DOMINGO
Libro

El poder de los sexos

Por qué no cuestionar la ciencia y sus verdades.

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En La invención de los sexos de SXXI Editores, Lu Ciccia busca dar respuesta a algunas cuestiones que pocos se plantean por ser consideradas verdades. | Juan Salatino

En la lectura actual de la diferencia sexual no solo el cerebro del varón muestra optimizaciones. Si algo vimos, es que luego de la segunda posguerra el discurso científico hizo de las diferencias, de por sí jerarquizadas, un virtuosismo propio de cada sexo. Y ahora cabe mencionar que la otra capacidad cognitiva caracterizada por mostrar una diferencia consistente entre varones y mujeres es la fluidez verbal. No es sorprendente que, en las pruebas que la evalúan, las mujeres muestren un desempeño superior a los varones. Desde Aristóteles hasta la actualidad, no ha pasado tanta agua bajo el puente: apenas un poco de psicología evolutiva, testosterona y teoría organizacional/activacional (O/A).

Así, con los recursos moleculares del siglo XXI, Melissa Hines se propuso corroborar la existencia de una correlación entre hormonas y esta destreza verbal. Su equipo realizó un estudio que implicó la toma de muestras de saliva de 36 niños y 42 niñas en el período coincidente con el pico hormonal de testosterona posnatal o minipubertad (uno-tres meses de edad).

Hines encontró una relación negativa entre testosterona y expresión verbal y sus resultados sugieren que la exposición temprana a los andrógenos contribuye a las diferencias observadas entre los sexos.

No puedo dejar de mencionar que existen abundantes estudios que miden la habilidad espacial y la fluidez verbal de las personas trans que no han pasado por tratamiento hormonal con el objetivo de observar si éstas muestran un desempeño concordante con el de su sexo o con el de su identidad de género. Así, existen trabajos que muestran que los trans varones se desempeñan mejor que las cis mujeres en tareas espaciales y que las trans mujeres superan en las pruebas verbales a los cis varones. El fundamento de estos estudios es corroborar la teoría O/A para concluir que la tendencia hacia la “feminización” en trans mujeres y la “masculinización” en trans varones es una cualidad innata no relacionada con la intervención hormonal exógena y estrechamente vinculada al desarrollo prenatal del cerebro.

Al igual que con las habilidades visoespaciales, el equipo de Janet Hyde utilizó el metaanálisis para evaluar la existencia de diferencias en la fluidez verbal entre varones y mujeres. Para sorpresa del discurso neurocientífico dominante, encontraron que, una vez más, el tamaño del efecto era moderado.

El equipo de Janet Hyde utilizó el metaanálisis para evaluar las diferencias en la fluidez verbal.

Hyde destaca que en una diversidad de metaanálisis no se encontraron diferencias en cuanto al vocabulario, la facilidad de escritura y la comprensión de lectura.

Los estudios de Hines ponen en evidencia una vez más la circularidad de los sesgos androcéntricos en las investigaciones actuales y la subordinación de las subjetividades feminizadas. Tal como ocurrió con Ingalhalikar, su hipótesis se orienta a utilizar la tecnología molecular para corroborar el presupuesto decimonónico a priori acerca de su propia inferioridad: ya lo dijo Moebius, carente de fuerza física e incapacitada para las pruebas de hecho, “la palabra es su única arma”.

Con el cerebro del varón optimizado para las habilidades visoespaciales y al mismo tiempo enarbolando la cognición social como una capacidad que implica cierta superioridad en la mujer –pero que en realidad reafirma su inferioridad intelectual–, aún perseguimos los postulados embriológicos y evolutivos de mediados del siglo XIX: en otras palabras, el varón representa el estadio superior dentro de la especie humana.

Ahora bien, más allá del estudio de Hines y el metaanálisis de Hyde, lo que nos ocupa es reflexionar acerca de, si existieran diferencias entre varones y mujeres para ciertas capacidades verbales, ¿qué explicaciones tendríamos si dejáramos de reproducir el sesgo de causalidad? Ese entrenamiento informal que insinué en la sección anterior respecto de las habilidades visoespaciales, ¿podría ocurrir también en relación con la capacidad verbal? ¿Qué sucede en nuestras primeras formas de sociabilidad?

 

Niñe, que eso no se hace, que eso no se dice, que eso no se toca…

Recuerdo que hace unos años, una mañana de domingo de mucho calor, estaba en plan bar y compu para continuar la tesis que cinco años más tarde derivó en este libro. Yo estaba en una mesa del fondo, mirando hacia la puerta del café, cuando hizo su entrada una familia, de esas que llamamos “tipo”: mamá, papá, niño y niña. La mamá y el niño se sentaron lado a lado, mirando a la calle, la niña frente a la madre y el padre frente al niño. Estaban a pocos metros y veía la mesa de costado, empezando por madre y niña.

