Alas once de la mañana, como un clavo, el profesor emérito Noam Chomsky, lingüista y filósofo, de 86 años, está ya en la trinchera, dando una entrevista a un periodista francés en su despacho del Departamento de Lingüística del Massachusetts Institute of Technology (MIT).
Además de dar sus clases, escribir sus artículos y atender a sus alumnos, Chomsky imparte conferencias allá donde lo invitan –“tengo la agenda llena hasta 2016”, dice– y contesta personalmente las docenas de mensajes y cartas que recibe cada día.
—Se le ve sonriente. ¿Todavía encuentra razones para ser optimista?
—Bueno, algunas hay. Aunque no faltan tampoco para ser pesimista. La humanidad tendrá que decidir, y no a largo plazo, si quiere sobrevivir u olvidar dos enormes e inminentes amenazas: una, las catástrofes medioambientales; la otra, la guerra nuclear. La amenaza nuclear sigue aumentando; siempre ha sido significativa, y es casi un milagro que hayamos escapado de ella. En este momento, Estados Unidos está dedicando un billón de dólares a modernizar y poner al día su arsenal nuclear.
—Pero casi nadie habla de ello.
—No se habla mucho, salvo algunos analistas estratégicos, expertos económicos y otra gente preocupada por estas cuestiones. Pero hay amenazas muy serias. Una es el conflicto en Ucrania. Uno confía en que las potencias se frenarán, pero viendo los antecedentes no es en absoluto seguro. Sólo un ejemplo: a principios de los años 80, la administración Reagan decidió sondear las defensas rusas. Así que simularon ataques por tierra y aire, incluyendo armas nucleares. No dijeron a los rusos lo que estaban haciendo porque querían provocar no un simulacro sino una alerta real. Fue un momento de extrema tensión. Reagan acababa de anunciar iniciativas estratégicas de defensa como la Guerra de las Galaxias, pero los analistas de ambos bandos lo interpretaron como un arma de primer ataque. No es un misil defensivo, si en algún momento llega a funcionar, sino una garantía para lanzar el primer ataque. Ahora, conforme los archivos rusos se han ido haciendo públicos, la Inteligencia de Estados Unidos ha reconocido que la amenaza fue extremadamente seria. De hecho, un informe reciente asegura que casi estalla la guerra.
—Así que estamos vivos de milagro.
—Vuelvo a su pregunta inicial… ¿Optimismo? Es siempre la misma historia. Siempre, no importa cómo juzgues lo que está pasando en el mundo, tienes, básicamente, dos opciones. Puedes decidir ser pesimista, decir que no hay esperanza y abandonar todo esfuerzo, en cuyo caso contribuyes a asegurar que suceda lo peor. O puedes agarrarte de cualquier esperanza, siempre hay alguna, e intentar hacer lo que puedas, y quizás así seas capaz de evitar un desastre, o incluso de abrir el camino a un mundo mejor.
—Usted cambió la lingüística cuando tenía 29 años, y luego intentó cambiar el mundo. Todavía sigue en ello. Imagino que lo segundo ha sido más duro que lo primero. ¿Ha valido la pena?
—¡Cambiar la lingüística también fue bastante duro! Tiene un poco de ciencia, aspectos de filosofía contemporánea… Creo que he estado en el lado adecuado, aunque formo parte de una pequeña minoría.
—¿Y diría que el balance ha sido positivo?
