Julio Cortázar escribe un microrrelato sobre un hombre que se pasó la vida contemplando un tornillo. La pieza estaba en el suelo durante el día y debajo del colchón, mientras dormía. Despertaba cada día y vuelta a esa observación, al tiempo de que se reían de él, lo tomaban por loco. El punto fue que, al morir el hombre, el tornillo desapareció y nadie sabía qué había ocurrido con ese elemento. La necesidad de entender qué había pasado, no les dejaba ver que “aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía forma de tornillo”, escribió Cortázar para subrayar que mientras otros seguían viendo un tornillo, el hombre había adivinado un mundo.
Esta historia es una de tantas con las que el escritor ha dado cuenta de la perversa animación de los objetos inanimados, tan elocuente y productiva para la construcción de gran parte de su literatura, como para explicar situaciones en la vida cotidiana. La media que no aparece, cuando estaba el par sumergido en el lavarropas, las tapas de los recipientes de plástico que abandonan a sus cuerpos-receptáculos, las cucharitas que se escapan del adocenamiento de la docena. Ante la alternativa de creer un destino vulgar, el tacho de basura, el olvido en la casa del primo en el último asado, el viento que todo lo vuela, tenemos la hipótesis de que los objetos, como recomendaba André Breton en el Manifiesto Surrealista, tienen “conciencia poética”. Por lo tanto, el escriba del Surrealismo dictaminó que: “en realidad nada se aprende, sino que únicamente se rememora. Así han llegado a hacérseme familiares muchos giros felices. Y no menciono la conciencia poética de los objetos, que no he podido adquirir sino con su contacto espiritual mil veces repetido. Fijar la atención no ya sobre lo real, o lo imaginario, sino, por así decir, sobre el reverso de lo real”.
Es verdad que esa vanguardia detectó la crisis existencial de los objetos y luchó para devolverles la “vida”. Viven las cosas si retornan a su inocencia primigenia: si se las mira y toca por primera vez. Ésta era la clave de Breton: “La rosa es una rosa. La rosa no es una rosa. Y sin embargo, la rosa es una rosa”, pero que se me permita este paréntesis, para arrastrar a “la rosa” en un movimiento provechoso de contradicciones menos benignas, en el que ella sea sucesivamente la que proviene del jardín, la que ocupa un lugar destacado en un sueño, la que no es posible apartar del ramillete óptico, la que puede cambiar totalmente de propiedades al pasar por la escritura automática, la que ya no tiene más que lo que el pintor ha querido que conservara de rosa en un cuadro surrealista, y finalmente, la que, completamente distinta en sí misma, retorna al jardín”.
Cortázar, como deudor de ese movimiento, en etapa tardía, ensayó las alternativas de insuflarle un nuevo aliento, transformar las cosas, una suerte de espíritu santo que sopló en la literatura argentina. Es en ese sentido (y otros más que veremos) que va la muestra Del cielo a casa, un panorama de la cultura material argentina desde principios del siglo XX hasta la actualidad, titulo deudor de un cuento y nombre de un libro de la escritora Hebe Uhart en que “los protagonistas de estos relatos se atienen a las pequeñas cosas, a las que pueden manejar”. De esta segunda vuelta, de una oportunidad nueva para seiscientas piezas, entre objetos, obras de arte y documentos, que constituyen la vida cotidiana argentina y que está organizada en constelaciones de pensamiento e intuición, sintetizadas en trece palabras que dan cuenta del devenir de la cultura material y de la historia argentina: “Argentum”, “Centro”, “Campo”, “Rutas”, “Antártida”, “Avanzada”, “Recreo”, “Siam/Di Tella”, “Cuerpo”, “Hogar”, “Cicatrices”, “Economía” y “Veraneo, según las palabras del equipo curatorial multidisciplinario que hizo la investigación y la realización.
La operación inicial podría enlistarse en, de nuevo, un procedimiento que viene con el legado de la vanguardia: sacar a los objetos de la circulación seriada y de consumo, sustraerlos de lo cotidiano, incluso del ámbito de lo doméstico y conocido, para ponerlos a funcionar bajo el techo (y el aura) del museo. Pelotas Pulpo, zapatillas, tazas de café del Florida Garden, tapas de discos, una vidriera, el microcoche Dinarg D200 (1960-61) con su envase de lavandina que indica que está en venta, proyectos extraordinarios, como el helicóptero Cicaré (1964), primer helicóptero diseñado y producido en el Cono Sur, ropa, tejidos, muebles, afiches. En ese traspaso está el gesto aprendido del siglo XX con sus dos estocadas al concepto de belleza, al arte tal y como se lo conocía, al acortamiento en la distancia entre lo público y lo privado, una nueva subjetividad y siguen las firmas en los manifiestos. A esto le podemos sumar a la vedette de este tiempo: el archivo. El que organiza el funcionamiento del pasado: lo que vimos alguna vez, lo que estuvo conectado, lo que está y lo que falta.
