DOMINGO
LIBRO

Carrascosa, por él mismo

El viudo de María Marta cuenta su historia.

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¿Quién mató a María Marta? | cedoc

Tres veces estuve preso por un crimen que no cometí. Asesinaron a mi esposa, sufrí el dolor de su partida sin poder despedirme de ella y la Justicia me sentenció sin pruebas, sin que se supiera el móvil y sin que apareciera el arma. La Justicia está administrada por seres humanos y es lógico que haya errores. Pero quienes fuimos víctimas de un error judicial esperamos que sea la propia Justicia la que revise, corrija y repare ese error. Para que esto ocurra es necesaria una firme voluntad por parte de quienes acusan y juzgan, y en mi caso también de mí. Me tocó transitar casi dos décadas de mi vida padeciendo los efectos de la conducta de un fiscal que no reconoció su error y que pudo prolongar en el tiempo su actuación viciada gracias a la complicidad de algunos miembros de una corporación corrupta. ¿Puede un hombre actuar de forma tan parcial, obnubilada y poco coherente para justificar su equivocación y salvar su lugar y su honor? ¿Es necesario ensañarse con una familia entera, crear teorías sin ningún asidero, inventar cosas que nunca pudo probar porque, sencillamente, no existieron? ¿Y construir una mala imagen de quienes éramos las personas más cercanas a la víctima, permitiendo que la prensa nos juzgara en la televisión y en los diarios, que diseñara una opinión pública a la que los jueces son tan permeables? El fiscal se creyó Julio César, dijo “investigué, descubrí, acusé”, y en su acusación enarboló una bandera fundada en el prejuicio social de que solo van a la cárcel los ladrones de gallinas. Su objetivo fue ser el artífice de un proceso ejemplar en el que la sociedad confirmara que la Justicia también podía ser implacable con los ricos.

Todo comenzó aquel fatídico 27 de octubre de 2002, cuando regresé a mi casa en el country Carmel al final de una tarde lluviosa y encontré a María Marta, mi mujer, caída en el baño. Mi pensamiento, como el de probablemente cualquier persona, fue que había sufrido un accidente. Siempre creí que estaba viva, pero, tras enterarme de la muerte a través de las palabras del médico que me dijo: “Fue un terrible accidente, Carrascosa. Mi sentido pésame”, confirmé que lo que había ocurrido era eso, un accidente. Una vez abierta la causa judicial y realizada la autopsia —treinta y seis días después—, se descubrió que había sido asesinada de cinco balazos en la cabeza. Hasta entonces, los que habían estado presentes en mi casa en las horas posteriores a la muerte de María y que habían visto su cuerpo también consideraron que había sido un accidente; incluidos los médicos, la Policía y el propio fiscal a cargo de la investigación —Diego Molina Pico—, que avalaron con su silencio y su inacción esa hipótesis. Con el resultado de la autopsia en la mano, el fiscal —que debería haberla ordenado antes del entierro porque era una muerte accidental, ahí su error— decidió que a través de mis declaraciones yo había instalado esa imagen falsa del accidente. Y dedujo que, en realidad, yo era el responsable directo de la muerte de mi esposa o como mínimo que encubría el hecho en connivencia con varios familiares. No lo podía creer, pero era así. La Justicia interpretó de igual modo la segunda hipótesis del fiscal y me mandó a prisión por primera vez el 11 de abril de 2003 como sospechoso.

Ahí empezaron a transcurrir las casi dos décadas de mi proceso judicial, durante el cual la Justicia ordenó otras dos veces mi encarcelamiento ante los pedidos de la Fiscalía. La segunda vez que estuve preso fue entre el 12 de julio y el 17 de agosto de 2007 por encubrimiento. Y la tercera —la más larga, injusta y dolorosa—, entre el 19 de junio de 2009 y el 5 de febrero de 2015 por copartícipe de homicidio. Mis abogados agotaron todas las instancias judiciales posibles para pedir mi libertad y demostrar mi inocencia. Por fin, el 19 de diciembre de 2016 la Cámara de Casación de la Provincia de Buenos Aires me absolvió de los delitos de encubrimiento agravado y homicidio calificado por el vínculo, y el 3 de octubre de 2018 la Suprema Corte bonaerense confirmó mi inocencia. Pero yo seguía sin saber quién había matado a María Marta.

