El doctor Facundo Manes es egresado la Universidad de Buenos Aires, ha hecho cursos de posgrado en Inglaterra y los Estados Unidos, y es fundador y director de Ineco y del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro.
—Usted dice, doctor, que éste es un país bipolar, pero ¿qué es exactamente la bipolaridad?
—Mire –explica Manes–, el cerebro tiene mecanismos de regulación para que nosotros actuemos ante situaciones de demanda con alta energía que requieren mucha atención, pero también tiene situaciones, mecanismos de regulación, para situaciones más tranquilas, más relajadas. El contexto varía. Y nosotros tenemos mecanismos cerebrales que adaptamos a ese concepto que varía. En el trastorno bipolar hay fallas en la regulación cerebral para ajustar los estados de ánimo. Nos encontramos entonces con episodios maníacos en los cuales las personas están muy aceleradas, tienen energía como para cambiar el mundo, se ponen verborrágicas, y también encontramos allí episodios depresivos que, en general, son los más habituales. A veces, también, hay episodios depresivos mixtos en los que encontramos un poco de manía y otro poco de depresión, y también situaciones de hipomanía donde también hay una aceleración que no es tan grave o tan impresionante como la manía. Se trata de una enfermedad de la cual surgen los mecanismos reguladores del ánimo que tiene el cerebro humano.
—¿Es cierto lo que dice la Organización Mundial de la Salud cuando considera que los trastornos bipolares son la sexta causa de discapacidad en el mundo?
—Sí. Hoy las enfermedades mentales producen un enorme impacto. No sólo en el paciente y en su familia, sino también a nivel de países. Por ejemplo, la depresión, la ansiedad, el trastorno bipolar, la enfermedad de Alzheimer son justamente enfermedades que se extienden más allá de la problemática médica y se incorporan a la problemática de un determinado país porque tienen implicaciones socioeconómicas terribles. Son de gran prevalencia, y como en el mundo los humanos estamos viviendo más tiempo, y también gozamos de una gran expectativa de vida, ¡estas enfermedades ya se han convertido en epidemias! Por lo tanto, los Estados deben estar preparados para afrontarlas. También, como país debemos pensar cómo encararán esto el paciente y su familia, y cómo lograr recursos para mejorar la vida de tanta gente.
—Llama la atención que personajes como Winston Churchill o Beethoven, reconocidos en vida como talentosos y poderosos, ¡sufrían trastorno de bipolaridad! ¿Cómo se explica esto? ¿Acaso la enfermedad no expresa también alguna insatisfacción del organismo?
—Ha quedado aclarado que esto no tiene que ver con motivos de crianza o con experiencias personales de infancia, pero hay en la enfermedad una gran influencia genética, así como otros trastornos psiquiátricos. Le reitero que aquí la genética juega un papel importante porque indudablemente la conducta humana es una combinación de la predisposición genética y del entorno sociocultural del ambiente en el que se mueve la persona. Pero, le reitero: la genética tiene claramente una incidencia en esto. Si la enfermedad o la depresión son bien atendidas (me refiero a la ansiedad, o al trastorno bipolar en este caso del que estamos hablando) con un buen tratamiento, una persona puede incluso tener una vida normal. De hecho hay una discusión académica sobre qué es lo normal en una enfermedad mental.
—Disculpe mi ignorancia, doctor, pero, entre comillas, ¿qué es lo normal?
—Es difícil establecer un concepto de normalidad desde lo mental, pero básicamente muchos de los síntomas de depresión, de ansiedad, de hiperactividad son normales en nosotros. Todos tenemos un poco de ansiedad, de síntomas depresivos, de síntomas ansiosos, de hiperactividad… ¿Cuándo, entonces, son normales o anormales? Uno diría que, en general, en la patología mental cuando estos síntomas empiezan a afectar lo laboral, lo social o lo familiar (en síntesis, nuestra actividad en distintas esferas), uno debería hablar de que se está cruzando la barrera de la normalidad. Todos tenemos algunos síntomas de estas problemáticas mentales, pero cuando estos síntomas se hacen tan fuertes que afectan nuestro desempeño laboral, social, económico o familiar, diría que se está cruzando la barrera de la normalidad.