De esta manera, esta muestra suscribe a la idea del museo que inventó Orhan Pamuk, el novelista de Museo de la inocencia. “Su amor era tan grande que él conservaba todo lo que ella poseía, y al final también lo que ella podría haber poseído” es una cita de esa obra, pero también una premonición. En el ondulado barrio de Çukurcuma, donde vivía Fusun, la protagonista de esa novela de Pamuk sobre el amor en su obsesiva radicalidad como si fuera la única manera de concebirlo, el novelista construyó un museo. El fruto de las sustracciones que Kemal, el amante obsesivo, va haciendo a lo largo de los años que visita a su amada imposible tiene un espacio y una “realidad” fuera de las páginas de ese libro.
Colillas de cigarrillos, una taza de té y pequeños objetos de la vida cotidiana de Estambul de la década del 70, hasta el manuscrito de la misma novela y las lapiceras gastadas en su escritura pueden visitarse pagando una entrada y renovando un pacto con esa materialidad que reenvía a los conceptos básicos de lo ficcional, al tiempo que deposita en esos objetos una fuerza arrasadora de la emoción. Hasta el punto que podemos pensar que el amor tiene forma de olla, lapicera, galletitas y golosinas.
Mientras recorro la muestra, tarareo dos canciones. Primero los versos de “Aquellas pequeñas cosas”, de Serrat: “Uno se cree/Que las mató el tiempo/Y la ausencia/Pero su tren/Vendió boleto/De ida y vuelta/Son aquellas pequeñas cosas/Que nos dejó un tiempo de rosas/En un rincón/En un papel/O en un cajón/Como un ladrón/Te acechan detrás de la puerta/Te tienen tan/A su merced/Como hojas muertas/Que el viento arrastra allá o aquí/Que te sonríen tristes y/Nos hacen que/Lloremos cuando/Nadie nos ve”. Los pequeños versos del catalán se ajustan a la perfección a la experiencia emotiva, a lo que esos objetos con toda su trayectoria hacen en nosotros. Recordamos sus usos, dónde los vimos por última vez, evocan a nuestros muertos, entablamos conversaciones imaginarias.
La segunda que se enreda en los versos de la anterior, levemente más triste, es la de Armando Tejada Gómez y César Isella, “Las simples cosas”. Elijo la versión desgarrada de Chavela Vargas que la llora más que la canta: “Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas/Lo mismo que un árbol/Que en tiempo de otoño se queda sin hojas/Al fin, la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas/Esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón/Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida/Y entonces, comprende/Cómo están de ausentes las cosas queridas/ Por eso, muchacha, no partas ahora soñando el regreso/Que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo”. Para luego encontrar una hendija de luz en el consejo: “Demórate aquí/En la luz mayor de este mediodía/Donde encontrarás/Con el pan al sol, la mesa tendida”. En ambas, las cosas están en el lugar del amor, la esperanza, la pérdida, la tristeza. Pero, además, ellas mismas son esas experiencias vividas; la actualización de los sentimientos. Por lo tanto, esta es una exhibición en la que está permitido hablar sola, cantar canciones, sonreír y llorar, aunque me vean.
La selección
Las piezas provienen de diferentes archivos y colecciones públicas y privadas del país. Se destaca la colección del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, institución pionera que en 1963 dio al diseño vida pública al exhibirlo como producción cultural y como herramienta de desarrollo. Se suma además la Fundación IDA (Investigación en Diseño Argentino), fundación sin fines de lucro creada en 2013 y dedicada a la investigación, recuperación, conservación, difusión y puesta en valor del diseño nacional. Completa esta selección un conjunto de materiales audiovisuales: cortos institucionales, publicidades y filmes de época, pertenecientes a los archivos de la Filmoteca Buenos Aires, elegidos por Fernando Martín Peña (director de Malba Cine), y del archivo del Museo del Cine “Pablo Ducrós Hicken”, seleccionados por Raúl Manrupe y Andrés Levinson. La apertura coincide con los 60 años de la primera muestra de diseño en la Argentina (CIDI, 1963), y con el 40° aniversario del regreso de la democracia en Argentina. Junto con la exposición, Malba editará un catálogo, que incluye las seiscientas piezas que conforman la exposición y ensayos a cargo del escritor Martín Kohan y las curadoras Carolina Muzi y Verónica Rossi.
Contemporáneos
Hay tres instalaciones de artistas contemporáneos argentinos. Sofía Durrieu (Buenos Aires, 1980) presenta una escultura performativa de su serie “Arco reflejo”, en diálogo con el innovador instrumental quirúrgico creado por el doctor Pedro D. Curutchet en los años cuarenta, uno de los hitos históricos recuperados por esta muestra. Valentín Demarco (Olavarría, 1986) trabaja con una selección de mates, representados como el producto emblemático de la argentinidad y, desde la perspectiva de su obra, como objeto de goce sensorial y sexual. Daniel Joglar (Mar del Plata, 1966) continúa su experimentación con el movimiento y el reposo en un ensamblaje escultórico construido a partir de las pelotas Pulpo, que se ubica en el ingreso de la sala.
Ficha de la muestra
Equipo curatorial: Adamo Faiden, Leandro Chiappa, Gustavo Eandi, Carolina Muzi, Verónica Rossi, Juan Ruades, Martín Wolfson y Paula Zuccotti.
Hasta el 12 de junio de 2023
Fundación Malba. Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires
Av. Figueroa Alcorta 3415
Buenos Aires, Argentina.