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opinión

Uruguay cayó preso de su lógica

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Inexplicable. De Arrascaeta brilló en una selección, que no lo supo explotar. | afp

Con la fuerza terca y prepotente de los hechos, la tristeza y la amargura se impusieron en el Uruguay este viernes 2 de diciembre. Es que Uruguay, un país donde el fútbol es tanto un juego como un deporte, un hecho cultural y un fenómeno sociológico, quedó eliminado del Mundial de Qatar, el último que jugaron Suárez, Muslera, Godín, Cavani y Cáceres, miembros de una generación que, con un Diego Forlán esplendoroso, llegó a su apogeo durante el Mundial de Sudáfrica y la posterior Copa América de Argentina.

Tras haber superado con ímpetu, fútbol y un enorme envión anímico la última etapa de las Eliminatorias, en las que su suerte parecía echada, Uruguay llegó al Mundial abrazado a la impronta que le había impreso su entrenador, Diego Alonso, designado por la AUF luego del despido de Óscar Tabárez, pese a los escasos méritos que acumulaba su currículum.

Pero el ciclo de Tabárez estaba terminado, el desgaste entre el entrenador y los referentes del plantel era grande, y el Maestro había incurrido en una serie de pecados relacionados a un estilo de conducción rígido y anquilosado que hacía que su continuidad se volviera imposible.

Sin embargo, la contratación de Alonso, para cuya llegada fue fundamental la intervención de Luis Suárez pero, muy especialmente, de Diego Godín, no incluía la supresión de las virtudes de Tabárez, magistral en el manejo de grupos, sino la mejoría de sus defectos.

Por eso llamó tanto la atención de los aficionados la ausencia de jugadores de primer nivel sudamericano en la lista del Mundial, como Joaquín Piquerez y David Terans, y la presencia de futbolistas que ni siquiera estaban aptos para competir en ligas locales de bajo nivel, como el propio Godín, cuyo liderazgo y cuya injerencia extradeportiva perjudicaron, esta vez, los intereses que había jurado defender.

En esa situación vidriosa llegó la Celeste a Qatar. Y así se mostró: con críticas al técnico de líderes históricos y positivos, como Josema Giménez y Edinson Cavani, con un planteo caricaturescamente conservador de Alonso, y con formaciones tácticas más propias de ligas de ascenso del Río de la Plata que de una Copa del Mundo.

Por eso fue triste, pero predecible, que Nicolás de la Cruz jugara tan poco, que Giorgian De Arrascaeta, la gran estrella del Flamengo, fuera subutilizado, que Godín ocupara un lugar que por rendimiento deportivo no le correspondía y que aparecieran fuera de puesto jugadores tan determinantes como Darwin Núñez, quien fue tanto puntero como lateral/volante, y Federico Valverde, a quien, en orden a que su talento no aflorara, solo le faltó ser líbero.

Es cierto: Uruguay mereció ganarle a Ghana, Núñez realizó un esfuerzo monumental, Suárez mostró una jerarquía y un amor propio dignos de los grandes, Bentancur volvió a exhibir una elegancia y una calidad admirables, Cavani luchó en el final y De Arrascaeta hizo bailar a la Celeste al ritmo de sus pies mágicos, aunque penosamente desaprovechados. Además, a la selección pudieron haberle cobrado, en opinión de especialistas como Javier Castrilli, al menos un penal a favor.

Pero si Uruguay era “De Arrascaeta y diez más”, como aseguró Diego Latorre, la eliminación por goles a favor con Corea era previsible por la avaricia con que Alonso revistió sus planteos y sus alineaciones, y -acaso esto sea lo más lamentable- por la influencia que actores foráneos al cuerpo técnico ejercieron, en al menos uno de los partidos del Mundial, en el armado de un plantel cuyos mejores exponentes no merecían este final.