—Volviendo a un caso que usted mencionaba en un artículo suyo, ¿cómo Churchill, uno de los vencedores de la II Guerra Mundial, podía sobrellevar estos síntomas? Incluso soportarlos…
—Y si leemos la biografía de Churchill, también nos preguntamos “¡cómo se lo pudo bancar!”. Bueno… los líderes tienen esa cosa de resiliencia, que es un aspecto interesante que se está investigando en la neurociencia. En cierta manera, la resiliencia es la capacidad de enfrentar y recuperarse en situaciones adversas, y hay muchos datos interesantes acerca de cómo el cerebro tiene diferentes mecanismos que influyen en la resiliencia. En general, se puede decir que pensamos de acuerdo con la manera en que sentimos. Si yo veo todo tóxico, me voy a sentir mal. Si pienso que mi interlocutor desaprueba lo que digo, me inhibiré; etcétera. En cierta manera sentimos según lo que pensamos. En cambio, los que tienen una posición más positiva y tratan de interpretar las situaciones adversas de la vida con más optimismo tienen más resiliencia. Seguramente, entonces, estos líderes han tenido resiliencia, fuerza de voluntad, motivaciones o también una mirada a largo plazo. Esto es lo que esperamos de los líderes para enfrentar situaciones difíciles o una calidad de vida angustiosa como la que puede haberles tocado.
—De acuerdo con esto, entonces, el líder debe vivir con muchas inquietudes… ¡O acaso no advierte la magnitud de la situación?
—Bueno, hay un libro muy controversial que se publicó en Estados Unidos y que justamente habla de la patología mental en los líderes, y su autor sostiene que ahí se trata de cierto grado de psicopatología que a veces puede ser útil para el líder. El líder tiene que tomar decisiones bajo estrés. Y muchas veces tiene que decidir en un contexto extremo en el que alguien mentalmente “normal” no podría estar capacitado para tomar justamente esas decisiones, que, en determinados casos, cambiaron el destino de la humanidad. Aquí se da un debate en el campo de la ciencia. Yo no quisiera tampoco tomar una postura extrema –explica el doctor Manes–, pero este debate científico plantea cuál es el recurso mental necesario para un liderazgo. Y, también, si hay un recurso mental que sea más favorable para los liderazgos.
—¿Y ese recurso mental existe?
—Uno de los estudios que hizo el doctor Beshara mostró que jugadores que apostaban en la Bolsa tenían un estado comparable con el de quienes presentaban lesiones frontales en las cuales el cerebro estaba afectado. Los que tenían lesiones frontales, mientras perdían seguían apostando y finalmente ganaban, mientras que la gente “normal” al comenzar a perder dinero se retiraba de la operación. Entonces vemos que, en ciertas situaciones de estrés, de extrema tensión, cierta afectación mental o cierta frontalidad ¡puede influir positivamente en la toma de decisiones! Esto es justamente lo que se debate en el libro que le mencionaba. Es un tema muy actual. La posición sobre la toma de decisiones en situaciones de liderazgo es algo que, seguramente, va a llamar la atención de la ciencia en los próximos años. Le diría, incluso, que ya hay mucho interés en el tema.
—¿Estos fenómenos se manifiestan en la infancia?
—Hay enfermedades mentales que aparecen en el desarrollo. Muchas de estas enfermedades, como depresión, bipolaridad, incluso la esquizofrenia, son consideradas hoy enfermedades del desarrollo y luego acompañan a la persona durante toda su vida. El tratamiento específico puede ayudar a que la calidad de vida del paciente mejore, pero nunca se cura. Tampoco se curan la hipertensión ni la diabetes. En estos casos la medicina acompaña con tratamientos específicos, y si uno es diabético y cumple con el tratamiento específico, va a andar bien, mejor, ¡pero no va a curarse de la diabetes! Con estas enfermedades ocurre lo mismo. Uno se puede tratar, pero nunca habrá una cura en el largo plazo.
—Usted decía recién que, actualmente, la gente vive mucho más. ¿Esto permite un estudio más profundo de los problemas vinculados con la salud?
—Sí, por supuesto. Un ejemplo muy importante y que afecta a la sociedad es el Alzheimer. ¡El Alzheimer ya es una epidemia! Fíjese que hoy hay alrededor de 37 millones de personas en el mundo que sufren el mal de Alzheimer. ¡Imagínese ciudades como Buenos Aires o Nueva York llenas de gente con Alzheimer! Esta enfermedad se duplica potencialmente después de los 60 años. No es algo normal. Es una enfermedad. Hay también gente de cien años que está intacta intelectualmente.
—¿Cuál es el mayor factor de riesgo para contraer Alzheimer?
—Como le decía, el mayor factor de riesgo es la edad. A medida que vivimos más, aparecen enfermedades de mayor prevalencia que antes. Pero, por ejemplo, aún hoy no sabemos exactamente cuál es la causa del Alzheimer. Hay teorías que tratan de dilucidar qué es lo que ocurre en el cerebro. Claramente se mueren neuronas, hay cambios específicos en el cerebro de la gente con Alzheimer, y nuestro desafío (el futuro desafío de todos los investigadores) es tratar de detectarlos. Creo que en una década se podrá advertir qué persona normal tendrá también, en diez o 15 años, la enfermedad de Alzheimer. Lo que sí sabemos hoy es que los cambios en el cerebro ocurren veinte años antes de que los síntomas comiencen a presentarse. O sea que una persona que a los 70 años sufre un Alzheimer ¡quizás comenzó a tener síntomas a los 50 años! En las próximas décadas, entonces, vamos a tener herramientas para detectar qué persona normal tendrá Alzheimer en el futuro. Y quizás ahí también se encuentre la llave como para curar esta enfermedad, atacándola antes de que genere los síntomas. Tal vez esto sea una buena ventana para lograr tratarla a tiempo.
