San Juan y Entre Ríos
En silencio, repasó las citas del día. Dejó atrás, por unos instantes, el viejo aljibe recuperado, la huerta que estaban montando y esos hormigueros que lo tenían a maltraer en su nueva vida.
Tenía la certeza de haber realizado la prueba de seguridad unos días antes en la esquina de Humberto Primo y Entre Ríos al dejar sobre el tronco de un árbol un paquete de cigarrillos abollado a modo de contraseña. Eso le daba la tranquilidad de lo que venía: una reunión a las tres de la tarde, otra a las cuatro y una tercera para finalizar el día y volver a San Vicente.
Quizás por eso caminaba inadvertido disfrutando del sol de marzo y tratando de conectarse con el bullicio porteño del que se había alejado frente al asedio de los militares. Cuando llegó a media cuadra de la esquina de San Juan y Entre Ríos advirtió dos movimientos extraños. Un hombre parado en medio de la avenida con las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y las piernas firmes. La avenida San Juan era doble mano. No tenía mucha lógica que estuviera ahí. Los autos lo rozaban a escasos centímetros. Walsh disimuló la preocupación y siguió caminando. A los pocos metros, reparó en los ocupantes de un Peugeot 504 en doble fila.
Tampoco le gustó lo que veía. Trató de avanzar con naturalidad para llegar a la esquina. Pero un grito lo sobresaltó. ¡Alto, policía! ¡Alto, policía! ¡Levantá las manos! Corridas.
Autos arando. Peatones a los gritos. Con un movimiento tosco sacó su arma y llegó agazapado a resguardarse detrás de un árbol. Un Renault 4 color blanco dobló en U y cortó el tránsito en la avenida. Apenas pudo ver ese movimiento desde el lugar donde había quedado escondido. En otro sector, una camioneta Ford F-100 se abrió paso a los bocinazos entre los pocos vehículos que aún transitaban. También advirtió la frenada brusca de un Ford Falcon del que descendieron al menos tres hombres armados. Los movimientos se precipitaron. Asomó el brazo y disparó sin mirar a quién le apuntaba. Luego la mitad del cuerpo. Y volvió a disparar. No estaba dispuesto a entregarse. El grupo de tareas lo tenía rodeado. Los disparos le empezaron a llover desde distintas posiciones. Estaba cercado. La muerte era cuestión de segundos.
25 de mayo de 1973
Tres años antes, sin imaginar el final de su vida, Walsh lidiaba con un mapa gigante. Lo movía para un lado y el otro. Buscaba achicarlo para trabajar con mayor comodidad. Cada pliegue le generaba fastidio, pero era la única manera de domar esa cartulina que había conseguido un día antes en una librería de la avenida Corrientes. Debía concentrar su mirada en un punto estratégico: la Plaza de Mayo. Puertas adentro de un departamento oscuro art déco ubicado en Tucumán 458 se dispuso a vivir la jornada histórica del 25 de mayo de 1973, el día de la asunción del presidente Héctor Cámpora.
El humo de los cigarrillos se acumulaba en el ambiente sin ventilar. Desde el cenicero de vidrio rebalsado asomaban restos de los filtros ya sin tabaco. Uno al lado del otro, todos en la misma posición. Las manos se le cansaban a cada rato, y cuando esto pasaba paraba unos minutos para estirar los dedos, que parecían arañas indomables. La artrosis lo obligaba a un movimiento mecánico cada vez que sentía esa rigidez.
Sobre un viejo escritorio, Walsh empezó su tarea con la paciencia de un orfebre. Con lápices de distintos colores identificó aquello que buscaba resaltar. Dibujó una línea recta por Hipólito Yrigoyen con el punto de partida en el Cabildo. Luego, marcó la esquina de Balcarce y deslizó el lápiz hacia abajo hasta llegar a Paseo Colón y continuar por el fondo de la Casa de Gobierno. Por último, marcó otra recta desde Rivadavia hasta la Catedral, y así terminó de completar el perímetro que necesitaba estudiar.
El mapa se pintó con cruces, rectas y anotaciones. Walsh imaginó a la militancia exultante copando ese mismo espacio geográfico. Pensó en Lilia, su compañera, que hacía algunas horas había partido en medio de la algarabía a encontrarse con los compañeros. Ahí estaría mezclada entre una multitud jubilosa que avanzaba hacia el centro. Hasta fantaseó, por un instante, con tirar todo y salir corriendo a sumarse.