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En septiembre de 2009, a los pocos meses de haber entrado en el penal de Campana, tomé la decisión de empezar a escribir. Yo nunca había escrito nada, salvo cartas. Comencé a hacerlo a mano, en hojas sueltas, sin mucho orden. Al principio me pareció que escribir era una distracción para matar las horas en la cárcel, pero con el paso de los días me di cuenta de que me funcionaba también como terapia, porque me permitía volcar los sentimientos que tenía mientras estaba encerrado, muchos de ellos de gran intensidad: los alegres, los tristes, los melancólicos, los de rabia, los de impotencia... Poco tiempo después recibí los cuerpos de mi causa judicial y comencé a leerlos y a escribir mis apreciaciones sobre los dichos de todos. Leer la causa con la disponibilidad de tiempo que da la prisión fue una muy buena experiencia, porque si bien me hizo revivir muchos momentos dolorosos me posibilitó percibir con más claridad los errores cometidos, tanto los propios como los de los otros miembros de la familia y de los abogados, según mi criterio. Hay cosas que es difícil ver en el fragor del proceso judicial; hasta que entré en el penal yo había dedicado mi tiempo y mis energías a cumplir con todas las gestiones y los trámites necesarios, pero nunca había leído la causa. Increíble, pero verdad; porque mi sentimiento de negación era tan fuerte que no podía creer de lo que se me estaba acusando.

Cuando ya tenía unas cuantas páginas escritas se las di a leer a un par de amigas y junto con ellas coincidimos en que toda la parte en la que relataba las declaraciones de la causa era lo más aburrido del mundo. Por lo tanto decidí contar la historia de mi vida anterior, privada, y mis momentos en la cárcel. También dediqué varias horas a describir mi experiencia con la Justicia y con la prensa, porque no quiero que a nadie le pase lo que a mí. Sobre la Justicia, ya algo adelanté en las líneas anteriores. Y sobre la prensa... ¡tengo tanto para decir! Pienso que la gente debería tener cuidado respecto a creer las cosas que dicen los periodistas, ya que muchos magnifican la primicia sin llegar a interiorizarse de la realidad del tema, y que el único objetivo que tienen es lucrar caiga quien caiga. Cuando pienso sobre esto no lo hago solo en referencia a mí. Hay muchísimos casos: el de la familia Pomar y su desaparición; el del padrastro de Ángeles Rawson, acusado de la muerte de la chica cuando el asesino terminó siendo Mangeri, el portero, y tantos otros ejemplos. Hay que hacer un llamado a ese periodismo para que reflexione y cambie. No tomar la libertad de prensa como un libertinaje; las noticias deben ser chequeadas antes de ser publicadas. No se puede transformar la prensa de todos los días en prensa amarilla.

Algunas de las páginas las fui completando con anécdotas de las que habían participado muchos amigos y amigas, y sentí que era una manera de reconocer el inmenso apoyo que recibí de innumerables personas queridas a lo largo de este proceso. Espero que nadie se ofenda por algún cuento, mención o chiste que hago.

Por último, escribir me sirvió para pensar y reflexionar sobre el aprendizaje que tuve durante todos estos años, sobre qué es la vida, cuál es el lugar que ocupamos en el mundo y cómo somos los seres humanos, con nuestras partes buenas y nuestras partes malas, muchas veces ocultas por los prejuicios sociales.

La cárcel marca para siempre. Yo nunca había tenido ningún problema con la Policía ni con la Justicia, solo un par de escaramuzas a los 17 años por mear en la calle y por vender vales en el hipódromo siendo menor de edad. Estar preso en el penal de Campana fue algo inédito. Poco sabía yo del tema. Antes de eso, cuando a la mañana leía el diario, miraba las noticias económicas, las internacionales, los números de la quiniela, pero nunca las noticias policiales, salvo algún título. Y de golpe pasé a estar ahí adentro, con toda esa gente, muchos de ellos culpables, pero también muchos inocentes como yo. Todos teníamos esa misma denominación: presos, aunque en la cárcel hay distintas personalidades. Están aquellos que se enorgullecen de ser ladrones, pero que sienten como cualquiera de nosotros, son humanos. Algunos son gente que está ahí porque la vida no les dio la oportunidad de salir adelante. Cuando nacemos somos todos iguales, nacemos todos en bolas. Después unos logran vestirse con harapos y a otros nos toca usar traje de alpaca.