—¿Se considera al Alzheimer una enfermedad absolutamente mental, o tiene un componente orgánico?
—Sí, tiene. Es una enfermedad cerebral en la cual se mueren neuronas, se gasta el cerebro, hay atrofia cerebral ya que es una enfermedad degenerativa y progresiva que afecta el cerebro y que también afecta la memoria y las capacidades intelectuales. Afecta la conducta y, al mismo tiempo, la actividad de la vida diaria. Por ejemplo, alguien con Alzheimer que es contador no podrá seguir ejerciendo sus funciones como tal. Lo mismo ocurre con un médico. ¡Y no son sólo problemas de memoria, que todos tenemos a partir de los 40 años! A partir de ese momento comenzamos a perder memoria pero, por suerte, ¡en la vida uno olvida casi todo! ¡Olvidar es un fenómeno maravilloso! Sólo recordamos los momentos emocionales, sean buenos o malos. De no ser así, nos convertiríamos en Funes el memorioso, que debía vivir 24 horas para recordar las otras 24 del día anterior. Por suerte el cerebro tiene un mecanismo de olvido y, reitero, sólo recordamos las cosas que nos emocionan.
—Pero también tenemos la capacidad de recordar las cosas que nos angustian.
—Por eso le decía que recordamos las cosas que nos emocionan. Tanto positiva como negativamente. Incluso hay estudios sobre gente con estrés postraumático (por ejemplo, los que sufrieron las inundaciones en La Plata). Seguramente, en la próxima tormenta, en su cuerpo se desencadenarán ciertos mecanismos porque su memoria recordará toda la tragedia que vivieron. Se está trabajando entonces sobre lo que sabemos acerca de cómo funciona la memoria humana para tratar de encontrar una mejoría en el estrés postraumático que consiste, justamente, en memorizar hechos traumáticos.
—Y en nuestra sociedad argentina, ¿cuáles son las dolencias psíquicas que más nos afligen?
Manes hace una pausa y explica:
—Yo diría que la mayor dolencia de los argentinos es pensar en el corto plazo y tener una miopía del futuro. ¡Es una enfermedad que arrastramos como país! Vemos ahí cómo el ser humano toma sus decisiones, y en esto a veces hay que frenar la recompensa inmediata pensada en el corto plazo. Y por una sencilla razón: ¡a veces lo que da una recompensa inmediata no es bueno para el largo plazo! Y los argentinos, como sociedad, tenemos una enfermedad que no mira el largo plazo. Adolecemos de miopía del futuro y tenemos que trabajar en eso.
—Bueno, ¡pero ésa es una respuesta sociopolítica!
—¡Exactamente! ¡Es cierto que nunca le escapo a lo sociopolítico! –comenta, risueño–, pero, además, en Argentina (como en otras sociedades), en un mundo con tanto nivel de estrés, aumentan la ansiedad y la depresión. El estrés crónico produce depresión. Digamos también que la respuesta del estrés a veces es normal. Si salimos los dos a la calle y alguien le quiere robar el celular y para eso le apoya un revólver en el pecho, habrá en usted una serie de cambios corporales (sangre que va a los músculos, pupilas dilatadas, taquicardia, etcétera), pero si está permanentemente con ese sistema de activación se producirá un estrés patológico. Porque cuando el estrés se prolonga en el tiempo se hace patológico. Y ese estrés crónico produce depresión. Pero esto no sólo es válido para Argentina en particular. En general, el mundo está viviendo una existencia con tantos estímulos, con tanto estrés crónico que eso favorece situaciones de depresión y ansiedad.
—Hay otro tema, el de la virtualidad, que debe haber influido en los cambios que nos afectan, ¿no es cierto? Recordemos que hace veinte años prácticamente no hablábamos de internet ni usábamos celulares.
