DOMINGO
LIBRO

La construcción de la identidad

Un concepto clave en la política contemporánea

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El concepto de identidad domina el lenguaje académico y cotidiano: identidad política, étnica, de género y muchas otras más. | JUAN SALATINO

Desde hace un tiempo y casi por todas partes, se escribe y se oye hablar de identidad: identidad nacional, identidad política, identidad étnica, identidad de género, y un largo “etcétera”. Una constelación discursiva en que se emplea o se discute la noción de identidad, y que se ha expandido en muchas lenguas, también en castellano.

Ahora bien, cuando se dice “identidad”, ¿de qué se habla? La respuesta, que está lejos de ser obvia, menos todavía unánime, está envuelta en querellas. Aunque, por otra parte, se trate de una palabra de la lengua corriente. ¿Quién no sabe qué es un documento de identidad? Pero el asunto se ha enmarañado. El sentido del vocablo no solo no resulta evidente, sino que da lugar al malentendido, al enredo. “Deberíamos poder explicar sin problemas lo que entendemos por términos como ‘nuestra identidad’, pero nos enredamos en nuestras propias explicaciones”, observa el filósofo del lenguaje Vincent Descombes. “Nos sentimos traicionados por las palabras que empleamos. Parece imposible, de pronto, decir lo que queremos decir sin decir también cosas que no teníamos intención de decir y de asumir”. En su artículo “Définir l’identité”, Robinson Baudry y Jean-Philippe Juchs no dicen algo muy diferente:

Evocar la identidad parece hoy dar realce a un discurso completamente trivial, en tanto la noción es de uso corriente.

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Sin embargo, aunque uno se refiere a ella fácilmente, definirla resulta una empresa incómoda.

Seguramente, lo primero que se deba hacer, ante la diversidad de cosas a que se hace referencia con la palabra “identidad”, es señalar que integra diferentes vocabularios o lenguajes. En el habla ordinaria, su significado deriva de la locución latina idem, de la cual procede y que denota “el mismo”, “la misma”, “lo mismo”, “idéntico/a”.

De “identidad” resultarán “identificar” e “identificación”. En este sentido, podría decirse que en los tiempos actuales es el Estado el que nos provee de una identidad, certificando en documentos de identificación que somos la misma persona que decimos ser. Además, en el vocabulario filosófico occidental, el concepto de identidad que afirma, apoyado en un supuesto ontológico, que toda cosa es igual a sí misma (A=A) constituyó durante siglos uno de los pilares de la lógica formal clásica. Se podría decir que estas dos son acepciones tradicionales del término.

La complicación no surgirá sino cuando, ya en la segunda mitad del siglo XX, la palabra se incorpore al movimiento de las ideas en el ambiente intelectual. El primer paso fue su ingreso en el léxico de las ciencias sociales, donde la noción de identidad fue asumida como instrumento para abordar, pensar e investigar una serie de fenómenos de la vida individual y/o social. Dicho de otro modo, en las últimas décadas el término “identidad” se ha hecho parte de un lenguaje especializado, en cuyo marco conoce usos nuevos y debates académicos sobre esos usos. Los nuevos sentidos que cobró el término, sin embargo, no quedarían recluidos en el ámbito de los estudios universitarios. Poco a poco el tema de la identidad, sus definiciones y sus problemas, desbordaron los límites de las investigaciones y las discusiones doctas y entraron en el discurso público. Para circunscribirnos al dominio del español, puede indicarse como muestra de esa extensión el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española, que desde su edición de 2002 incorporó dos acepciones nuevas para la voz “identidad”:

2. Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás. // 3. Conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta de las demás.

Identificando la identidad

La carrera del concepto de identidad en el pensamiento social y político contemporáneo comenzó en los Estados Unidos. ¿Cómo surgió en ese contexto, donde se volverá tema de análisis e investigaciones, de tesis y controversias? En 1983 el historiador norteamericano Philip Gleason publicó el artículo “Identifying identity: A semantic history”. El artículo, que sigue siendo un texto de referencia, estudia los avatares del concepto de identidad desde su ingreso en el vocabulario psicosociológico en su país.