Los seres humanos que conocí en la cárcel, mis compañeros, se preocupan por sus familias, por sus hijos, los llaman por teléfono, están muy nerviosos esperando que los visiten, son felices cuando eso pasa. En definitiva, sienten, y sienten como todos. Hay otros que también están contentos de estar presos porque tienen cama, comida, casa y no se les llueve el techo.

No puedo decir que disfrutan, porque siempre está el deseo de salir en libertad. Y cuando salen, muchas veces reinciden y vuelven a entrar.

Creo que en el mundo tiene que haber premios y castigos. Si un tipo está preso porque un día robó para comer o para darle de comer a su familia porque estaba atosigado, porque la sociedad en que nació no le dio los medios, y al mismo tiempo es capaz de compartir camaradería, ese tipo es bueno en el fondo. Es bueno con su familia y se preocupa por ella. Esa es la parte buena de él, pero tuvo la desgracia de nacer en una cuna de mierda. Totalmente distinto a aquellos que teniendo todas las oportunidades buscan solo la fama, la posición o el dinero.

Estando en la cárcel se distingue bien el preso que es inocente del que es culpable, cosa que los jueces no pueden hacer porque en un proceso judicial por ahí ven a los presos tres veces, una hora cada vez, y en ese tiempo no se puede notar esto, pero sí conviviendo. Muchos no tienen los medios para contratar un abogado privado y caen en los abogados que pone el Estado, que tienen tantos casos que no pueden atender bien a ninguno.

Tuve experiencias muy buenas con dos compañeros. Uno de ellos es César, mi compañero de celda, un tipazo, con el cual me sigo hablando por teléfono. Él tuvo la satisfacción de que su hijo, trabajando y estudiando, se recibiera de abogado en la UBA con diploma de honor. Otro es Antonio, quien cuando armamos una vaquita para resolver una desgracia que había tenido su familia, al ver que podía solucionar su problema vía la Municipalidad, nos dijo: “Muchachos, ya arreglé, gracias por su ofrecimiento”. Esto habla de un gesto de una persona honorable pese al lugar donde está, pudiendo haberse aprovechado de lo que nosotros le ofrecimos, no lo hizo.

Toda esta experiencia me amplió la cabeza. Hasta el momento de entrar en prisión yo había comido con reinas y con putas, a partir de entonces puedo decir que he comido con gente que nació con estrella y con gente que nació estrellada. Descubrí el corazón de personas que la sociedad trata como escoria, y eso es un aprendizaje de la vida. Por eso siempre digo que entré a la cárcel como burgués y salí como expreso.

Es importante tener memoria.

Después de irme de la prisión escribí menos frecuentemente. Con el transcurso del tiempo volví a centrarme en mi proyecto. Me puse a revisar todo lo que había escrito hasta que con la ayuda de lectores atentos —obviamente, la mayoría mujeres— fui dándole forma a este libro, que refleja mucho de lo que sentí mientras estuve en la cárcel (a modo de diario), un poco de lo que pienso y gran parte de lo que fue mi vida.

Mi vida que es toda, la que tuve antes de enamorarme de María Marta, la de los años que compartimos felices y la que me tocó en suerte después de su asesinato, por el que no dejaré de reclamar justicia (…)

Como todos los domingos, el 27 de octubre de 2002 María Marta y yo nos levantamos bastante tarde. Después de desayunar, miré programas de turf y automovilismo por televisión, y la Negra fue a misa de doce al Memorial, a donde siempre iba. Ella salió con su camioneta y al ratito yo salí con la mía hacia la casa de Sergio, a donde íbamos a almorzar, como casi todos los domingos. Comimos en el quincho con Sergio, Vivi y la hija de ellos. A los postres cayó Guillermo. Después, María y Vivi decidieron ir a jugar al tenis, así que María se fue a cambiar de ropa a casa mientras Vivi también se cambiaba. Sergio y Guille se pusieron a hablar de pesca, de si irían a pescar... a mí ese tema me aburre, entonces me fui para casa en mi camioneta.

Estuve haciendo tiempo porque a las 16 empezaba el partido de River-Boca y Willie me había dicho de verlo juntos. Así que salí rumbo a su casa y, seguramente —esto nunca lo tuve claro— pasé por el clubhouse, había ido a comer el viernes y tenía que pagar una cuenta pendiente. (Esto lo puedo decir ahora, con mayor seguridad, porque, durante el juicio del cual salí absuelto de homicidio en 2007, el peón de cocina del clubhouse dijo que, al asomarse por la puerta, cuando me vio hablar con la dueña, Alba Benítez, había terminado el servicio del mediodía y ya había guardado la verdura y el resto de los productos. Eso da un horario de 15:30 o 16. Y agregó que después él se fue al house de los chicos a ver el partido por televisión. Él fue el que me puso ese horario, pero me lo puso recién en 2007, antes no existió esa versión).