Bajé la vista y seguí con lo mío. Estábamos solo nosotres y una de las chicas que atendía. De pronto escuché un grito cortante: “¡No te sientes así!”. De inmediato levanté la vista.

La niña, roja como un tomate, cerró rápido las piernas, pero dijo mirando a su mamá y señalando a su hermano: “¿Por qué él sí puede? Miré al niño despatarrado, que había enmudecido ante el grito de la madre. Sin inmutarse, la mujer miró de reojo a su hijo y le espetó a su hija: “Te lo dije mil veces, él es nene y las nenas no tienen que sentarse así, queda feo”. El pater familias guardaba un silencio absoluto. Se oyó ruido de tazas. La chica del bar llevó el café con leche a la mesa.

¿Y yo? Barajé dos opciones: irme del bar con una angustia impotente o canalizarla a través de la escritura. Opté por la segunda y me concentré en la pregunta que empezó a rondarme esa mañana: ¿hasta qué punto las normativas de género, violentas en su génesis, afectan nuestra forma de movernos en el mundo, de mirarnos, de sociabilizar, de ser, en un sentido molar/molecular? Pedí una cerveza; después de todo, ya era casi mediodía.

 

De juguetes, conducta y neuroendocrinología: habilidades, ¿“sexadas” o “generizadas”?

Los juguetes identificados como de niñas y su impacto en el desarrollo de las habilidades sociales no han sido muy explorados. Lo que sabemos, sin duda, es que están vinculados al cuidado y al ámbito doméstico y que, en tanto objetos, son menos agresivos que los juguetes para niños. Por el contrario, los juguetes que identificamos como de niños sí fueron estudiados en relación con sus efectos sobre el desarrollo de ciertas habilidades. Por ejemplo, los bloques y el Lego involucran construcción e implican un entrenamiento espacial para rotar los objetos hacia diferentes orientaciones. En esta línea, se comprobó que el desempeño para las pruebas espaciales puede mejorar de manera informal con los videojuegos. En otras palabras, los juegos de niños sirven para entrenar las habilidades visoespaciales.

La pregunta obvia y necesaria es: ¿podemos afirmar que la identificación de juguetes y juegos como de niñas y de niños resulta de preferencias naturales? Desde Gall, pasando por Moebius y el Money adherido al dogma clásico hasta la actual neuroendocrinología, no es difícil inferir la respuesta.

Hoy predomina la idea de que se trata de una disposición dada por las hormonas prenatales. Esta idea sostiene que las diferencias en las preferencias de juego se observan ya a los dos años, que éstas han sido demostradas por numerosos estudios a través de distintas mediciones y que constituyen una de las diferencias más grandes y consistentes entre los sexos.

Puesto que la mayoría de las investigaciones orientadas a la búsqueda de diferencias sexuales se realizan en los Estados Unidos y Europa, China ha comenzado a criticar esta centralización en los estudios acerca del “desarrollo de género” y su producción en este campo de conocimiento va en aumento.

Así, un trabajo reciente realizado en Hong Kong buscó corroborar si los resultados observados en las poblaciones de la cultura occidental eran válidos para la población china. Dado que los estudios a gran escala, financiados por los países de siempre, habían mostrado que las diferencias de género relativas a ciertas conductas de juego y habilidades espaciales eran consistentes en distintas culturas, este trabajo se propuso dos objetivos: primero, comprobar si había una preferencia por los juguetes de niños (pistola para disparar dardos, bloques, vehículos de juguete, herramientas de juguete) en los niños, y de los juguetes de niñas (bebés, kits de cocina, muñecas Barbie, kits de maquillaje) en las niñas.

La mayoría de las investigaciones que buscan diferencias sexuales se realizan en EE.UU. y Europa.

Y, en segundo lugar, si existía una correlación entre los juguetes masculinos y femeninos y el desarrollo de habilidades espaciales y sociales, respectivamente. Los objetivos del estudio también fueron evaluados con juguetes considerados neutros (xilófonos, libros, tableros de dibujo, rompecabezas, animales de peluche).

La muestra fue realizada en 349 y 295 niñes que cursaban el último año de jardín de infantes en distintas localidades de la región de Hong Kong. Los resultados obtenidos no sorprenden: comprobaron que la preferencia por los juguetes también se replica en esta población, y además, observaron que las niñas tienden más que los niños a elegir los juguetes neutros.

