—Los vamos a ayudar, pero va a costar.
Independiente le gana 1-0 a Vélez. Con susto, pero gana. La fecha siguiente llega Racing: Miranda y Santana, dos a cero. Seis puntos de nueve es un buen número. Todo parece indicar que el descenso fue una pesadilla, que el conflicto ahora lo tendrán Quilmes o Argentinos, tal vez San Lorenzo. Pero no, la ilusión dura un suspiro. Arsenal y Godoy Cruz vuelven a poner el fantasma en su lugar. Otra vez la incertidumbre, otra vez a contar decimales, otra vez el miedo. Hay que hace algo. Farías está cada vez más lejos de los goles a Boca, el Rolfi parece su hermano Ariel, Leguizamón sigue roto y lo de Caicedo es cada vez más oscuro. Definitivamente, hay que hacer algo.
Hechizo de luna. Omar Rodríguez se define como hincha, socio y amante de Independiente. El hombre anda por los setenta, nació en Mendoza pero pasó su infancia en un pueblito llamado La Aguada, en San Luis. Llegó a Buenos Aires cuando era adolescente, y uno de los primeros paseos en la gran ciudad fue a la Doble Visera. Ahí nació el amor. Se entiende, entonces, que ahora sienta que no puede mirar con los brazos cruzados cómo se hunde su club, que no tolere la actitud de músico del Titanic. Entonces se reprocha: hay que hacer algo.
Tal vez fueron los penales que erraron Farías y el Rolfi. O las oportunidades de gol que desaprovecharon todos los delanteros que lo intentaron. Quizá el detonante fue la certeza de que los rivales llegaban una vez y la embocaban. En una de ésas reparó en que cuando Independiente juega bien apenas empata, y que pierde cuando juega más o menos. O todo eso junto. La cuestión es que esas adversidades que muchos definieron como mala suerte para Omar fueron evidencias. Fue en ese momento cuando se acordó de Don Sixto.
Don Sixto tiene 105 años: nació cuando Independiente tenía apenas tres y recién se instalaba en Avellaneda. Vive en un rancho de adobe, perdido entre los montes de La Aguada, ese pueblo puntano donde el socio, el hincha, el amante de Independiente pasó su infancia. La casa más cercana está a cinco kilómetros, y la única forma de llegar es a caballo o en carreta. Allí, sin luz, sin nada material y sin contacto con el mundo, don Sixto expone su mayor orgullo: es descendiente de un cacique de la tribu de los ranqueles. Esos antepasados le dejaron como legado el amor a la tierra, el apego a su gente y un conocimiento ancestral: la hechicería.
Omar supo del poder de don Sixto desde que era pibe. Fue testigo de curaciones imposibles, escuchó cientos de milagros inesperados. La magia que heredó el viejo hechicero siempre fue un mito. Entonces, Omar razonó: si don Sixto le podía ganar un mano a mano a un cáncer, cómo no iba a devolverle el gol a Farías; si lograba reparar un hueso quebrado, por qué debería tener inconvenientes para que Montenegro volviera a ser Daniel; si con rezos y yuyos podía aliviar dolores imposibles, cómo no iba a bajar la persiana de nuestro arco. En definitiva, si salvó a tanta gente de la agonía, también lo haría con Independiente.
Con la convicción de que estaba frente a la única solución posible, el amante del Rojo llamó por teléfono a Charito, la hija de don Sixto, que vive en San Luis capital. Le pidió que buscara una foto de la cancha y que se la llevara a su padre. La hija del hechicero, que también ronda los 70, cumplió la misión sin hacer preguntas.
Cuando Charito llegó a La Aguada, tuvo que dar explicaciones. Es que en sus 105 años don Sixto jamás había visto un partido de fútbol, ni siquiera sabe de la existencia de un deporte llamado de esa manera. Y mucho menos que el mayor exponente de esa actividad sea un tal Ricardo Bochini. Pero lo que el viejo ignora tampoco importa, porque sabe, y mucho, sobre otras cuestiones que hoy pueden ser tan determinantes como un penal bien pateado.
Cuando le mostraron la foto del Libertadores de América, le tuvieron que explicar que ése era un terreno, un gran terreno, donde se junta gente que usa ropa roja que podría considerarse como una familia. Con esos datos escuetos, don Sixto estudió la imagen, se tomó unos segundos para pensar y destrozó la incertidumbre con una frase lapidaria: “Todo este terreno está infectado”. Lo que agregó fue igual de alarmante: “Y la familia también”. Antes de pedirle a su hija que volviera el día siguiente con algunos metros de cinta roja, el viejo hechicero lanzó la única frase esperanzadora de la jornada:
—Los vamos a ayudar, pero va a costar.
El exorcista. El paquete voló de San Luis a Ezeiza, hizo escala en Ciudad Evita y por ahí lo pasó a buscar Omar. Fue de mano en mano, de amigo en amigo. Llegó unos días antes de un partido clave: Independiente-Unión en Avellaneda. Cuando el amante lo desenvolvió, se encontró con los amuletos que torcerían el destino de Nacional B. Eran dos objetos cilíndricos, macizos, de unos diez centímetros, envueltos con la cinta roja y cubiertos de yuyos. No venían con instrucciones, no hacía falta: Omar iba a enterrar uno en cada arco.
Una gestión con un dirigente conocido le abrió las puertas del Libertadores de América la noche previa al partido clave. Ese jueves, cerca de las ocho, Omar pisó el césped con la intensidad del que tiene por delante una de esas finales en las que hay que poner cinco delanteros. Se sintió un mensajero, un enviado. Al estadio apenas llegaban resabios de luz natural. Tres sombras cruzaron el terreno todavía húmedo por el riego y cumplieron con la misión. El acto fue sencillo, solemne: hicieron un pozo detrás de cada arco y depositaron los amuletos.
Fue en ese momento, después de la ceremonia, que Omar se enteró: hacía semanas que el estadio de Independiente era el receptor de todos los hechizos, maleficios y brujerías posibles. La entrada sobre la calle Bochini fue un catálogo de ocultismo: sangre, restos de comida, botellas con líquidos dudosos, ornamentos florales y otros “trabajos” malditos. El conjuro tenía que ser muy fuerte para que pudiera ganarle a tanta energía negativa. Más que nunca, la suerte del Rojo dependía de don Sixto.
Cuando la noche siguiente los delanteros de Unión empezaron a errar situaciones imposibles, parecía que el milagro se consumaba. Y cuando el pibe Adrián Fernández convirtió, Omar se sintió como si hubiera sido el autor del pase gol. Era el sexto festejo en nueve fechas, y el primero del torneo que llevaba la firma de un delantero. En esa platea que ocupa hace años, el amante del Rojo lanzó un agradecimiento que recorrió 650 kilómetros.
Pero el envión brujeril duró poco. Llegó el empate de Unión, el despido del Tolo Gallego y la llegada de Miguel Brindisi. Hilario al arco y Battión de cinco. Farías que se come otra imposible, Mancuello que recibe una roja y la derrota con Rafaela. Todo es desazón. La sensación de un final anunciado pese a todo.
Ya lo dijo el viejo sabio.
—Los vamos a ayudar, pero va a costar.