Seguí hacia lo de Guillermo, allí estaban él, Sergio, Diego Piazza y su novia, y vimos el partido. María Marta y Vivi ya habían vuelto de jugar al tenis porque se había largado a llover. Al ratito llegó Irene —que venía un poco descompuesta de un asado por lo que decidió ir a acostarse—, así que se cruzaron un momento con María y estuvieron charlando en la puerta.

A pesar de que todavía seguía lloviendo un poco y de que Guillermo ofreció llevarla en auto hasta casa —también iba a llevar a Piazza y a su novia—, María Marta prefirió irse en la bicicleta. Hacía tiempo que quería hacerla arreglar pero no se decidía, y justo se la habían entregado arreglada el día anterior. Se puso la campera para protegerse de la lluvia y se fue.

Me quedé en lo de Guille, porque después venía otro partido, de Independiente contra Rosario Central. En ese partido Independiente tenía que perder para que River tuviera la posibilidad de ser campeón, pero a los treinta y pico de minutos hizo un gol; en ese momento apareció Francisco, uno de los hijos de Bártoli, y le dijo al padre: “Papá, sonamos”, porque ellos eran hinchas de River. Me quedé un ratito más y a las 18:55, más o menos, dije: “Voy para casa porque a las 19 va a llegar la masajista”. Antes de que ella llegara siempre encerrábamos a la perra, no le gustaba que Paca le saltara encima.

De camino a casa pasé por lo de Taylor, porque ese día había un torneo de golf en el que jugaba su hijo Santiago —que era campeón de Carmel—, vi que no había nadie y pensé: “Todavía no debe de haber terminado”. Seguí para casa. Estaba entrando con mi camioneta y noto que adelante está el autito de la guardia. El que lo conducía, Ortiz, refiriéndose al teléfono de adentro de mi casa, me dice:

—Están llamando porque está la masajista en la entrada, y no contestan. Escucho que hay un llamado y no contestan.

—OK —le digo—, salga nomás.

Doy marcha atrás con mi camioneta, sale el autito de la guardia y agrego:

—Seguramente mi mujer se está bañando y no escucha.

Dele el OK a la masajista, que entre. 

Y el de la guardia moduló por el handy: “OK la masajista”.

De inmediato entro a la casa y veo que Paca está encerrada en el lavadero. Subo y digo: “Negra, Negra”. Voy hasta el fondo, no la veo, tampoco estaba en el escritorio. Y cuando voy subiendo la escalera, veo una nube de vapor de agua. Ahí corro al baño, que estaba todo lleno de vapor, y la veo a ella, tirada boca abajo, con medio cuerpo adentro de la bañadera y medio cuerpo afuera, con la cabeza debajo de las canillas. No recuerdo si la canilla todavía estaba abierta o no. Lo único que atino a hacer es tomarla con mis manos por debajo de sus brazos, sacarla del agua y colocarla en el piso, boca arriba, mitad del cuerpo adentro del baño y la otra mitad afuera, sobre el piso del dormitorio. Y en ese momento escuché el ruido sobre la playa de estacionamiento del auto de la masajista, Beatriz Michelini, a la que le habían dado permiso para que entrara. Me acerqué a la ventana y grité: “Beatriz, subí rápido, que María Marta tuvo un accidente”.

Casi al ratito la perra se escapó del lavadero y subió, la volví a bajar para encerrarla otra vez. Yo ya estaba paralizado, era un ente total. Y la masajista me dijo: “Llame a Bártoli”.

Llamé, dije: “Mirá, María Marta tuvo un accidente” y colgué. Y después me dijo: “Llame a un médico”. En esas situaciones todo es muy difícil, si uno lo piensa a la distancia lo primero que tendría que haber hecho era llamar a un médico y después a un amigo, pero en ese momento no se piensa con claridad.

Entonces ahí llamé a OSDE, pero en vez de llamar a urgencias llamé a emergencias, lo que hizo que mandaran un equipo médico que no era tan ducho, que no estaba tan preparado para una verdadera urgencia, era un médico común.

