DOMINGO
El negocio tecnológico viene tras la investigación

Defensa de la ciencia pura

El filósofo argentino Mario Bunge, uno de los pensadores científicos más influyentes del último siglo, acaba de cumplir cien años en medio del reconocimiento global. En uno de sus últimos textos –el prólogo del libro ¿Qué es la tecnología?, del francés Dominique Raynaud–, el epistemólogo radicado en Canadá desde hace décadas señala la necesidad de que los progresos se den a partir de la investigación, y no a partir de los negocios.

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El filósofo argentino Mario Bunge, uno de los pensadores científicos más influyentes del último siglo, acaba de cumplir cien años en medio del reconocimiento global. | cedoc

El que usted esté leyendo estas líneas indica que el tema le interesa y que lo que ha leído hasta ahora sobre él no le alcanza. Esto no es de extrañar, porque los primeros estudios serios sobre la tecnología aparecieron recién en el siglo pasado, y ninguno de ellos basta. Por ejemplo, el título de la principal revista sobre el tema, Technology and Culture, fundada en 1959, sugiere que la tecnología interactúa con la cultura, cuando de hecho es uno de los dos motores de la cultura contemporánea (usted ya sabe cuál es el segundo).

Incluso Karl Marx, pionero de la historia de la tecnología, dudaba entre ubicar la tecnología en la infraestructura material o en la superestructura ideal: la admiraba por ser un insumo de la industria, no por su rico contenido intelectual y artístico. Tampoco su admirado Hegel, ni siquiera Kant, se interesaron por la tecnología, quizá porque evocaba el trabajo manual propio del esclavo.

Solamente la franja radical de la Ilustración francesa exaltó la tecnología hasta el punto de asignarle un lugar privilegiado en L’Encyclopédie, dirigida por Denis Diderot e inicialmente también por Jean D’Alembert, a la que Paul d’Holbach dio su impronta progresista sobre todos los temas de religión y política.

Ni siquiera los ilustrados escoceses, en particular Adam Smith y David Hume, ubicaron la tecnología en la cultura, quizá porque la confundían con su antecesora, la artesanía, a la que, sin embargo, apreciaban. A fin de cuentas, muchos de los ingenieros que se distinguieron en la Revolución Industrial centrada en Manchester habían estudiado en Escocia.

Creo que la obra que usted está examinando es el primer estudio de todas las facetas de la tecnología, desde la concepción del artefacto y su circulación social hasta los problemas filosóficos y jurídicos que suscitan el saber y el hacer tecnológicos. No debería extrañar entonces que su autor, Dominique Raynaud, sea inclasificable: graduado en arquitectura y doctorado en sociología, historiador de la arquitectura y las disciplinas que utiliza (geometría, perspectiva lineal, óptica e ingeniería civil), sociólogo de la ciencia y de la tecnología, docente de Sociología y Epistemología en la Universidad de Grenoble y autor de trabajos especializados, tan prolífico como multifacético.

Raynaud también participa activamente en las controversias sobre internalismo y externalismo, psicologismo y sociologismo, realismo y constructivismo-relativismo, que han movilizado a los estudiosos y curiosos de las ciencias desde la aparición de La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn (1962), Tratado contra el método (1975), de su amigo Paul K. Feyerabend, y La vida de laboratorio: la construcción de hechos científicos (1979), de Bruno Latour y Stephen Woolgar.

Estas y otras obras del mismo estilo causaron sensación porque cuestionaban el valor e incluso la existencia de la razón, de la verdad y de la investigación desinteresada. Ya no había motivos para estudiar una ciencia o una tecnología, ni para criticar a la Contrailustración. Por tanto, cualquiera podía rebuznar sobre ellas, para gozo de los enemigos de la inteligencia.

