Amasar una fortuna para controlar el poder*
Controlando el Estado, se pueden obtener los recursos necesarios para seguir controlándolo. Kirchner lo entendió con más claridad que ningún cientista político. Este rasgo explica, por lo demás, el desesperado reeleccionismo en las provincias (y su versión nacional con el ardid de la alternancia del matrimonio Kirchner, sutileza desbaratada por la muerte). La explicación es simple. Los gobernadores y los intendentes quieren ser reelectos para siempre porque, si dejan el gobierno, quedan privados de los recursos económicos que les permiten seguir haciendo política. (...) El “pato rengo” no es el presidente o el gobernador que se queda sin poder antes de terminar su mandato y su sucesión no está asegurada por ningún leal (de todos modos, ¿quién cree en los leales?), sino el político que ya sabe que no tendrá acceso al dinero público para continuar siendo un político de primera línea, y su experiencia le indica que las lealtades territoriales se miden en subsidios, viviendas y planes sociales. Kirchner actuó acatando esta lógica. Amasó una fortuna personal en siete años, porque sabía que, si le tocaba perder, esos millones eran las armas de su regreso al poder. Muchas veces impresionó como poco entrenado en el discurso progresista que quiso presentar como propio de su identidad y su gobierno, como si no lo hubiera practicado en mucho tiempo y se le mezclaran temas populistas clásicos, invocaciones a la dignidad nacional, autoritarismo, teorías conspirativas, etcétera. Pero estaba entrenado a la perfección en el conocimiento de esta mecánica económica y territorial del poder. No es un saber que debió recuperar desde el pasado (como quien rescata las imágenes de un sueño, el sueño setentista), sino algo que practicó cuando fue gobernador de Santa Cruz.
Su relación con el poder fue pragmática y su olfato se agudizó con la experiencia. Conoció el mapa del tesoro, donde están trazadas las líneas que vinculan fondos públicos y poder. Pero, como suele decirse, la plata no es todo, aunque ayude a librarse de la servidumbre de los aparatos por el camino corto de la cooptación de sus jefes. Kirchner no podía olvidar (...) el crucial 30 de diciembre de 2001, cuando Rodríguez Saá se vio caído, (...) en Chapadmalal, abandonado por un puñado de gobernadores, en primer lugar por Kirchner mismo. No iba a permitir que le hicieran algo parecido a ese acto de abandono y debilidad final.
En realidad, Kirchner sólo podía sostener el primer tramo de su gobierno apoyándose en la opinión (de sus votantes y sobre todo de quienes no lo habían sido). Para su fortuna, esto, que era inevitable, coincide con una estrategia sensible al clima de época.
La crisis de los partidos, grave en la Argentina pero conocida en el mundo, obligó a Kirchner a buscar esa forma de reconocimiento que prescinde de la mediación de las estructuras políticas tradicionales y que también prescinde de convocatorias plebiscitarias en la plaza pública. Se trata más bien de una combinación inestable de repercusión mediática y registro de la opinión en encuestas, de voces emergentes consideradas representativas y manifestaciones espontáneas de apoyo. El carácter encuestológico y mediático es su aspecto principal. De allí la importancia que se adjudica a los medios y a las alianzas o disputas con sus dueños.
Conquistar la opinión es, evidentemente, un trabajo inestable, inseguro e interminable, porque la opinión vive de dos fantasías: la expresión de los individuos como tales, su autonomía respecto de las estructuras; y el rechazo a sentirse representado en ellas.
La opinión que desconfía de los partidos y de los tiempos parlamentarios, contradictoriamente, puede ser el tenor subjetivo de lo que Guillermo O’Donnell llama “democracias delegativas” que “otorgan al presidente la aparente ventaja del ejercicio veloz de las decisiones, pero a expensas de probables errores importantes, de implementaciones peligrosas y de una concentración de los resultados sobre una sola persona. No es casual que presidentes de este tipo sufran los más extremos cambios de popularidad: hoy se los aclama como salvadores, mañana se los maldice como a dioses caídos”. Lo que se le niega a las instituciones deliberativas se le otorga a un jefe. Al sentirse muy alejada de los trámites institucionales y de sus extensas deliberaciones, la opinión legitima el escenario de un tipo de liderazgo independiente de los controles institucionales: que se vayan todos, pero, finalmente, alguien decide.
De todos modos, Kirchner no podía elegir. Comenzaba a gobernar sin una vasta estructura propia. La importancia de ganar la opinión pública no provenía del reconocimiento académico de que los partidos ya no representaban a los votantes, sino de necesidades impuestas por su debilidad. Kirchner no fue un líder posmoderno, sino un político peronista a quien no le quedó más remedio.