Con el mapa preparado y el cuaderno de apuntes abierto, dio el segundo paso. Esta vez no era tan sencillo, porque requería de algunos conocimientos técnicos. Acomodó los cables. Abrió una de las ventanas. Corrió la cortina que ensombrecía el lugar. Apuntó con la antena del aparato hacia el cielo celeste. Y empezó a mover una perilla diminuta. El scanner, que en apariencia lucía como un pequeño walkie talkie, empezó a emitir sonido. Había logrado interferir las comunicaciones policiales. Se dispuso a escuchar. Q.A.P, Q.A.P, comando llama, comando llama, escuchó entre otras siglas que fue descubriendo. A esa hora el intercambio de comunicaciones era tan intenso que presagió un día largo. Percibió que había una manera afirmativa de emplear el histórico código Q y otra manera interrogativa. Entonces, si un policía decía Q.T.H sin una entonación determinada era porque estaba pasando su posición geográfica. También podía hacerlo a modo de pregunta, lo que significaba que estaba solicitando la ubicación de su interlocutor. Walsh era un criptógrafo destacado. Sabía mejor que nadie cómo detectar mensajes cifrados y desentrañar claves secretas. Se trataba de un oficio particular aprendido durante su incursión en la Cuba revolucionaria, donde fue clave su aporte a la agencia Prensa Latina y a la inteligencia de Fidel Castro. Fue el encargado de Servicios Especiales en la fundación del proyecto que el Che Guevara le había requerido a otro periodista argentino, Jorge Masetti.
Una tarde de 1961, mientras controlaba el envío de los cables, se detuvo en uno en particular que provenía desde la empresa de comunicaciones Tropical Cable de Guatemala. Le llamó la atención la cantidad de signos inentendibles y sospechó que podían ser claves secretas. Lo que a simple vista parecía un error técnico terminaría siendo un hallazgo histórico.
Ayudado por libros de criptografía logró desentrañar la madeja. El cable estaba dirigido a Washington por el jefe de la CIA en Guatemala; un funcionario diplomático destinado en la embajada norteamericana en ese país. El documento exponía los planes del complot.
A los pocos meses, la invasión en la Bahía de los Cochinos resultó cierta, pero las tropas castristas ya estaban advertidas gracias a la tarea de Walsh. Doce años después y a miles de kilómetros de La Habana usaba todo ese conocimiento detectivesco para descular el comportamiento policial en un momento concluyente de la historia argentina.
Las órdenes que intercambiaban los policías se mezclaban con el sonido de una radio AM que transmitía los detalles de la asunción presidencial. Walsh se concentró en el sonido metálico del scanner. Esa fritura apenas audible que le permitía interceptar las órdenes y conocer desde adentro cómo se movía el enemigo. Cada dato obtenido lo volcaba en el cuaderno y, luego, le daba un criterio de ubicación en el mapa.
En su tarea de espionaje, también utilizaba un grabador marca Geloso para registrar las voces que emergían con modismos que le resultaban familiares por su formación de periodista policial. Y cuando algo le resultaba confuso, al quedar registrado, podía volver a escuchar el sentido de la orden emanada para entender el significado. Todas las comisarías porteñas estaban abocadas al operativo.
Cámpora juraría en el Congreso, para después trasladarse a la Casa Rosada y completar la asunción. Walsh presumía que la ceremonia podía salir mal. Que algún grupo faccioso buscaría arruinar la fiesta del retorno de la democracia tras tantos años de oscuridad. Un proceso que conocía a la perfección, ya que en los últimos años profundizó su compromiso político involucrándose en la militancia.
Hacia fines de 1970, había comenzado un camino indeclinable que desembocaría en Montoneros. Primero se vinculó orgánicamente con las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), la organización que más tenía que ver con el peronismo histórico porque pisaba fuerte dentro del sindicalismo y llegaba a la clase obrera mediante “el Peronismo de Base” (PB).
Con la llegada al poder del general Agustín Lanusse y la posterior perspectiva de una salida electoral, se produjo una ruptura interna. Un sector de las FAP consideraba a Perón como el único líder capaz de articular un desenlace democrático y creían revolucionario al movimiento peronista. Otro grupo, denominado Alternativa Independiente de la clase obrera y el pueblo peronista (AI), se postulaba como la única herramienta política propia de los trabajadores. Esta última facción, liderada por Raimundo Villaflor y Jorge Caffatti, ponía el acento en la lucha de resistencia distanciándose de los llamados burócratas y traidores.