Mientras esperaba a que llegara el médico, vino Guillermo, y con la masajista estuvieron haciéndole reanimación. Yo escuchaba que Guille decía: “Vamos, Negra; vamos, Negra; vamos, Negra” (me acuerdo patente las palabras), mientras le hacían masaje cardíaco. Y a mí me parecía que la ambulancia tardaba años, por eso volví a llamar a OSDE, y cuando me atendieron me dijeron que ya estaba en camino. (En esa llamada, que quedó grabada y que fue una de las piezas del juicio, se escucha que alguien dice detrás: “Vamos, Negra…”, pero la Fiscalía dibujó el contenido de esas palabras para acusarnos, diciendo que lo que se escuchaba era “vamos a sacarla…” o que el “va” era el comienzo de “matala”. Cualquier cosa).

Después llegó Irene, que a su vez salió a buscar ayuda médica dentro del country. Primero fue a buscar a Zancolli, pero su hija le dijo que él estaba en Capital. Al final logró ubicarlo a Diego Piazza, que era estudiante de Medicina, y regresó con él. Como la ambulancia de OSDE demoraba mucho, Irene llamó a la guardia del club para decirle que pidiera otro servicio de urgencias.

Por fin llegó la primera ambulancia, la de OSDE. El médico (Juan Gauvry Gordon) subió, me echó del lugar, se quedó con la masajista, y le empezaron a hacer RCP, las maniobras de reanimación pulmonar. Al ratito llegó la segunda ambulancia, la de Emernort. El médico de OSDE, que estaba haciendo la reanimación, dijo del que acababa de llegar: Si tiene oxígeno, que suba. Y por eso subió el médico de la segunda ambulancia (Santiago Biasi).

A mí ya me habían dicho que me quedara abajo, pero en un momento subí y vi… era impresionante, habían desparramado de todo por el piso. Finalmente volví a bajar y me puse al lado de la puerta de entrada, a esperar que bajaran los médicos. Estaban Vivi, Pichi, Irene… Bajó el médico de OSDE y me dijo: “Fue un terrible accidente, Carrascosa. Mi sentido pésame”.

Quedé paralizado. Me abracé a Pichi, y pasaron unos instantes. Entonces tuve que firmar los papeles médicos, y nos dijeron que el certificado de defunción lo daba la funeraria. Poco a poco fueron llegando más amigos y familiares. Estaban Michael y su hijo Santiago, estaba Sergio... Llegaron María Laura, Horacio y el padre de María Marta, después llegaron Dino y la madre… A las 21 o 21:30, ya estaban todos los parientes en la casa. Abrazos, llantos, mucho dolor en todos.

Guillermo y Michael se hicieron cargo del trámite de la funeraria y acordamos que fuera enterrada en la bóveda de los García Belsunce, en Recoleta. Pedí que el entierro fuera lo más tarde posible, así daba el tiempo para que llegara mi familia desde Corrientes, y también, Inés Ongay —la amiga de María— desde Bariloche. La hora establecida fue las 17.

El cuerpo de María Marta quedó allí por un rato. Pichi me acompañó y subí nuevamente. Estaba como la había dejado unos minutos antes. Para mí era muy terrible, muy desagradable verla. Mis amigos me dijeron que no había que tocarla y la orden que recibimos de los médicos era que la dejáramos allí, en el piso, hasta que llegara la autorización de la funeraria.

(Ninguno de los dos médicos de emergencia que fueron pasó el “código azul” para pedir la autopsia por muerte dudosa, algo que deberían haber hecho).

Cuando llegó Nölting un médico conocido, que a su vez era muy amigo de mi tío Carlos, el cirujano, me preguntó si podía hacer algo, si la podía ver, y yo le dije: Oíme, ya se murió. Y a otra amiga, Cayetana (Tana), que también quiso subir a verla, le dije: Mirá, te vas a impresionar (después, en el juicio, a ella le preguntaron si yo le había impedido que subiera y ella contestó: Sí, me impidió por mí. Si yo le hubiera insistido, Carlos me hubiera dejado subir”).

En el medio de esa situación yo trataba de entender qué había pasado. En el baño el inodoro estaba ubicado entre dos vigas, con las cuales era muy fácil golpearse cuando uno se levantaba. Y como al lado del inodoro, en el piso, había una mancha de sangre, la película que me hice cuando la encontré fue que ella se había lastimado con las vigas y para limpiarse la sangre había puesto la cabeza debajo del agua de la canilla.