En otro libro suyo sobre las controversias científicas, aparecido en inglés en 2015, Raynaud examinó cuidadosamente esos ataques a la razón y el objetivismo, mostrando que no se ajustan a la investigación científica ni al diseño tecnológico. En efecto, en ambos casos se da por sentada la existencia del mundo exterior, se procede racionalmente y se aceptan solamente las teorías coherentes y que se ajustan a la realidad, como sugieren la observación, la experimentación y la concordancia con teorías pertinentes ya consagradas.

La obra que el lector tiene en sus manos es una cornucopia de ideas y episodios de la tecnología y de su recepción social desde los tiempos de las pirámides –maravilla artesanal antes que tecnológica– hasta el cine, los satélites espías y la nanotecnología.

Con toda razón, Raynaud distingue la tecnología, o diseño de artefactos, de la ciencia, o estudio de la realidad. Mientras la primera diseña nuevas cosas posibles y busca la utilidad práctica, la segunda busca verdades acerca de lo existente. Pero la tecnología contemporánea, a diferencia de la técnica artesanal, como la que guía la construcción de muros, muebles o vestimentas, hace uso intensivo de la ciencia. Por ejemplo, los computadores habrían sido imposibles sin la física del estado sólido, que a su vez se funda en la mecánica cuántica, henchida de matemática inicialmente pura.

A continuación, Raynaud distingue dos actitudes ante la tecnología: la tecnofobia y la tecnofilia. Y ambas actitudes se adoptan, ya con moderación, ya con fanatismo. Por ejemplo, el teólogo Jacques Ellul era un tecnófobo fanático, ya que no distinguía entre tecnologías buenas y malas. En cambio, el escribidor Martin Heidegger era ambiguo sobre la cuestión ya que, si bien ensució muchas cuartillas con sus ataques a la tecnología, seguramente admiraba la tecnología militar alemana, desde los misiles hasta los campos de exterminio, ya que fue un fervoroso nazi desde el principio hasta el fin.

Hoy día, los tecnófilos más visibles son quienes sostienen que hay tecnologías capaces de contrarrestar todos los aspectos negativos del progreso tecnológico. Raynaud cita dos casos francamente cómicos. El primero es el de los economistas que hablan de geoingeniería, aún nonata, y de los tres filósofos morales que calcularon exactamente que la crisis del calentamiento global se resolvería con disminuir en un 15% la estatura de la gente, hazaña que podría lograr la ingeniería genética.

El segundo caso de tecnofilia fanática o tecnupidez es la afirmación del famoso matemático John von Neumann de que estamos a punto de alcanzar la “singularidad esencial”, el punto en el que los inventos serían obra de robots, no de personas. El prestigio de Von Neumann era tal que en 2008 inspiró la fundación de la Singularity University, subvencionada por la NASA y por empresas de la talla de Google, Cisco, Nokia y Genentech.

Obviamente, ninguno de los tecnúpidos implicados en esa aventura literaria se tomó el trabajo de analizar el concepto de innovación ni el proceso neural que desemboca en una idea tan original como útil, a la vez que moralmente inobjetable.

A propósito, Raynaud no olvida la dimensión ética de la tecnología, la cual, además de ser leal a la verdad, no debe dañar, aun cuando pueda hacerlo. Este problema se presenta cada vez que se trata de “traducir” ciencia básica (por ejemplo, bioquímica) a ciencia aplicada (por ejemplo, toxicología), y de esta a tecnología (por ejemplo, tecnología de gases tóxicos para uso bélico).

Ejemplo: hace un siglo, el eminente físico-químico Fritz Haber inventó el proceso para capturar el nitrógeno atmosférico, que sirvió para fabricar fertilizantes artificiales, así como los gases tóxicos empleados en la Primera Guerra Mundial y el Zyklon B, usado en los campos de exterminio. Haber fue festejado y premiado por militares y políticos hasta que tuvo que emigrar por ser judío. Que yo sepa, nunca se disculpó públicamente por poner su saber al servicio del militarismo. En cambio, su mujer se avergonzó al punto de suicidarse pocas horas después de que Haber y sus patronos brindaran por las noticias procedentes del frente occidental acerca del éxito del gas tóxico en la batalla de Yprès, en 1915.