Ya no se podía hablar de inmigración o de etnicidad prescindiendo de la palabra “identidad”, declaraba Gleason al comienzo, refiriéndose al estado de las disciplinas del mundo social en su país. El término, advertía, resultaba a la vez ubicuo y esquivo.

Al rastrear el origen de las acepciones doctas de la palabra, más allá de sus usos ocasionales por diferentes autores, el historiador hallaba dos tradiciones principales. La primera tenía su punto de partida en la obra de Erik Erikson, psicoanalista emigrado de Alemania en 1933 y nacionalizado después como ciudadano estadounidense.

A juicio de Gleason, habría sido Erikson quien le dio ciudadanía al término en los Estados Unidos. “Erikson fue una figura clave en poner la palabra en circulación. Acuñó la expresión crisis de identidad e hizo más que nadie en la popularización del término”. Si bien el psicoanálisis freudiano constituía su doctrina de base (en Viena se había preparado en psicoanálisis infantil bajo la dirección de Anna Freud), Erikson también se verá atraído, ya en su país de adopción, por las investigaciones de antropología cultural sobre el “carácter nacional”. Más aún, haría también algunos trabajos de campo en esa disciplina cuya figura más saliente era la antropóloga Margaret Mead.

Erikson conocía y admiraba la obra de Margaret Mead respecto del carácter norteamericano, y elaboró primeramente sus ideas sobre identidad en la interacción entre “identidad del ego” e “identidad del grupo”, en el marco de la investigación sobre el carácter nacional llevada a cabo durante la Segunda Guerra.

La concepción psicosocial de la identidad que propondrá Erikson ya a partir de los años cincuenta (en 1950 había aparecido su Childhood and Society) llevaría las huellas de ese encuentro con la antropología cultural norteamericana. Él mismo dirá que los conceptos de “identidad” y de “crisis de identidad” que había acuñado procedían de sus “observaciones personales, clínicas y antropológicas, durante los años treinta y cuarenta”. A su juicio, el estudio de la identidad se había vuelto tan estratégico como los de Freud sobre la sexualidad. Entonces: ¿qué era la identidad para Erikson? Un proceso psicosocial que se “localizaba” en tres órdenes: el orden somático, el orden yoico y el orden social.

La identidad resultaba de la interacción entre esas diferentes dimensiones.

Para Erikson, que trabajaba dentro de la tradición freudiana, comenta Gleason, los componentes de interioridad y continuidad eran indispensables.

La identidad se formaba y se modificaba por obra de la interacción entre el individuo y el entorno del medio social, pero, pese a las crisis y los cambios, quedaba en el fondo “acumulada confianza” en la “mismidad y continuidad internas” del propio ser.

Esto, agreguemos, le valdrá a la concepción de Erikson la crítica de que suponía un criterio sustancialista o esencialista de la identidad, es decir, la de ser algo que a pesar de los cambios permanece igual a sí mismo. El cuestionamiento se hará más vivo cuando el análisis de la identidad se traslade a grupos sociales.

El término “identificación”, que procedía del vocabulario freudiano y era empleado por Erikson, le sirve a Gleason para hacer el pasaje a la otra perspectiva, desde la que se abordará el tema de la identidad en el medio universitario norteamericano. En esta corriente también se empleará la palabra “identificación” pero sin conexión con la doctrina psicoanalítica. “Interaccionismo simbólico” es el nombre con que fue bautizada esta orientación que tenía sus padres fundadores en el sociólogo Charles H. Cooley (1864-1929) y, sobre todo, en el filósofo social George H. Mead (1863-1931), ambos estadounidenses. En dos teorías resume Gleason la contribución de esta corriente a la comprensión del mundo social: la teoría de los roles y la teoría de los grupos de referencia, ambas importantes en la literatura sociológica referida al proceso de adquisición de destrezas y normas fundamentales de la vida social. O sea, el proceso de socialización de los miembros de un grupo social. Los sociólogos, escribe Gleason, tienden a ver la identidad como un artefacto de interacción entre el individuo y la sociedad; consiste esencialmente en ser designado por cierto nombre, aceptar esa denominación, internalizar las exigencias que acompañan al rol que indica la designación, y comportarse de acuerdo con tales prescripciones.

