Son las 17.40 del 25 de junio del 78. Argentina acaba de ganar la Copa del Mundo por primera vez, las tribunas estallan, las calles empiezan a cubrirse de celeste y blanco, las bocinas se activan; el que no salta es un holandés. En ese exacto momento, el capitán de corbeta Jorge Acosta saluda a cada detenido con un apretón de manos y a cada detenida con un beso. Terminó de mirar la final en un aparato en blanco y negro en la Esma junto con otros oficiales y un grupo de desaparecidos. Está eufórico. “¡Ganamos, ganamos!”, les grita el Tigre. Afuera todo es celebración, desahogo. En el Monumental, los jugadores se abrazan, lloran, agradecen al cielo. Nada ni nadie podrá opacar esta fiesta de todos. José María Muñoz sentencia desde la cabina: “El fútbol ha hecho el milagro del país, de este país maravilloso, atacado por aquellos que no nos conocen”. El eco de la arenga de Muñoz llega hasta la celda colectiva del centro clandestino El Banco, donde Guillermo Möller sigue tirado, vendado, esposado, casi desnudo. Un grupo de tareas lo secuestró en la pensión de Chacabuco 1181, en San Telmo, hace unas horas, antes de que comenzara la final. La sesión de picana lo dejó apenas consciente. No registra los gritos de los guardias ni los bocinazos que llegan de la Riccheri.
Son las 17.40 del 25 de junio del 78 y en este instante, en este intenso y aterrador instante, en el país de los 25 millones de argentinos se mezclan la emoción y el horror, la ingenuidad y el sadismo, los gritos y los alaridos.
Porque el Mundial 78 no es solo los goles de Kempes, las tapadas del Pato Fillol y las calles tomadas por millones de argentinos. La primera estrella también son los miles de desaparecidos que ese 25 de junio del 78 a las 17.40 padecieron esa justa deportiva sin igual en los centros clandestinos y que los jerarcas de la dictadura pretendieron recluir en los sótanos de la memoria.
El esclavo que filma. Carlos Bartolomé está a un costado del campo de juego del Monumental. Llegó con una cámara, un trípode y una misión: grabar la final del Mundial. Toma al árbitro Sergio Gonella cuando hace sonar el silbato y a Omar Larrosa cuando llega a la carrera para pedirle la pelota. Hace zoom en Tarantini y en el Pato Fillol cuando se dan ese abrazo del alma que será eterno. Registra a Luque cuando un desconocido le quiere arrebatar la camiseta. Enfoca a Passarella subido a los hombros de quién sabe. Abre el plano para tomar al resto de los jugadores que están desencajados, corren, saltan y se mezclan entre fotógrafos y colados que enturbian la escena.
Carlos graba todo. No conoce el destino que les darán a estas cintas, pero graba. Tiene que grabar. Está obligado a grabar. La presencia del custodio que tiene al lado le recuerda todo el tiempo que su misión es grabar. Antes de que lo secuestraran en mayo del 76, Carlos había sido militante de la Juventud Peronista y productor de medios audiovisuales. Por eso, en la Esma los represores le exigieron que grabara informes televisivos que iban a usar como propaganda. Viajó a Mar del Plata para filmar desfiles y hasta lo llevaron a Madrid para que realizara un documental sobre la Semana de la Moda y el Arte Argentino. Es un desaparecido que sobrevive como esclavo. En una hora, cuando terminen de entregarles las medallas a los campeones del mundo, volverá a la Esma, volverá a la venda, a los grilletes, al horror.
El alivio de un triunfo. Mario Villani está en el centro clandestino de detención El Banco con la puerta de la celda abierta, la mirada clavada en el televisor y una sensación de alivio que le afloja los músculos. Tiene 38 años y hace seis meses lo secuestró una patota del Ejército cuando salía de su casa en Parque Patricios. Por sus conocimientos de electrónica lo usan como mano de obra esclava para reparar aparatos que roban en los operativos. El viejo televisor donde pudieron ver los partidos del Mundial, por ejemplo, lo arregló Mario. Esa pantalla en blanco y negro lo mantuvo en tensión durante tres horas. Recién ahora esos jugadores en éxtasis y las tribunas repletas de hinchas con banderas celestes y blancas lo relajan. Mario y los compañeros y las compañeras secuestradas en ese centro clandestino necesitaban más que nadie que Argentina saliera campeón. Pero no por cuestiones pasionales. Hace dos semanas la Selección perdió con Italia, los torturadores se ensañaron con los detenidos y les aplicaron sesiones de picana más violentas y perversas que de costumbre. Otra derrota, y nada menos que en la final, hubiera sido intolerable.
Un tal Ignacio. Laura Carlotto está en La Cacha, desaparecida desde noviembre. Cuando se la llevaron estaba embarazada de dos meses y medio y ahora tiene la panza que le estalla. Practica las técnicas de respiración que le enseñó Rosita, otra de las detenidas. Intenta caminar, pero apenas se puede mover. El piso de la celda es sucio y áspero, y ahí tirada piensa en ese bebé que le van a entregar a su mamá Estela y a su papá Guido. Eso fue lo que le prometieron.
Los guardias pusieron la radio a todo volumen y el Gordo Muñoz contagia euforia, pero Laura es indiferente a esa celebración ajena. Intuye su destino y confía en que su madre y su padre van a criar con amor a ese bebé que ya está por llegar. Los represores van a esperar a que termine la ceremonia de las medallas para trasladarla al Hospital Militar, donde al día siguiente, vendada y esposada a una camilla, va a parir a un varoncito. “Te llamarás Guido, como tu abuelo”, le dirá al oído. A las cinco horas la volverán a llevar a La Cacha sin su bebé. Dos meses más tarde será asesinada. Treinta y seis años después, un tal Ignacio sabrá que su nombre es Guido.