque a Neruda no le hacía mella haberse inspirado en otro, como tantos grandes autores de la historia literaria de Occidente, y lo que cuenta en una gran obra no es la inspiración sino la escritura”, señala Mario Goloboff en una nota publicada en Página/12.

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“Creo que el poeta auténtico, el poeta signado por la fatalidad de serlo, tiene el talento de la emotividad, la inteligencia del sentimiento, por eso huye de la sistematización y abomina el canon lógico común. Cuando su expresión corresponde a una verdad de otro orden, como la fe religiosa. Cuando la furia sagrada lo acomete, no es por el lenguaje fríamente razonado, por un acoplamiento de palabras de signo intelectual, como puede expresar la temperatura, la tensión sobrenormal de su ser. Podría sangrar su canto hasta extraer el concepto conceptual estricto, descarnando el pensamiento, el hueso último de su estructura. Pero eso sería como secar la fluencia auténtica del canto, matar precisamente lo genuino del estado poético”, defnió el poeta en un reportaje radial realizado alrededor de 1963.

“Los conceptos abstractos –escribe Juan Pinto en un libro dedicado a la vida y a la obra de Ramponi (Jorge Enrique Ramponi, Ediciones Culturales Argentinas, 1963)– que el poeta maneja se engarzan en lo mineral. La piedra ya no es piedra sin un concepto extraído de la piedra que es infinita y por eso inasible e inaprensible. La palabra piedra, a través del poema, se humaniza”.

También Juan-Jacobo Bajarlía escribió sobre Ramponi. Con motivo de la aparición de su último libro, escribió en Clarín: “Poesía de versos abiertos, Los límites y el caos constituye la obra imperecedera de un creador solitario que dialoga con su sangre como lo hace Gilgamesh cuando enfrenta a la serpiente de su propio destino, o como lo hace Neferkeptah cuando los dioses lo disuelven en el aire. A partir de Ramponi, las provincias resplandecen de poesía.”

¿De qué trata el poema de Pablo Neruda hallado en Chile?

Así escribía Ramponi

Endecha de la tortuga

He visto caminar lo inerte,

piedra sonámbula, barro torpe

labrado en ajedrez y miserable pie de retortuno

Criatura o fábula de la tierra

como una costra suya que le brotara un ansia,

oh, sueño clandestino

hecho de los andrajos de alguna libertad mendiga,

más deleznable aún bajo la luz copiosa.

La propia tierra vuelve su denuedo estéril,

Desanda su camino en cada eclipse frío.

Paciencia,

paciencia también es fe como un viento fresco sobre la desgracia.

 

Aquello se alarga más allá de los míseros

en la sangre desvalida;

hasta la carne tiembla en sueños

por un esquivo lejos que suplican los párpados…

 

Árbol de leves alas

anclado pero volándose,

casi zarpando a veces en el viento festivo;

vívora como un chorro secreto que en sí bulle y se escarpa;

hormiga de mínima cintura

y tornasol los pies de brizna viajera;

redonda paloma en su quehacer de tálamo y dulzuras.

 

Pero esta turbia costra,

isla de un tiempo que deriva a la nada,

a paso de otra edad, rezago de su séquito,

tira su duelo inútil como un ancla inmensa.

 

Lo que nubla la lengua

frente al ala cegada, junto al trino abatido;

lo que enluta la sangre por lo esbelto arrasado,

póstumo tornasol entre el estiércol,

se hace sollozo por tu forma de lástima toda súplica muda,

nudo amargo de bruces

frente a ti, deleznable pordiosera del polvo,

uncida a tu desgracia de satélite ciego de algún orden difunto,

como esclava en un halo de estupor e inercia.

 

Cuando tu parda luna doliente cae en fase de sombra,

cuando el secreto vástago te recobra a lo inmóvil,

y por la ley del plomo

que te invade la sangre, súbdita del clima,

como un gran ojo lívido con escarchas de sueño

yaces al fin al fondo de tu lento carámbano,

entre cuencas de tierra y lápidas de julio.