Y agrega líneas después, citando el difundido libro de Peter Berger, Invitation to Sociology, “que las identidades no solo son conferidas socialmente”, sino que también “deben ser mantenidas socialmente, y con bastante regularidad sucede así”.

 Desde este punto de vista, la identidad ya no suponía un núcleo sólido y continuo, como en la corriente inspirada en los análisis de Erikson.

El rumbo académico posterior de las definiciones y los enfoques tomaría alguna de esas dos orientaciones. Pero la cuestión identitaria no quedó confinada en el vocabulario experto de los especialistas.

A través de las llamadas “políticas identitarias”, activas desde los años setenta en los Estados Unidos, la palabra salió del discurso docto y se insertó en un vocabulario público. Movimientos de sectores que eran o se consideraban socialmente menoscabados por motivos raciales, étnicos, religiosos, sexuales, etc., exigirían reconocimiento y derechos en nombre de su identidad particular.

En la otra orilla

La literatura norteamericana sobre la identidad cruzará el Atlántico en las últimas décadas del siglo XX. También llegarían a la otra orilla los debates en torno de las políticas de identidad y del derecho a la diferencia. Eric Hobsbawm registraba, en un artículo de 1996, el tema “sorprendentemente nuevo” de la identidad y lo reciente que era la incorporación de ese término en el lenguaje político británico. Después de observar que en los diccionarios de ciencias sociales no había entradas para el vocablo antes de la segunda mitad de los años sesenta, recomendaba seguir la pista de los nuevos usos que conocía el término en los Estados Unidos.

En esa sociedad, señalaba Hobsbawm, era más corriente el hábito de tomarse el pulso (aunque sea como nota marginal, hay que decir que el término “identidad” ya había sido objeto de un artículo breve, pero bien informado, en The Blackwell Dictionary of Twentieth-Century Social Thought, editado en 1993).

En el pensamiento social europeo, la noción de identidad hallará acogidas diversas: rechazos, absorciones, críticas y reformulaciones conceptuales. Probablemente haya sido en el campo de la etnología donde el término tuvo mayor circulación en un comienzo.

Pero en los medios intelectuales no se tardaría en encontrar que la noción importada podía detectar o dar nombre a inquietudes y reflexiones provocadas por el presente de las experiencias en curso: el avance de la globalización económica y la mundialización de la cultura; el proyecto de la unidad europea (¿se podía hablar de una identidad de Europa?); las migraciones procedentes de países surgidos en antiguos territorios coloniales; las alteraciones en el mapa político europeo provocadas por el fin del mundo soviético. El pensamiento social francés fue al principio el más renuente a prestar atención a las teorías y contiendas que se ventilaban en los campus norteamericanos –si bien en muchos casos lo que venía de los Estados Unidos eran reelaboraciones universitarias de lo que se identificaba como la french theory–. Por lo demás, ¿no era la “identidad nacional” un leitmotiv del discurso político de la extrema derecha, personificada por Jean-Marie Le Pen y su Frente Nacional? Pero, finalmente, los viajes y los intercambios de profesores e investigadores abrirían paso al “desvío norteamericano” en el espacio hexagonal.298 Parte de la movida que introdujo en el horizonte intelectual francés la etnometodología, el “giro pragmático” y el “giro lingüístico” fue el asunto de la identidad.