Predicar en clave nacional y popular**
Kirchner fue un predicador. Utilizó conceptos de esa raigambre –los que no suelen estar demasiado ausentes de la discursividad política argentina–, y adoptó inflexiones en las que se reconocía ese latido interno. Basta escuchar el rasguido final de sus discursos, con una nota sofocada de reconvención y ruego. El “ayúdenme… yo solo no puedo”, emitido con cierto tono de lamento y advertencia, dejaba entrever cierta hebra de desencanto para la que siempre un predicador debe estar preparado. Es una queja que apela a los otros y a él mismo, donde da cuenta de la dificultad de las tareas a emprender. Decide entonces enfrentar a los suspicaces, sabiendo que es siempre dificultoso tornarse crédulo. De esa dificultad trata todo predicador. El chasquido final de angustia en el fraseo de Kirchner
quería ser el exceso del hombre prudente para conjurar el escepticismo que imagina en un mundo
cada vez más agrietado. (...)
Le tocó a Kirchner predicar sobre la base de un llamado, hecho en lengua improvisada, pero no dejaba de estar fundado en los tientos sueltos de la historia nacional que mantenía importantes mojones de una memoria en espera. Con el tiempo, los aprestos tempranos de la oposición política y mediática dispusieron sus potencias críticas para atacar sutilmente la política kirchnerista de derechos humanos (nombre estatal para los memoriales de Justicia). Afirmaron que debía ser medida o interpretada a través de lo que
más parecería interesar al kirchnerismo, lo que incluso podía ser el verdadero desenlace de su “fachada humanística”, mera justificación tardía de su carozo especulativo: el capitalismo de amigos. Esta expresión parecería lapidaria para los gobiernos Kirchner. Si el capitalismo, organización social histórica que implica un grado de abstracción en la producción, un sujeto generado en las relaciones de propiedad privada, grandes fuerzas de clase y culturas impersonales de la mercancía, implica la superación de los regímenes comunales y familiares y particularistas, se entiende la dura crítica que propone esa expresión. Y mucho más si un horizonte prestigioso de la herencia democrática moderna, la lucha por los derechos humanos, era considerada como una curiosa paradoja o un mero pretexto, un calculado frontispicio.
Capitalismo de amigos significaría entonces un sinónimo para el derrumbe del propio capitalismo, malversado por la incomprensión de sus normas efectivas, menoscabado por los mismos que querrían ejercerlo sin conocer sus secretos. Así visto, el capitalismo de amigos es carencia de verdaderas instituciones capitalistas, tratos personalistas, cohecho y corrupción. (...)
Lo contrario del capitalismo de amigos vendría ser el capitalismo serio, cuya lógica productiva y contractual se regiría por la eficiencia, por la racionalidad lucrativa, por la necesidad de inversiones, por las expectativas de tolerancia sindical y respeto a los esquemas legales de cada nación. Pero… no parece que este concepto sea adecuado, no sólo porque una categoría moral –la seriedad– mal podría aplicarse a los automatismos financieros y técnicos del capitalismo, sino porque el propio cuadro de la “ética protestante” con el que supuestamente surge el capitalismo ha desaparecido en nombre de la fusión del capitalismo clásico con economías simbólicas provenientes del lenguaje comunicacional. No hay allí “seriedad puritana” ni “observancia del cuadro legal”, sino barbarismos pertenecientes a los tratos de mercado, a los fetiches de consumo y al
descubrimiento ya antiguo de la productividad de lo ilegal. En algún momento del circuito de acumulación, se precisa la instancia de la ilegalidad del capitalismo, consustancial con su lógica. Sin contar también los acuerdos “amistosos”, no sólo los que forman parte del folletín del pionerismo
–los amigos que en un garaje perdido en Estados Unidos inventan de un día para otro una poderosa compañía de internet–, sino los pertenecientes a las cada vez más complicadas relaciones de la esfera política con la clase gerencial del capitalismo. (...)
El kirchnerismo ha seguido un programa implícito, contrario al neoliberalismo económico de la época anterior y promotor de conductas públicas del Estado en el mundo productivo, económico en general. ¿Cómo formuló este programa? En verdad nunca hubo un programa explícito, sino evocativo. Un collage de discursos rememorantes de los fuertes años del signo “nacional popular” –los míticos setenta–, que se lanzaban en distintas ocasiones, dando lugar a la creación de una atmósfera –subrayo esta palabra evocadora de los nacionalismos populares y estatalistas de los ciclos históricos anteriores–.
El kirchnerismo, así, pareció querer ser remanente de esos temas, para llevarlos nuevamente al horizonte de discusión contemporáneo.