 

Acaso un dulce curso, un río sin espacio

busca tu corazón, lame tu niebla sólida, arrulla tu sueño empedernido,

cuando por fin afluyas, oh, delta de la ausencia postrada,

serás en su agua muda

sílaba absuelta ya, tiniebla estéril, sin retorno;

durmiente en cofre de silencio proyectada a una intemperie azul,

a un infinito invierno, edén sinfín del abandono,

arena de regreso a su páramo de vellón y ceniza

donde la inmensa duna bate y funde la resaca en olvido.

 

Olvido, olvido, olvido duro sobre la tierra

por el código antiguo y el linaje que va del cactus a la rosa,

múltiples labios, boca total sonriente en su balcón

arcángel vegetal sobre ti, topo del sueño, lázaro miserable.

 

(Alas ligeras cruzan sobre su arrastre inválido,

pájaros le hacen esgrima al eco,

los ojos en la luz duelen desnudos,

la miel solar afiebra las tumbas.)

 

Un anillo infinito,

un rezo que conmueve más allá que las flautas del llanto,

que el tambor del sollozo;

la inmensa letanía de un dolor sin rescate

como dote maligna porque sí del origen;

aquello innominado que me tañe los huesos y desnuda mi sangre…

Ven contra mi pecho la torpe, la doliente,

a plano amargo contra la materia,

tanto, que ni la propia sombra delata tu infortunio,

y eres acaso un corazón blindado por un féretro,

que oye, que entiende el sueño, el pensamiento, miel y acíbar del hombre.

 

Ven que te arrulle, ven que te dé alas,

que bese en lo más triste tu figura,

hasta hacerla orquídea entre labios dolidos,

un picaflor, un trompo migratorio, musical, irisado.

 

Extraño amor perseguido a sollozos, realizado en la angustia.

Rezuma una agria miel besar lo feo, reverenciar lo torpe,

arrullar lo temible,

cuesta un frío relámpago del tacto entre la sangre,

cierta cárdena espina funeral en un lóbulo,

pero, cuando dos ojos míseros entrecierran sus valcas temblorosas,

el alma sube al cielo por escala de plumas.

 

Pasa y canta la vida

y ella queda en su escarnio.

La gloria anual en torno es una burla,

oh, abandono caído, bulto de escoria, momia de sequía,

viuda, póstuma, mártir, mísera esfinge entre el estiércol,

sujeta de una condena antigua

cuyo porqué no existe sino como el legado de un azar implacable.

 

Pero los ojos de otro dolor ayudan con ternura su rezago,

y en algún cauce

donde el dolor es comunión de llanto todopoderoso,

gana caudal, halla pastor tal vez esta marea para…

 

Oh, forzada, paciente hasta la gracia,

cómo pasar sobre ella

sin ceñir su mayólica gris, murmurando que su belleza es sólo difícil,

pero cierto su oráculo de tierra, incógnito de su cifra de angustia;

que lo infinito no vive en lo fugaz gracioso,

reside acaso en su recinto, tiene color de moho y persistencia.

 

El corazón lo escucha bordoneando su cascar de hueso,

casi ataúd con cuerdas,

laúd fúnebre, tambor opaco,

cítara póstuma, posible guitarra del silencio, tornavoz del olvido.

El corazón lo sabe,

el corazón que carga con la culpa del mundo.

 

Pero la bestia sale pura de su cripta de polvo,

piedra carnal antigua y ermitaña

volviendo de su raíz paralela a la flor,

paralela a la gloria vegetal del verano;

y otra vez remando su galera de plomo arrastra su ombligo de tiniebla,

su estela de mortaja,

trepando duramente la cuesta de la inercia,

restituida.

 

Y con ojos pequeños para tanto mundo

de oro,

indaga lo que en su pecho oscuro le sucede,

sésamo, dios o estío,

rumia sol de enero, fanática, mendiga.

 

Pues antes que el invierno

con sus frías luciérnagas alhaje la tierra despojada,

hasta el tiempo de ancho cauce y delirio floral que lo desborda,

profeta de los vidrios del aire pliega su cota triste,

buzo del limbo anual confinado en escarcha,

pausada, sin estela cala delicias,

mapas del sueño, edredones, perezas,

licopodios azules,

hasta una última estancia de gelatina y légamo,

ya en sarcófago propio anclada en el olvido.