Aunque simplificando las cosas al extremo, unas pocas referencias tomadas al azar de las lecturas pueden darnos una idea de la circulación que conocerá ese tema en el vocabulario y las polémicas intelectuales en Francia. En 1977 apareció, con sello de Éditions Grasset, L’identité. El libro era fruto de un seminario multidisciplinario concebido y organizado por Jean-Claude Benoist, que se desarrolló en el período académico 1974-1975, bajo la dirección de Claude Lévi-Strauss. Tanto en el breve prólogo que encabezaba el volumen como en los comentarios finales del seminario, salta a la vista que el libro se inscribía en una polémica y que el maestro de la antropología estructural tomaba distancia de la temática de la identidad, una “moda”, como la llama:

Hoy es moda, sin más valor que el de una mera moda, reprochar a los antropólogos el fundir culturas radicalmente distintas en el molino de nuestras categorías y clasificaciones y el sacrificar su originalidad distintiva y su carácter inefable al someterlas a formas mentales específicas de una época y una civilización.

Para abordar de forma crítica el tema de la identidad se había ideado el seminario, invitando a especialistas en diferentes sectores del saber –de la etnología a las matemáticas, de la filosofía a la lingüística, el psicoanálisis y la biología– a que expusieran sobre el uso del concepto de identidad en sus respectivos campos de trabajo. A cada ponencia seguía una discusión entre los participantes. En las palabras finales, sin embargo, Lévi-Strauss volvería sobre la querella. “¿Por qué nosotros, siendo etnólogos, nos hemos formulado este problema de la identidad?”. Porque eran objeto de un violento ataque, respondía. “Nos dicen: el fin de la etnología es identificar culturas extrañas e irreductibles a nuestros propios modos de pensamiento. Al hacerlo –prosiguen–, anuláis la originalidad específica de las culturas diferentes de la nuestra”.300 La etnología sería, de acuerdo con esta visión, una forma de pensamiento colonial. Lévi-Strauss no citaba nombres ni textos. Refiriéndose a los argumentos expuestos en el seminario, observaba que “en cada caso se llegaba más a una crítica de la identidad que a su afirmación pura y simple”. O sea, nada avalaba el sustancialismo que advertía en sus adversarios. Sin embargo, el autor de El pensamiento salvaje no renunciaba del todo a la noción de identidad. Ella sería, escribe en unas líneas que no sobresalen por su claridad, “una especie de fondo virtual al que nos es indispensable referirnos para explicar cierto número de cosas, pero sin que tenga jamás una existencia real”.

Unos años más tarde, la prestigiosa revista que dirigía Pierre Bourdieu, Actes de la recherche en sciences sociales, dedica al tema de identidad y región uno de sus números. La publicación traía un artículo de su director, “L’identité et la représentation”, pero lo más sugestivo acaso fuera que el número se abría con las conversaciones sobre la “identidad judía” de Jean Bollack y Pierre Bourdieu con Gershom Scholem, el renombrado historiador y filólogo israelí.

Otra señal de que el tema identitario cundía fue la última obra de Fernand Braudel, L’identité de la France. Braudel solo pudo dar término a los tres primeros volúmenes de un plan que quedó inconcluso. L’identité, que apareció póstuma en 1986, no era una historia de Francia sino una interpretación de Francia.

No mucho antes de su muerte, el gran historiador había declarado en Le Monde:

Creo que el tema de la identidad francesa se impone a todo el mundo, sea de izquierda, de derecha o de centro, de extrema izquierda o de extrema derecha. Es un problema que se plantea a todos los franceses. Por lo demás, a cada instante la Francia viviente se vuelve hacia la historia y hacia su pasado para extraer informaciones sobre sí misma, que puede o no aceptar, que ella transforma o a las cuales se resigna. Pero, en fin, es una interrogación para todo el mundo.