Cuando la encontré, creí que estaba viva, nunca pensé que estaba muerta. Quedé convencido de mi idea de cómo había sido, no podía pensar otra cosa que no fuera un accidente. En un country con seguridad, un domingo, diluviando, qué otra cosa se podía pensar. (Después, el resultado de la autopsia reveló que en el momento en que yo la encontré ya hacía al menos media hora que estaba muerta. Y ese dato de la autopsia es muy importante, porque cuando el médico le hace RCP, que sería alrededor de las 19:30, le quiebra las costillas —algo que suele ocurrir cuando se hace RCP—, y en la autopsia sale que esas costillas ya no tenían circulación de sangre en ese momento.

Es decir que la hora de la muerte fue a las 18:30). Me quedé ausente, callado, todo el tiempo. La madre de María Marta, sentada en un sillón, decía: “Yo debería estar ahí, no ella”. Su padre se descompuso. Al rato, mediante una llamada telefónica, la funeraria autorizó a mover el cuerpo. Entonces Dino y John la levantaron del piso y la colocaron en la cama. María Laura y Marialita —la esposa del padre de María Marta— la peinaron y la maquillaron, le pusieron una camisa blanca. La gente que iba llegando podía subir a verla. Tanto en mi familia como en la de María Marta siempre nuestros muertos fueron velados en su cama.

En un momento se me acercó John, me pidió que fuera al baño y me preguntó:

—¿Qué es esto? —mostrándome un fierrito.

—Ni idea —le contesté—. Acá los médicos desparramaron mil cosas, debe ser algo de ellos. A María no me la devuelve nadie —le dije, y me fui.

Cuando eso ocurrió, en el baño estaban Dino, Yayo, John y Horacio. Más tarde John me dijo que estaba preocupado, que había algo de la idea del accidente que no le cerraba y que pensaba que la tenía que ver un forense. Él me preguntó qué me parecía, si no creía que había que averiguar algo más, y yo, que en ese momento estaba shockeado, le dije: “Hacé lo que te parezca”.

Después vino Horacio y —buscando despejar las dudas de John— me dijo: “Voy a llamar al fiscal”, yo le respondí: “Llamalo”.

Los que me manifestaban dudas eran los hermanos, y yo les insistí: “Hagan lo que tengan que hacer”.

Como estaba muy agotado, un rato más tarde me fui a lo de Taylor, me bañé, me tiré un momento, no pude quedarme, me cambié y volví a casa. Me acosté al lado de la Negra. Quería estar con ella. Su cara estaba en paz. Allí estuve horas, junto a ella.

A la mañana siguiente llegaron mis parientes de Corrientes y la casa se fue llenando con más y más gente. Entre los que asistieron al velorio estuvo Juan Martín Romero Victorica, fiscal de Casación de la provincia de Buenos Aires, al que Horacio había llamado porque era amigo de él y conocido de María Marta. Él se acercó para darme el pésame, pero nada más.

Celebramos la misa, vinieron los encargados de la funeraria, me despedí de María Marta y me fui a la planta baja a esperar la salida. John fue uno de los que ayudó a cargar el cajón. Se hizo el responso y partimos hacia Recoleta.

Unos días más tarde me enteré de que esa mañana, durante el velorio, también habían estado en casa un policía y un fiscal.

El policía se llamaba Aníbal Degastaldi y era el comisario inspector en jefe de la DDI de San Isidro. El fiscal era Diego Molina Pico, a cargo de la Unidad Funcional de Instrucción (UFI) N.º 2 del distrito Pilar, Departamento Judicial de San Isidro.

Aquel día, ninguno de los dos me hizo ninguna pregunta.

 

 

☛ Título Diario de un inocente: Un amor, una causa, una vida

☛ Autor Carlos Carrascosa

☛ Editorial Ediciones B 

 

Datos sobre el autor

Carlos Carrascosa nació el 13 de diciembre de 1944 en la ciudad de Buenos Aires.

En una estadía en Buenos Aires, en 1970, se reencontró con María Marta García Belsunce, a quien había conocido de niña, se enamoraron y se casaron el 31 de julio de 1971.

El domingo 27 de octubre de 2002, Carlos encontró muerta a María Marta en el baño de su casa del country Carmel.