Las “traducciones” del laboratorio a la fábrica, el campo de batalla o el terreno son muy difíciles de lograr porque exigen modos de pensar diferentes que muy rara vez se dan en el mismo cerebro. Esta dificultad explica, como Raynaud prueba en detalle, que las empresas hayan producido muchísima menos ciencia básica, e incluso tecnología original, que las universidades.

Unas pocas grandes empresas, como Westinghouse, Bell, IBM, Dupont e IG Farbenindustrie, han empleado a unos pocos científicos eminentes como asesores, más que como productores, al modo en que una editorial le encarga a un gran escritor que evalúe una novela de un escritor bisoño, pero no que escriba una novela como El Quijote. Nada grandioso se ha emprendido por encargo a mediocres.

La mayor empresa tecnológica de la historia, el Proyecto Manhattan (1939-1947), que produjo la bomba nuclear, empleó a casi todos los físicos norteamericanos y alemanes exiliados del momento, pero no produjo ningún resultado científico importante; peor aún, paralizó la física norteamericana durante un lustro.

En resumen, este libro confirma la tesis de que la tecnología avanzada utiliza ciencia de punta, y no viceversa. Esta conclusión refuta las tesis pragmatistas, en particular marxistas, sobre las relaciones entre conocimiento y acción, y entre ciencia e industria.

Más aún, Raynaud califica de tóxica para la propia tecnología la política utilitarista de dar prioridad al “desarrollo” (traducción tecnológica) sobre la investigación básica, ya que todas las innovaciones tecnológicas han utilizado conocimientos básicos.

Raynaud también refuta la difundida afirmación de que los laboratorios Bell fueron una “fábrica de premios Nobel”. Lo cierto es que en ellos trabajaron siete premios Nobel, menos que los que trabajaban en las universidades de California, Stanford y Harvard, tantos como en el MIT y solo uno más que en Princeton, Columbia y el Lebedev de Moscú. Además, ¿dónde se formaron los Nobel de la Bell y de la IBM, si no en universidades?

Es verdad que Thomas Alva Edison, Bill Gates y Steve Jobs tienen fama de tecnólogos pese a que no ganaron títulos universitarios. Pero ¿es justificada esa fama? Hay quienes argumentan que, lejos de ser grandes inventores, los tres fueron grandes empresarios caracterizados por su astucia, su audacia y su empuje.

Este libro suministra argumentos en favor de la política científica que han apoyado todos los investigadores y casi todos los estadistas progresistas: fortalecer la investigación básica, aumentando la inversión estatal en ella, y desoír los consejos de los partidarios del descuido o la comercialización de la ciencia.

¿Qué es la tecnología? también nos enseña que la política de financiación pública de la investigación desinteresada ha sido aplicada incluso por gobiernos norteamericanos encabezados por políticos ignorantes y retrógrados. En efecto, los EE.UU. han venido invirtiendo en ella el 2,8% de su PIB (Producto Interno Bruto), al tiempo que la Unión Europea ha invertido solo el 1,9% de su PIB, pese a que la ciencia europea aún no ha recuperado el alto nivel que tenía antes de la Segunda Guerra Mundial. Este descuido se debe en parte a que los estadistas europeos han leído demasiadas tonterías posmodernas. Al fin y al cabo, el posmodernismo se fabricó en París, no en Nueva York.

El autor de este libro apenas se ocupa de la tecnología en el Tercer Mundo, porque apenas hay. Esta deficiencia se debe a que allí no hay demanda de tecnólogos originales. En efecto, casi todos los licenciados de las facultades de Ingeniería del Tercer Mundo no trabajan en diseño, sino en mantenimiento o en administración. Los empresarios de esa región del mundo prefieren invertir en acciones bursátiles, haciendas o, a lo sumo, en comprar “paquetes tecnológicos” (artefactos junto a expertos que enseñen a manejarlos) que invertir en proyectos arriesgados.