La rotación mental –una forma de medir la habilidad espacial– correlacionó de manera positiva con los juegos masculinos en niños, pero no en niñas. En otras palabras, el desarrollo de esa habilidad se vio beneficiado por el uso de esos juguetes solo en niños. La agresión también correlacionó positivamente con los juegos masculinos en niños. Otra conclusión importante es que la dirección de las diferencias no difiere de Occidente, pero su tamaño varía: las diferencias espaciales fueron menores entre los niños y las niñas evaluades en China. La hipótesis es que esta variación puede deberse a prácticas culturales específicas: por ejemplo, la escritura de caracteres chinos podría reducir las brechas de género en las habilidades espaciales. En cuanto a la no correlación en las niñas entre habilidades espaciales y juegos masculinos, advierten que algunos estudios sí encontraron esta correlación. Sin embargo, para interpretar sus resultados, proponen que quizá se deba a la forma de juego: las niñas tienen una manera “menos espacial” de jugar. Quiero que recordemos esto.

Este trabajo es muy ilustrativo porque muestra los dos presupuestos fundamentales del actual discurso neuroendocrinológico, a saber:

  • La corroboración transcultural de la preferencia de juguete se usa para probar que existen disposiciones naturales para ciertas habilidades cognitivas-conductuales.
  • Al resaltar que la magnitud de las diferencias para las habilidades espaciales entre niños y niñas es menor en China que en las sociedades occidentales, proponen que esta variación puede deberse a una práctica cultural específica. Es decir, lo cultural explica la diferencia de grado (cuánto) sobre una diferencia cualitativa ya dada (natural-universal). En este sentido, subrayan que las niñas, aun jugando al mismo juego, lo hacen de manera “diferente”, pero no sugieren a qué puede deberse. Este vacío explicativo respecto de una manera “menos espacial” de jugar abona la idea de diferencias naturales también en este sentido.

En definitiva, ¿a qué se debe esta preferencia diferencial por los juguetes y juegos observada entre niños y niñas? La respuesta será cuasi-idéntica a la que se ofreció doscientos años atrás: las diferencias de género en la elección de juguete son producto de fuerzas innatas y sociales. Con la variable “fuerza social” más o menos periférica a lo largo de la historia, el eje principal es el presupuesto científico de una naturaleza justificada en la evolución y los roles reproductivos. No es de extrañar que se mencione que la existencia de preferencias sexo-específica por los juguetes fue corroborada en algunas especies de monos, en las que se observó que las hembras eligen muñecas y los machos autos y pelotas. Por supuesto, la hipótesis es que los niveles de testosterona durante el embarazo juegan un rol fundamental porque las niñas expuestas a altos niveles de testosterona en el útero, en el caso de la CAH, tienden a elegir a los niños como compañeros de juego, prefieren juguetes de niños y presentan menos interés en les lactantes que otras niñas.

Melissa Hines sostiene que la minipubertad es una ventana alternativa y más accesible que las mediciones directas de testosterona en períodos prenatales. Las mediciones a las que se refiere son la pulsión del líquido amniótico o del cordón umbilical y no pueden sistematizarse por evidentes razones éticas, ya que solo se hacen por prescripción médica cuando hay riesgo de heredar enfermedades congénitas. De todos modos, estas técnicas han mostrado poca eficiencia y no siempre correlacionan la circulación de testosterona en la sangre del cuerpo gestante con la del proceso de gestación.

En cambio, dirá Hines, en la minipubertad la hormona no solo influye en la constitución de los genitales masculinos y la función reproductiva, sino que afecta en la posterior conducta de juego. Hines describe que durante el período posnatal temprano la plasticidad cerebral es alta y el desarrollo del tejido nervioso particularmente rápido, lo que implica importantes cambios en el volumen total del cerebro. En definitiva, propone que durante la minipubertad la testosterona puede tener efectos sustanciales sobre el cerebro y la conducta humana, lo cual explica su metodología para evaluar la fluidez verbal.