Al triunfar este sector proceso interno denominado homogeneización política ideológica compulsiva. Walsh tenía un vínculo estrecho con Villaflor, uno de los sobrevivientes del tiroteo en la pizzería La Real donde murió, entre otros, Rosendo García, secretario general de la UOM de Avellaneda. Aquel episodio lo inspiró a realizar una investigación que primero publicó, a mediados de 1969, en una serie de notas en el semanario de la CGT de los Argentinos (CGTA) y luego compiló en el libro ¿Quién mató a Rosendo? Fue el propio Villaflor quien acercó a Walsh a la militancia peronista.
La relación de confianza se hizo aún más estrecha con el paso de los años. En 1972, Walsh también participó de la militancia sindical con la Agrupación 26 de Julio del gremio de prensa junto a su hija María Victoria, Lilia Ferreyra su pareja y dos amigos y colegas: Silvia Rudni y Carlos Aznárez. Por esos días el debate entre los militantes se centraba en el camino que debería tomar la Argentina de cara al futuro.
En las FAP ya se registraba una fuerte radicalización contra algunas posturas movimientistas, que priorizaban la actividad como partido político. Otros reafirmaban la vigencia de la lucha armada. Esas discusiones llevaron a un proceso de debilitamiento interno. El desgaste inició el tránsito hacia la desintegración.
Muchos militantes saltaron hacia Montoneros. Walsh fue uno de ellos. Ni bien empezó el discurso presidencial, bajó el volumen del scanner y subió el de la radio.
Eran las diez de la mañana. Se sirvió el primer café del día. Se quitó los anteojos con los que combatía su miopía y se dispuso a escuchar. El país se paralizó. Yo, Héctor José Cámpora, juro por Dios, nuestro Señor, y los Santos Evangelios A los pocos minutos, se oyeron los primeros aplausos de emoción en el recinto. Se gritó por Perón. Se cantó por Perón.
El Congreso se convertía en una prolongación de la euforia callejera, de la bronca acumulada de un pueblo proscripto. Afuera comenzaban los primeros incidentes. Walsh abandonó la transmisión y volvió al scanner.
Escuchó los episodios en clave policial. Logró interceptar las radios de la Policía Militar, encargada de la represión en la puerta del Edificio Libertador. Los manifestantes cuadriplicaban en cantidad a los efectivos militares. Los soldados se sintieron acorralados, temieron que la multitud copara las instalaciones y abrieron fuego.
El primer disparo fue certero. Un manifestante cayó herido. Comenzaron las corridas. El clima se tensó por completo. En la Plaza de Mayo, la noticia de los incidentes provocó revuelo. El palco oficial fue conquistado por un grupo de militantes. Otros, que llegaban desde el Obelisco, se treparon hasta la terraza del edificio de la Curia, pegado a la Catedral, para colgar banderas. Reinaba el descontrol.
A las 11.50, Cámpora terminaba su discurso presidencial y era advertido del clima violento. La custodia suspendió el traslado por tierra. No estaban dadas las condiciones. Decidieron usar el helicóptero. Walsh llegó a escuchar el intercambio de mensajes de las fuerzas de seguridad en el momento de mayor descontrol. También escuchó cómo preparaban la nave que surcaría el cielo de la Capital.
En ese momento, la Guardia de Infantería se replegaba en las escalinatas del Banco Nación para buscar un mejor lugar desde donde minar la plaza de gases lacrimógenos. Temió por Lilia, por los compañeros, por el devenir de un país cuyos liderazgos parecían no estar resueltos. En pocos segundos, Cámpora recorrió por aire las quince cuadras entre el Congreso y la Casa de Gobierno. Lo acompañaba su vicepresidente, Vicente Solano Lima. Al llegar, les tomó juramento a los ministros y salió al balcón para calmar a la multitud embravecida que coreaba su nombre.
En la plaza, los militantes empezaron a desconcentrarse mientras convocaban a una manifestación en las puertas de la cárcel de Villa Devoto. Llegarían con antorchas y banderas para exigir lo que había sido una de las promesas de campaña. Walsh se sobresaltó con el ruido de la llave. Lilia estaba de regreso con la idea de sumarse a las columnas que clamarían por la liberación de los presos políticos. La jornada había sido agotadora, pero Walsh no estaba dispuesto a perderse una nueva gesta. Plegó el mapa gigante, cerró su cuaderno repleto de anotaciones, apagó el scanner policial y se vistió para salir. Había terminado su primera gran operación de inteligencia para la organización Montoneros.
