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El 24 de mayo de 1973, el abogado Franco Ravelli se presentó en las oficinas que la empresa Six Flags Magic Mountan tenían entonces en el centro de Santa Clarita, California, con la copia impresa en tamaño oficio de una carta enviada por su clienta con el título “Into the black”, cuyo encabezado decía (traduzco): “Yo, Laetitia Bushakevitz, me declaro muerta en vida”. Más que una despedida (lo parece), el anhelo por no dejar de hablar, un modo de seguir reclamando. Después de todo.

El episodio, fabricado con astucia mercadotécnica por Ravelli y su clienta, generó bastante revuelo en los medios que también recibieron copia de la carta, de manera que empezó a operar en la psiquis colectiva el interrogante medular: ¿pueden en realidad perturbarnos física y mentalmente las atracciones de un parque de diversiones? La demanda que ambos habían iniciado años atrás aseguraba que sí; de hecho, y aunque de manera transitoria, la señorita Bushakevitz y el doctor Ravelli habían conseguido arrinconar a la industria del entretenimiento engordando expedientes con pruebas sólidas del desequilibrio que abrigó a Laetitia desde la primera vez que utilizó los servicios de una montaña rusa. La demanda incluía, además del resarcimiento económico para la damnificada (un incomprobable “latiguillo” cervical había afectado su manera de caminar y la “adrenalina desatada” por la exposición a los juegos había provocado en la paciente un “constante” estado de insomnio, pánico intempestivo, depresión galopante, y más, según el perito psiquiátrico contratado por la parte interesada), el cierre definitivo de los parques de atracciones en los Estados Unidos. Al poco tiempo de la carta, la demandante murió y la causa quedó archivada sobre el tendal de los años.

El episodio, fabricado con astucia mercadotécnica por Ravelli y su clienta, generó bastante revuelo en los medios que también recibieron copia de la carta

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Mientras enhebro esta pieza me encuentro en una simpática cafetería periférica del Europa-Park, predio colosal ubicado en Rust, a unos 35 kilómetros de Friburgo. Dividido en quince áreas, llamadas como los principales países europeos, cuenta con más de cien atracciones (Blue Fire, pfff, catapulta a los visitantes de cero a 114 kilómetros por hora en 2.5 segundos), entre las que destacan las dieciséis montañas rusas.

Exudo una fascinación incomprensible por los parques de diversiones. Desde niño. No de esa forma perturbadora en la que comentás los juegos en detalle; no retengo ese tipo de datos, esquivo la mensura. No, no, simplemente lo disfruto. A ver, dilato apenas tantito la ristra: Walt Disney World, Alton Towers en Reino Unido, Disneyland París, Legoland Tokio, Sun World Ha Long Complex en Vietnam, y así. Cuando vivía en Madrid, solía estirarme con amigos, unas cuatro o cinco veces al año, hasta PortAventura, en Tarragona. Este año, que anclé en la capital por dos semanas, fui a visitar por primera vez el Parque de Atracciones que anida en Casa de Campo.

Durante mi infancia, cada vez que pasaba un fin de semana en la ciudad, remontaba Callao hasta llegar a Italpark. Vivía a unas diez cuadras del predio, de manera que incluso siendo pequeño (9, 10 años) lo hacía sin problemas. La única condición es que me encargara de mi hermano, cuatro años menor que yo. Si bien las atracciones me resultaban cautivantes, lo que verdaderamente amplificaba mis glándulas perceptivas era la posibilidad concreta de elegir qué hacer con el dinero y con los tickets, sin pedir permiso, sin acordar con un adulto, sin esa mirada que amansa, cincela, frustra. Y entonces sí, el mundo entero cabía ahí, en ese instante.