—Ha habido éxitos, no sólo míos, sino de la oposición popular a la violencia, a la guerra, a la desigualdad. El movimiento por los derechos civiles, en el que yo no fui una figura de referencia pero estuve involucrado, como tantos otros, consiguió objetivos significativos, aunque no todos los que perseguía ni mucho menos. Si hacemos caso a la retórica oficial, la lucha de Martin Luther King acaba en 1963 con su famoso discurso “Yo tengo un sueño”, que condujo a la legislación de los derechos civiles y a una mejora significativa de los derechos de voto y de otros derechos en el Sur. Pero King no se detuvo en ese punto. Continuó luchando contra el racismo del Norte, y también intentó generar un movimiento por los pobres, no sólo negros, sino los pobres en general. King fue asesinado en Memphis (Tennessee) mientras apoyaba una huelga de funcionarios. Luego, su mujer, su viuda, lideró la Marcha por el Sur, por todas las zonas donde había habido disturbios, llegó a Washington y armó una acampada, Resurrection City. Aquél era el Congreso más progresista de la historia: les permitieron quedarse un tiempo y luego mandaron a la policía, de noche, destruyeron el campamento y desalojaron a todo el mundo. Ese fue el final del movimiento para frenar la pobreza. Hoy sabemos que gran parte del problema no ha sido erradicado.
—Europa vive también el período más sombrío de los últimos cincuenta años.
—Ha habido mejoras importantes, pero toparon con una barrera. Y esa barrera empeoró con el asalto neoliberal contra la población mundial, que empezó a finales de los años 70 y despegó con Reagan y Thatcher. Europa es hoy una de las mayores víctimas de esas políticas económicas de locos, que suman austeridad a la recesión. Incluso el FMI dice que ya no tienen sentido. Pero sí tienen sentido desde un punto de vista: están desmantelando el Estado de bienestar, debilitando a los trabajadores para aumentar el poder de los ricos y los privilegiados. Visto así, es todo un éxito; el resultado es destruir las sociedades, pero eso es una especie de pie de página que no tienes en cuenta si estás sentado en las oficinas del Bundesbank.
—La sociedad ha empezado a moverse. ¿Cree que cambiarán las cosas?
—Hay una resistencia muy significativa contra el asalto neoliberal. La más importante, la mayor resistencia se da en Sudamérica, es espectacular. Durante 500 años, Sudamérica sufrió la dominación de las potencias imperiales occidentales, la última de ellas, Estados Unidos. Pero en los últimos 10 o 15 años ha empezado a romper con eso.
—El mito nacional funciona contra la invasión de pueblos “inferiores”.
—Y así sigue. Puede que no tenga una base histórica o biológica, pero está en la conciencia colectiva. Y ahora estamos en el punto en el que nuestra herencia mitológica anglosajona no sólo se ve amenazada, sino desbordada por esos extranjeros que se están apoderando de nuestro país.
—Sorprendentemente, 25 años después de la caída del Muro de Berlín, Syriza, un partido de izquierda, ha ganado unas elecciones en Europa. Es como si las políticas de la troika hubieran resucitado al enemigo…
—Yo no lo veo así... Por la sencilla razón de que hay muchos mitos acerca del enemigo. Rusia estaba más alejada del socialismo de lo que lo está hoy Estados Unidos; la revolución bolchevique fue un gran fracaso para el socialismo, provocó una tiranía autocrática en la que los trabajadores eran eso que Lenin llamó un “ejército proletario” bajo el control de un líder que no tenía nada que ver con el socialismo.
—¿Syriza no es entonces el péndulo de la historia volviendo atrás?
—Para los patrones actuales, Syriza es un partido de izquierda, pero no lo es por su programa. Es un partido antineoliberal. No exige que los trabajadores controlen la industria…
—No, claro, no son revolucionarios.
—Ni socialistas tradicionales... Y esto no es una crítica, creo que es positivo. Y lo mismo pasa con Podemos: son partidos que se levantan contra el asalto neoliberal que está estrangulando y destrozando a los países periféricos.
—Hablemos sobre la prensa. ¿La decadencia de los periódicos tradicionales tiene que ver con su cercanía al poder o, como aseguran los editores, es culpa de internet?
—Escribo sobre The New York Times y The New Yorker porque lo que me interesa es ese tipo de límite liberal. Lo interesante son los periódicos intelectuales, porque establecen el límite externo de la crítica aceptable. La prensa vive un grave declive, pero creo que básicamente se debe al funcionamiento de los mercados publicitarios.
(Publicado en Chomsky. com)