CULTURA
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Wilcock, interpósita persona

Acaba de aparecer, con edición de Daniel Martino, “Wilcock”, de Adolfo Bioy Casares, extractos de sus diarios, citas y cartas en donde la figura del escritor argentino fallecido en Italia en 1978 aparece en primer plano, transcribiendo actitudes, comportamientos, parlamentos y sentencias en las que queda de manifiesto un modo de entender el mundo muy distinto al de Bioy e incluso muy distinto al de Borges, y donde refulge, como una estrella inagotable, la luz de Silvina Ocampo.

El libro Wilcock, de Adolfo Bioy Casares
El libro Wilcock, de Adolfo Bioy Casares | Cedoc

Por razones que resultan insondables, existen en el arte campos de atracción absolutamente indestructibles, una suerte de fuerzas gravitacionales que nos imantan de manera permanente frente a determinadas obras, objetos, circunstancias o personajes (que pueden ser la muerte, los libros, los monstruos o el miedo). A esa oscura materia pertenece la obra y la figura de Juan Rodolfo Wilcock, o  al menos de esa manera operó sobre mi su extraño sortilegio, a cuyo hechizo primigenio debo haber venido hace ya bastantes años a curtirme bajo el sol de Buenos Aires.

Como en todo ensayo de descripción ajena, el ejercicio demuestra más del testigo que de la víctima

Lo primero a resaltar es la naturaleza híbrida del libro. Preparado por Daniel Martino –con un aparato de notas que redondea pasajes para beneficio de la erudición extravagante–, el libro sigue un método parecido al realizado con el mastodóntico Borges, puesto que Martino ensambló el libro a partir de “fragmentos extricados de sus Diarios personales, de sus agendas, de su correspondencia, de su obra édita y aún de sus declaraciones en revistas y cuestionarios”. Se trata de un testimonio más o menos oblicuo, que se inscribe junto a obras como El último Bioy, Mario Levrero: Un silencio menos o Fogwill: Una memoria coral, entre otras rarezas parecidas.

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La riqueza del tomo descansa en la potencia del personaje, autor de una literatura única, crudelísima, anómala y excéntrica, sostenida por una inteligencia elusiva que da muestras de genialidad palmaria, una ilustrada majadería, cierta claridad nocturna y una insolencia aristocrática nacida con seguridad de una pobreza material rigurosa: este libro es una suerte de fotografía velada de uno de los autores más originales del siglo XX.

Conversación entre amigos, la figura de Borges es central, como no puede ser de otra manera. Al respecto de su conversación, Wilcock acota: “Es lenta; Borges piensa, organiza; la mitad está hecha de repeticiones, de lo que siempre dice; la otra mitad, de creaciones prodigiosas”. Por su parte, la de Borges sobre Wilcock revela, en su antipatía, la complejidad del referido: “tal vez lo que él tiene de odioso asoma en sus libros. O es odioso o es servil, o peor aún, las dos cosas a un tiempo. No es un caballero. No parece independiente nunca; depende de uno, está atado a uno, por la hostilidad o la obsecuencia”. Y sin embargo, queda claro que la diferencia, más que de tono, es técnica, como señala el mismo Wilcock: “Vivimos atados a las bibliotecas. Yo no podría escribir sin las bibliotecas, porque copio todo. No tengo memoria. Estoy seguro de que leí mucho más que Borges, pero él tiene memoria y yo no, y ves el resultado”.

Como en todo ensayo de descripción ajena, el ejercicio demuestra más del testigo que de la víctima; así, durante los primeros años es continuo el recelo permanente de Bioy; su suspicacia frente a sus maneras torvas –que también señala Silvina– elementos que se van transformando con el tiempo a causa del el cariño genuino que le despierta su conversación luminosa: “Es un hombre inteligente, es un escritor capaz. Desde luego, en cuanto a la conducta, por momentos parece loco. Con las mejores razones se equivoca, burdamente y en su propio prejuicio. ¿Carecerá, tal vez, de instinto, de sentido de la realidad, de sentimientos? Alguna deficiencia debe explicar tanta locura”. 

Las mejores partes, sin embargo, son aquellas cuando Wilcock ejerce con sigilo de gato y zarpazo de tigre la ironía y la maledicencia, como al describir a Octavio Paz, a quien considera un poeta mediano demasiado preocupado por la figura del intelectual: “Agregó que un amigo le había explicado que no había que atribuir demasiada importancia a Octavio Paz, que ni siquiera había que pensar que era el peor poeta del mundo” o sobre Italo Calvino, “famoso, menos tonto en la conversación que por escrito. Lo sitúan entre Borges y Cortázar… qué triste”.

Lúcido, algunas de sus consideraciones se mantienen: “¿Por qué en Buenos Aires se devoran todos entre todos? Respuesta: porque no les dan dinero para entretenerse. Es como una guerra civil bajo las cenizas; la humanidad no ya en espera, sino en acción; la vitrina del futuro de los pobres”. Otras, muestran un humor particular:  “el centro de Roma es impenetrable en automóvil, y no voy nunca. Sería mejor que nos viéramos en un sanatorio; tal vez, considerando los años vividos, en un salón de belleza”. Algunas más son citas perfectas, como ésta que hace Bioy citando a Wilcock que cita a Joyce: “el exilio es una larga deuda con el país, que se paga entera al momento del regreso”.

Las mejores partes son aquellas cuando ejerce con sigilo de gato y zarpazo de tigre la ironía y la maledicencia

Y sin embargo no deja de ser un libro de Bioy, quien demuestra, una vez más, que lo mejor que escribió fueron sus diarios, impresiones sobre los otros que dibujan las aristas de su rostro: “¿cómo escribir un diario sin decir toda la verdad? ¿cómo en toda la verdad no va a entrar la descripción de ridiculez de las personas que frecuentamos?”

Hace rato que en la Argentina se publican libros extraños, singularísimos (por oposición a tanta anodina baratija bajo el nombre de novela); éste tomo hecho de citas, anotaciones y susurros es uno de los más valiosos de esa 
lengua.n