Para analizar los efectos de esta hormona sobre la conducta de juego, el equipo de Hines realizó un estudio donde se tomaron muestras de orina en 16 niñas y 18 niños en distintas etapas del período posnatal: a la semana de nacer, al mes y luego una vez por mes hasta los seis meses. Sus resultados sugieren una relación positiva entre la testosterona y el tipo de juego elegido. También encontraron una relación positiva entre la testosterona y la elección del juguete. Esto es, en niños se encontró una relación negativa entre la testosterona y la elección de muñecas, mientras que en niñas se obtuvo una relación positiva entre la testosterona y la preferencia por los camiones. Notemos que la testosterona se interpreta como agente activo de diferenciación. (…)

 

Innatismo biológico no… ¿Constructivismo social? Tampoco

La interpretación determinista, esencialista y biologicista de los cuerpos y el comportamiento es parte de los valores androcéntricos ligados a la objetividad y la universalidad. El resultado es una conceptualización mecánica de lo que somos y la consiguiente búsqueda de “puntos de corte” etarios específicos para explicar procesos complejos como la preferencia por objetos, la orientación sexual y la identidad de género. Esta búsqueda parte de presupuestos que reducen esos procesos a datos cuantificables, medibles y observables, y los conceptualiza como inherentes a la especie humana, como características naturales, en vez de relacionarlos en el marco de dinámicas sociales específicas. Pero ¿el “preferir”, el “orientarnos sexualmente”, “la identidad de género”, son rasgos intrínsecos a nosotres?

Tan solo para problematizar estos supuestos, y sumar a los señalamientos de Jourdan-Young sobre nuestras prácticas culturales y su impacto en nuestra subjetividad, quiero mencionar un estudio donde se observó que les niñes que hablan una lengua con mucha carga de género se identifican con un género a más temprana edad en comparación con les niñes cuyas lenguas usan pocos o ningún marcador de género.

Los investigadores advierten que limitan el concepto de identidad de género a la capacidad de identificarse como miembros de un género y no del otro. El estudio abarcó tres grupos de niñes de entre 16 y 42 meses: uno de habla hebrea (Israel), otro de habla inglesa (Estados Unidos) y otro de habla finlandesa (Finlandia). La lengua hebrea es la que presenta una mayor carga de género, la finlandesa la menos cargada y la inglesa un caso intermedio. Les autores encontraron que el grupo de niñes de habla hebrea tuvo el nivel más alto (más temprano) de identificación mientras que el grupo de habla finlandesa presentó el nivel más bajo (más tardío), y por lo tanto, llegaron a la conclusión de que un niñe que habla hebreo percibe las distinciones de género antes y con mayor frecuencia que un niñe de habla finlandesa o inglesa.

Este tipo de hallazgo contribuye a cuestionar la idea de lo prenatal, y de período crítico posnatal, al hablar de identidad de género. Esto es, la identidad de género no es un hecho independiente de nuestros contextos culturales. Ahora bien, también puede interpretarse al estilo del estudio de Hong Kong y su caracterización de la cultura como eso que “agranda o achica” diferencias innatas. En efecto, este es el propósito de hacer estudios con niñes cada vez más pequeñes: una aspiración de las investigaciones orientadas a la búsqueda de diferencias sexuales que promueve la idea de que la cultura nos afecta “a partir” del nacimiento. En otras palabras, se cree que cuanto más pequeña es la persona, menos cultura tiene y que, por lo tanto, si se observan diferencias, estas abonan a la teoría O/A. Esto vale tanto para las diferencias cerebrales como para las conductuales. Respecto de la conducta, se destaca el estudio realizado por el grupo de investigación del popular psicólogo cognitivo Simon Baron-Cohen, que consistió en comparar el tiempo de contacto visual que neonatos de 24 horas de vida establecían al ver un estímulo social (la imagen de un rostro humano) y un estímulo no social (un patrón geométrico). La hipótesis subyacente es que los comportamientos y, en consecuencia, los cerebros son sexualmente neodimórficos (puesto que se habla de diferencias promedio) y cada uno tiene sus especializaciones: los de las mujeres son más empáticos y los de los varones más sistematizadores. Sistematizar se entiende como la capacidad de enfocarse en las partes por encima del todo a fin de entender cómo funciona un sistema.

Por supuesto que la imagen del rostro humano se asocia con la empatía y la del patrón geométrico con la sistematización.

Entonces, el resultado que arroja el estudio de Baron-Cohen es que las niñas, en promedio, pasaron más tiempo mirando el rostro que los niños, quienes, en promedio, pasaron más tiempo mirando el diseño geométrico. Esto corroboraría su hipótesis de que las mujeres tienen facilidad para la percepción social y los varones para la percepción mecánica, y que estas facilidades resultan de diferencias neurogenéticas o neuroendócrinas que se proyectan luego en las distintas carreras académicas-profesionales que siguen mujeres y varones. 

¿Podemos afirmar que la identificación de juguetes resulta de preferencias naturales?