¿Dónde están?
El rastro de la obra inédita de Walsh no se pierde en la ESMA. No fue ese el último destino donde vieron los papeles robados en San Vicente. Seguir su derrotero fue una tarea compleja.
Una reconstrucción sinuosa e incompleta. Los sobrevivientes acreditaron haberlos visto en distintos sectores del centro clandestino: El Dorado, La Pecera y un ropero de la oficina del
Sótano.
Todo eso sucedió entre 1977 y 1978. En esos meses, los marinos lograron ordenar, clasificar y archivar todos los papeles de Walsh. No hay indicios de que hubieran decidido quemarlos o intentado desprenderse de ellos. La intención de preservarlos era evidente.
Incluso hasta hoy. Cada grupo de tareas tenía un archivo propio que se iba generando con la documentación robada en los operativos. Era la manera de recopilar información para poder armar el organigrama de las distintas estructuras de Montoneros.
Una suerte de rompecabezas de cada ámbito de militancia. Con ese mapa la cacería se hacía más efectiva. La documentación que circulaba por la ESMA era microfilmada. Una parte del trabajo se hacía dentro del centro clandestino. La otra, en las instalaciones de una productora audiovisual llamada Chroma S.A. que la Marina había montado en Besares 2025, en el barrio de Núñez.
La propiedad donde funcionada la empresa estaba a nombre de Juan Héctor Ríos, una falsa identidad que usaba el teniente de fragata Jorge Radice. En ese lugar se microfilmaba sólo en la madrugada, cuando la productora no estaba en funcionamiento. La orden había sido clara: de cada documento debían hacerse tres copias. Una iba a parar al archivo del Servicio de Inteligencia Naval.
El destino final de esos documentos sigue siendo un misterio, pero está claro que Radice es un personaje clave en la ruta de los papeles de Walsh. Fue un hombre de máxima confianza del almirante Emilio Eduardo Massera. Por eso, y por sus conocimientos contables, le asignaron la Tesorería del centro clandestino. Si bien nunca dejó su cargo operativo, era el encargado de las finanzas de la ESMA.
En los primeros meses de 1979, ya con Massera fuera de la comandancia, se decidió sacar del centro clandestino toda la documentación sensible que buscaban preservar. Hacía pocos meses que lo había reemplazado el comandante Armando Lambruschini.
El cambio de manos dio lugar a recelos internos. Varias cajas repletas de papeles fueron a parar a distintos domicilios. Uno de ellos lo aportó Radice. Desde comienzos de ese año, Ruger, como lo conocían en la ESMA, puso a disposición del proyecto presidencial de Massera la casa de sus padres en la esquina de Zapiola y Jaramillo, Saavedra. Fue acondicionada para funcionar como una oficina donde un grupo de detenidos realizaba tareas de monitoreo de medios de comunicación.
Los informes del clipping diario iban a parar a la otra oficina de Massera, en Cerrito 1136. Los prisioneros, que eran forzados a trabajar, cumplían con una rutina laboral vigilados por un primo de Radice de apellido Barletta, que hacía de guardia y vivía a metros del lugar. Dentro de la casa, los detenidos se ubicaban en una habitación del primer piso, que tenía una mesa gigante donde apoyaban los diarios para leerlos, marcarlos y resumirlos. Podían usar el baño, la cocina y el patio, incluso algunos se quedaban a pasar la noche; pero tenían prohibido acercarse a uno de los cuartos de la planta baja, que siempre permanecía cerrado con llave.
☛ Título: Emboscada
☛ Autor: Facundo Pastor
☛ Editorial: Aguilar
Datos del autor
Facundo Pastor (Buenos Aires, 1979) es periodista, abogado y productor.
Comenzó su carrera redactando crónicas deportivas y luego se desempeñó como cronista de radio y TV. Se especializó en investigaciones judiciales y policiales para el noticiero de América 2
En 2015 publicó su primer libro, Nisman. ¿Crimen o suicidio? ¿Héroe o espía? Y en El gran arrepentido-
Actualmente conduce Equipo de Noticias en la señal A24 y trabaja en la producción de documentales para distintas plataformas.