A partir de la pregunta por las particularidades del racismo contemporáneo, Étienne Balibar e Immanuel Wallerstein reunieron en 1988 un conjunto de ensayos bajo el título Race, nation, classe. Les identités ambiguës. A lo largo de trece ensayos, el filósofo francés y el historiador estadounidense mostraban sus coincidencias y sus desacuerdos, dejando ver, entre otras cosas, que la cuestión identitaria no dejaba indiferente al campo marxista. Ese mismo año aparecía en Esprit un artículo de Paul Ricoeur que ejercería mucha influencia (no solo en el medio universitario francés), “L’identité narrative”.

En un artículo que tenía en la mira el último libro de Braudel, el historiador francés Gérard Noiriel escribía:

“El tema de la ‘identidad nacional’ está hoy en el centro de las preocupaciones no solo de los hombres políticos, sino también de los intelectuales. Artículos, obras y coloquios cada vez más numerosos están consagrados en todo el mundo a esa cuestión”.

En Francia, continuaba, “es el último libro de Fernand Braudel el que ha legitimado entre los historiadores el empleo de una expresión de la que ellos antiguamente desconfiaban”.

Para Noiriel, el deseo que había animado la obra postrera de Braudel se inscribía en una genealogía que se remontaba a J. Michelet, continuaba con E. Renán y después con el geógrafo Vidal de la Blache.

En fin, ¿cómo ignorar la reflexión sobre la identidad de Francia que está en la base de la ambiciosa obra colectiva que dirigió el historiador Pierre Nora, Les lieux de mémoire? No había una, sino múltiples Francia (…)

Anotación final

El trabajo de reflexión y pesquisa de sociólogos, antropólogos, filósofos y psicoanalistas que tomaron el concepto de identidad como objeto o como herramienta de interpretación no remite a una sola teoría. No obstante, más allá de divergencias importantes, los estudios que atienden a los frutos de la investigación coinciden en un punto: hacen ver que la identidad, sea individual o de grupo, no es la manifestación de un meollo interior que cada persona traería consigo al nacer –o la expresión del carácter primordial de un grupo o un pueblo–, sino el resultado contingente y nunca enteramente concluido del proceso de interacción entre el “exterior” y el “interior” de cada subjetividad. Como las tradiciones, las identidades no solo deben ser transmitidas e inculcadas, sino también arregladas y renovadas, sea en lo que preservan en forma de memoria como en aquello que se olvida. A veces, para integrar nuevos miembros al propio grupo, otras para legitimar exclusiones. Según las sociedades, varían las agencias por medio de las cuales los miembros de un grupo son inducidos a adoptar los códigos de una cultura. A estos procesos los sociólogos les dan el nombre de “socialización”. Los discursos identitarios constituyen un modo de construir significados que influyen y organizan tanto nuestras acciones como nuestra concepción de nosotros mismos. Nos unen en una comunidad imaginaria y nos separan de otros por obra de una labor continua de diferenciación simbólica: nosotros y ellos.

¿No nos confirma el filósofo uruguayo Arturo Ardao que no hay identidad sin alteridad, cuando sostiene que la noción y el nombre de América Latina están articulados sobre una doble oposición? Por un lado, la antítesis ligada con la imagen de América como Nuevo Mundo, opuesto al Viejo Mundo, denominación que evocaba a Europa, en primer lugar, pero también al Asia y sus antiguas civilizaciones; por otro lado, la antítesis subrayada por el adjetivo “latina”, que opone esta América, la del Sur, a la otra América, la del Norte, la América sajona.

 

☛ Título La invención de nuestra américa

☛ Autor  Carlos Altamirano

☛ Editorial Siglo XXI editores
 

Datos sobre el autor 

Profesor emérito de la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Centro de Historia Intelectual de esta universidad. 

Fue miembro de la revista de crítica cultural Punto de Vista e integra el consejo de dirección de Prismas, revista de historia intelectual.

Autor de numerosos libros sobre política y sociedad como “Intelectuales, Peronismo y cultura de izquierda” y fue coautor con Beatriz Sarlo de “Ensayos argentinos”.