Además, esos ingenieros han estudiado con profesores que, en el mejor de los casos, eran buenos expositores de hallazgos científicos hechos lejos y hace tiempo. Los investigadores originales trabajan en unas pocas facultades de Ciencias o emigran a naciones del Primer Mundo, donde hallan los medios, la tranquilidad y los ingresos que les permiten dedicarse tiempo completo a trabajar en lo que más les gusta.

En el Primer Mundo hay científicos y tecnólogos productivos, pero escasean los sociólogos y economistas de la ciencia y de la tecnología. Y la mayoría de estos piensan y enseñan ideas inútiles o falsas. En particular, muchos de ellos sostienen que hoy día las novedades científicas y tecnológicas provienen de la “tecnociencia” y resultan del deseo de ganar dinero o poder, no de satisfacer la curiosidad, como creía Aristóteles, ese pobre ingenuo.

Pero estos autores, desde Michel Foucault a Jürgen Habermas, Helga Nowotny y los miembros de los Institutos de Estudios de la Ciencia y de la Tecnología, aún no han demostrado la existencia de esa bestia híbrida que llaman “tecnociencia”. Raynaud estudia en detalle un gran número de proyectos y hallazgos recientes sin encontrar rastros de esa bestia apareada con el unicornio. Tampoco ha encontrado los “foros híbridos”, compuestos de expertos y ciudadanos comunes, que produzcan conocimientos especializados.

Los deseos de saber y de hacer interactúan, a veces para bien y otras para mal, pero nunca se funden en uno solo. Las empresas contratan a expertos para que les aporten utilidades, no conocimientos acerca de agujeros negros, la trata de esclavos en el Siglo de las Luces o el estatus del axioma de elección. Quien lo dude debería invertir sus ahorros en una empresa sin finalidad de lucro. Por ejemplo, debería emplear a Dominique Raynaud para escribir libros como este.

En otras palabras, la investigación básica es autónoma, es decir, se rige por sus propios criterios, mientras que la investigación aplicada y el “desarrollo” (diseño tecnológico) son heterónomos: se hacen para beneficio, inmediato o posible, de quien los paga.

Ahora bien, la mayoría de las innovaciones tecnológicas tienen raíces científicas. Por ejemplo, en este libro aprendemos que la cámara cinematográfica proviene del “fusil fotográfico”, diseñado y construido para observatorios astronómicos, que no lo patentaron. Dado que todos los grandes observatorios pertenecen a uno o más gobiernos, el público pagó por dar a luz una de las industrias más rentables. Algo parecido sucedió con las industrias eléctrica, farmacéutica y de telecomunicaciones: todas ellas nacieron en laboratorios sostenidos por los contribuyentes. Ejemplo: el proceso que condujo de los científicos básicos Faraday, Maxwell y Hertz a los inventores-empresarios Marconi y Bell.

En general, las “traducciones” de ciencias y tecnologías han sido acompañadas por transiciones capital público-capital privado. Esto está en consonancia con la máxima capitalista “privatización de las ganancias y socialización de las pérdidas”. A los marxistas se les ha escapado este proceso, paralelo a la “tragedia del bien común” que viene ocurriendo desde comienzos de la Revolución Industrial. Se explica: la mayoría de ellos son marxólogos o historiadores antes que estudiosos de la sociedad contemporánea.

En conclusión, este libro de Dominique Raynaud nos enseña mucho sobre las relaciones entre las tecnologías y las correspondientes ciencias naturales y la matemática. También muestra, con ayuda de una multitud de documentos poco difundidos, que el utilitarismo que pregonan los economistas neoclásicos y los estadistas miopes es el peor peligro que enfrenta la tecnología, que languidece sin el apoyo de las ciencias básicas. Como decía Guido Beck, mi maestro de Física, no han entendido que no puede haber leche de vaca sin vaca.

*Department of Philosophy, McGill University. Montreal, Canadá.