—En efecto. Hay una gran línea de investigación acerca de cómo la tecnología afecta nuestro cerebro. Una de las opiniones compara este fenómeno con lo que fue el fenómeno de la escritura, o cuando se descubre la imprenta. ¡La estructura del cerebro no cambia de una década a otra! ¡O de un siglo al otro! Cambia en miles de años y nosotros, como especie humana, hemos tenido influencias como la que hoy aparece con la tecnología. La escritura, el arte, la imprenta significaron cambios tremendos para nuestro cerebro, pero no esperemos un cambio anatómico en él porque tenemos un celular, Twitter o Facebook o internet. ¿Qué puede pasar, entonces? Bueno, que personas con rasgos compulsivos, medio obsesivas, van a chequear muchas veces Twitter, e-mails, Facebook, internet. Esto va a ser como un gatillo. Como un asmático que entra a un lugar con polvo al que es alérgico. Entonces, ante conductas obsesivas previas e impulsivas, ¡esta nueva tecnología produce un gatillo de más obsesiones y compulsiones por chequear todo ese mundo! Sin embargo, para las personas que no tengan esas obsesiones previas, la tecnología puede significar un mecanismo de bienestar muy importante. Lo mismo para adolescentes normales, sin rasgos compulsivos, que usen prudentemente estos equipos. A ellos no les pasará nada. En cambio, en adolescentes con rasgos compulsivos y obsesivos, esta tecnología puede aumentarles los rasgos y ahí, obviamente, los mayores tenemos que actuar.
—¿Es cierto que del cerebro humano sólo se conoce poco? ¿Nada más que el 20% o 30%?
—Bueno, las neurociencias actualmente tienen mucha influencia en la sociedad porque intentan responder las preguntas que, durante miles de años, la civilización occidental ha intentado explicar. La conciencia, la memoria, la toma de decisiones, el libre albedrío. Antes, estas preguntas eran reservadas para los filósofos, los líderes religiosos o los científicos recluidos en sus laboratorios. Hoy, las neurociencias forman parte de una ciencia interdisciplinaria que abarca a matemáticos, físicos, psicólogos, psiquiatras, economistas, sociólogos, antropólogos… la lista es larga. Todos pueden actuar en equipo y estudian el cerebro con mucha tecnología. ¡En las últimas décadas aprendimos más sobre el cerebro que en toda la historia de la humanidad! ¡Y no me canso de repetirlo! Sin embargo, quedan preguntas fundamentales aún sin respuesta.
—¿Por ejemplo?
—Las preguntas acerca de las cuales los neurocientíficos no tenemos idea son, entre otras, ¿cómo generan los circuitos cerebrales la experiencia única, exclusiva y personal que siente cada uno de nosotros ante cualquier situación? ¿Qué está sintiendo usted ahora? No podemos acceder a ese pensamiento personal único. Y tampoco tenemos una teoría general sobre cómo funciona el cerebro. Aprendimos un poco acerca de cómo se forma la memoria, cómo se construye el olvido o se toman decisiones. También aprendimos algo acerca de cómo se regulan las emociones, pero no tenemos una teoría general que explique el funcionamiento cerebral. Aprendimos mucho pero quedan enormes preguntas acerca del cerebro que aún no tienen respuesta.
—Y para usted, doctor, ¿cuál sería la gran pregunta?
—Para mí sería: ¿cómo da lugar el circuito neuronal (las conexiones de neuronas) a la íntima experiencia personal de cada uno de nosotros? ¿Cómo se genera una sensación propia de cada uno? Esto no puede ser experimentado por otro, y no sabemos ni remotamente cómo se produce.
—Muy misterioso… Se me ocurre que la infancia debe tener una fuerte gravitación en estas cosas, ¿no?
—Totalmente. La infancia juega un rol clave para el desarrollo del cerebro. Fíjese que el cerebro, en su zona frontal, ¡recién se termina de desarrollar en la segunda década de nuestra vida! O sea que recién entre los 20 y los 30 años se completa el desarrollo del cerebro frontal. Esta es una zona clave. Muy importante en todo lo que se relaciona con planificar, controlar el impulso, frenar la respuesta prepotente, para la “memoria online”. Es el área que nos permite reflexionar, parar la pelota y pensar en el futuro. Nos permite tomar decisiones a largo plazo.
—Misterioso… Por ejemplo, en “Planète”, de Pauwels y Bergier, ellos dicen que los egipcios, tres mil años antes de Cristo, no solamente han dejado cráneos trepanados sino que, obviamente, ¡debían conocer alguna forma de anestesia para realizar esta operación! ¿Cómo se explica esto?
—Los egipcios fueron excelentes médicos y esbozaban teorías acerca del funcionamiento del cerebro. Hoy ya nadie discute que todo lo que hace un humano es a través del cerebro. Por eso es el órgano más complejo del universo, que nos permite desde respirar hasta resolver los problemas más difíciles. Si hay una lesión en el cerebro, cambia nuestra personalidad. Si hay un trasplante de corazón, uno sigue siendo la misma persona. Lo mismo con un trasplante de pulmón, ¡pero si trasplantaran el cerebro seríamos otro! Nuestra identidad y nuestra memoria están en el cerebro. Antiguamente, sin embargo, se suponía que el corazón era el origen de los pensamientos del alma. Hoy sabemos, en cambio, que, más que nada, el corazón es una víctima de las emociones y no su origen. El origen de las emociones es el cerebro y la víctima es el corazón.