 

Pero su sueño lleno de ojos de ámbar

mira el telar del año, los bailes de la luz sobre el mundo.

 

Y ahora que el verano

como una gran cigarra de oro en el cielo y en la sangre zumba,

y un viento de fulgor cala los huesos,

trasluce el limbo de las piedras;

y hasta en la diminuta nebulosa del olor,

en cada mínima estrella de ambar lascivo

late el inmenso enigma que inmola hasta los líquenes;

mientras columpia campanas verdes,

venenosas lámparas de obsceno incienso el hálito de la siesta,

rebalsando su féretro, sueña, hongo de la delicia,

sueña que es el centro del mundo,

y en la inmóvil demencia dorada, tiembla y se dilata feliz

como un coágulo de luz, su corazón lento almíbar.

 

Mediodía

Meridiano:

vértice cabal del día.

Mi patio calza una baldosa de oro.

 

En el columpio fácil de una caña

cuelgan su vuelo brusco los gorriones,

bajo el baño de sombra del alero.

 

El ángulo de pico mide granos de asfixia

y aventan el cansancio, abanicos las alas.

 

De una cuenca del muro, dos bocas pedigüeñas

tiritan la llorosa sonaja de sus voces,

salpicando el silencio con sus gotas de música.

 

Trompo de Llamas

(Mientras sopla el Zonda)

Por un bisel tenue de julio,

Turbio trompo de viento

Agosto ocupa de un solo rapto su área,

Se desmanda, flagrante,

Deja vacante el clima,

Vuelve sobre su lapso.

 

Su aldabón conmueve los sótanos terrestres,

Ciega su lampo bárbaro la sangre.

 

Limbo abajo en sus túneles

Cales yacentes,

Huesos con nostalgia,

Turban su molicie,

Quiebran su armadura de moho,

Buscan su prójimo:

Gozne a gozne, pífano a pífano

Escucho su fanfarria, su bailoteo opaco.

 

Duro dios mío. Agosto, me unge de tu ardor.

Tu látigo me obliga.

 

Creced, tambores acérrimos por mi furia sagrada,

Creced, creced, oh lianas quemantes del delirio.

 

(Ah, el furor de la vida, su tumulto oloroso)

Señor de prontos bruscos y reversos de índole,

Padre de mi materia, numen caudal del canto,

Escucha tu pormenor y mártir, natural de tu clima:

En este atrio de tiempo, entre molduras tuyas,

Dame tu áspera venia para bailar el vándalo terrestre que me exige.

 

Mi haz de sangre crece, hospeda el rapto,

Me duele su desorden central, su desmesura.

 

— Agosto, a duro soplo, desata su liturgia,

Un arduo bosque de órganos tierra a cielo delira,

En mi odeón retumba un pánico solemne:

Sentidme hacer campana y misterio.

 

Entro y salgo para escuchar la amarga música,

Entro y salgo a una casa de llamas, a un caracol de reverbero.

 

El canto me acomete como un vítor sagrado,

Duramente contengo mi sistema encendido.

En su anillo marcial aún crece el héroe,

Mi corazón vincula el bruto y el arcángel.

 

Ah, jinete en mi nube de tempestad y mito,

Quién seré yo que vivo dentro de un relámpago,

Quién seré, que de pronto canta Dios en mi frente…

 

—Agosto, agosto,

Trompo a látigos,

Zumbo en tu mano, ardiendo.

 

Mediodía

Meridiano:

vértice cabal del día.

Mi patio calza una baldosa de oro.

 

En el columpio fácil de una caña

cuelgan su vuelo brusco los gorriones,

bajo el baño de sombra del alero.

 

El ángulo de pico mide granos de asfixia

y aventan el cansancio, abanicos las alas.

 

De una cuenca del muro, dos bocas pedigüeñas

tiritan la llorosa sonaja de sus voces,

salpicando el silencio con sus gotas de música.