En primer lugar, suscribo a la crítica que realiza la neurocientífica británica Gina Rippon: se trata de un estudio que hasta la fecha no se ha replicado y cuyo número de muestra era bajo: 44 niños y 58 niñas. Otro detalle que me gustaría destacar: de los 44 niños, once mostraron preferencias por el rostro y 14 no mostraron preferencia alguna. Podemos decir entonces que un 56,8% no mostró preferencia por el diseño geométrico. Y de las 58 niñas, diez mostraron preferencia por el diseño geométrico y 27 no mostraron preferencia por ninguna imagen. En otras palabras, el 63,8% no mostró preferencia por la imagen del rostro. La manera en que Baron-Cohen acomoda los datos, y la que yo propongo, tienen algo de esa manipulación estadística y de comunicación que mencionamos en la sección anterior.

Además, como también ha señalado Rippon, las imágenes no se mostraron al mismo tiempo, sino una después de otra. Pero, si fueron mostradas en orden aleatorio para contrabalancear, esto supone que el número de bebés es más problemático. Es decir que habría dos grupos: les que primero vieron un rostro y les que primero vieron el patrón geométrico.

Esto amplía la combinación de resultados posibles porque el orden de aparición, aun randomizado, se convierte en una variable en sí. Supongamos que, de las 58 niñas, 29 vieron primero el rostro humano, ¿cuántas de ellas pasaron más tiempo mirando el diseño geométrico? ¿Y el rostro humano? ¿Y las que no mostraron preferencias? Además, notemos que del total de niñas fueron 21 las que pasaron más tiempo mirando el rostro, contra 27 que no mostraron diferencia alguna. ¿Acaso esto no da cuenta de un cerebro “neutro” antes que “empático”? Por otro lado, el criterio de “contacto visual” para personas con 24 horas de vida resulta, cuando menos, problemático.

En este sentido, el llanto es muy evidente, pero hay otras variables que se nos escapan y responden a que atribuir un estado mental a las criaturas no es una medición objetiva. Por otro lado, si bien precisan que en las filmaciones se tuvo cuidado de no capturar el sexo de las criaturas para no sesgar las interpretaciones, no queda claro si lo lograron.

Además, por tratarse de un estudio simple (hecho una vez), esos valores dan más cuenta del azar de quienes integraron la muestra que de diferencias prenatales sexo-específicas que disponen a ciertas habilidades. Más aún, conociendo los tejes y manejes detrás de las publicaciones científicas, ¿podemos estar segures de que ningún laboratorio, incluido el del propio Baron-Cohen, intentó replicar ese estudio realizado en el año 2000? ¿O si lo hicieron y, dado que no encontraron las diferencias “esperadas”, ignoramos los resultados puesto que no se publicaron?

Con lo anterior no quiero sugerir una intención maliciosa y consciente de ocultamiento. En cambio, y una vez más vivido en carne propia después de pasar largas horas encerrada en un cuarto de conducta con ratones, se debe a que nos autoconvencemos de que si no corroboramos la hipótesis, es porque fallamos en la metodología o hubo contaminaciones en el proceso y entonces tenemos que repetir hasta corroborarla. En otras palabras, la idea está ya corroborada en nuestra subjetividad objetivada antes de probarla.

Por último, la hipótesis explicativa de Baron-Cohen se sustenta en los roles reproductivos: la evolución y el rol del macho-cazador que justifican sus preferencias innatas en la conducta de juego y la elección de juguete y su mayor capacidad para desarrollar habilidades visoespaciales. Como vimos, esta justificación ya no es ofensiva para las mujeres porque se la enmarca en la idea de complementariedad cerebral: los dos cerebros son diferentes, pero igualmente importantes.

Esta idea queda muy bien reflejada en el estudio recién citado, donde desde el comienzo se habla de la superioridad femenina en la sociabilidad y en ningún momento se alude a la supuesta superioridad masculina para la sistematización.

Claro, como sabemos que la sociabilidad está infravalorada en este sistema de valores androcéntrico, hay que disimular la jerarquización implícita en los presupuestos cerebrales.

 

Título: La invención de los sexos

Autora: Lu Ciccia

Editorial: SXXI Editores
 

Datos de la autora 

Doctora en Estudios de Género por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y licenciada en Biotecnología por la Universidad Nacional de Quilmes (Unqui).

Formó parte del Instituto de Investigaciones Filosóficas (IIF-Sadaf) y obtuvo un premio de bioética por su trabajo “El sexo y el género como variables en la investigación biomédica y la práctica clínica”. 

Desde 2019, es investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México (CIEG-Unam) en el área de Género en la Ciencia, la Tecnología y la Innovación.