En todas las coyunturas hay un momento clave que anuncia el comienzo de los nuevos tiempos. A veces, sus contemporáneos lo descubren después, cuando advierten que algo había empezado a cambiar, subrepticiamente, en su existencia; en otras, en cambio, el acontecimiento se impone de inmediato y no deja dudas sobre las novedades de las que es portador. Este fue el lugar que ocupó la inauguración del Bristol Hotel en 1888 en la historia de Mar del Plata. “En Buenos Aires no se habla de otra cosa, se lee en los diarios del mes de enero. En los grandes salones, en el teatro, en los paseos, en todas partes, el tema era el mismo. Decíase, y con razón, por cierto, que el nuevo hotel estaba destinado a ser el preferido y la cita de la élite argentina (...). Cien elegantes cartas de invitación, enviadas por el fundador del Bristol, circularon por personas de alta significación social. Y el viernes 7 de enero, a las 8 de la noche, una flamante locomotora del Ferrocarril del Sur ponía en movimiento sus potentes músculos de acero y haciendo rechinar sus ejes y sus palancas, se lanzaba hacia el sur, más veloz que Eolo, llevando su carga humana, ansiosa de agradables sorpresas”.
La primera sorpresa de los viajeros que acudieron a la cita no fue nada agradable y, en verdad, tampoco fue una sorpresa: el tren arribó a las 11 de la mañana en un día de lluvia y viento, tan característico del clima destemplado del verano en Mar del Plata. Por la crónica de La Nación nos enteramos que el desembarco en la estación de Mar del Plata fue un completo desastre.”Figuraos a nuestras bellas acompañantes, vestidas con sus frescos trajes veraniegos, sombreros de tules y botines de género, corriendo desde los vagones a los coches que aguardaban en la estación sobre el piso fangoso de un suelo resbaladizo y escurrido del agua que Dios mandaba. La lucha por los carruajes tenía forzosamente que ser, como fue, sin condiciones. Todas las reglas de la galantería quedaron por tierra: había necesidad de salvarse del chubasco. (...). Por fin llegamos al Bristol Hotel, siempre bajo la lluvia, tomando las habitaciones por asalto.” El elenco de los viajeros estaba encabezado por Carlos Pellegrini, el vicepresidente de la República, e incluía al gobernador de la Provincia, los directores de los principales diarios, y un selecto grupo de amistades y parientes de los dueños del hotel. Una vez que salieron de las habitaciones con sus mejores galas, el gran comedor del Bristol Hotel les abrió las puertas por primera vez. El banquete de recepción, al cuidado de los 24 chefs, cocineros y mozos contratados en París, seguramente contribuyó a que olvidaran las tribulaciones de su llegada. Más tarde, como era frecuente en las reuniones sociales de la época, se les ofreció una velada artística en la que jóvenes de las familias asistentes se lucieron al piano y el canto.
Días después, bajo un tiempo más apacible, tuvo lugar el otro esperado evento de la temporada estival, el estreno de la primera rambla en la playa próxima al Bristol Hotel. Presidida por Pellegrini y amenizada por los acordes musicales de una banda llegada desde Buenos Aires, la ceremonia congregó junto con los distinguidos visitantes la presencia entusiasta de los habitantes del pequeño poblado.
Entre vítores y aplausos, unos y otros pasaron las horas de la tarde paseando animadamente en el flamante entarimado levantado frente a las casillas de baños. Por la noche, la fiesta se reanudó en el ambiente más exclusivo de los salones del Bristol Hotel; y allí, antes que empezara el baile, Pellegrini improvisó unas palabras profetizando el grandioso desenvolvimiento de Mar del Plata.
Los 25 kilómetros de playas, muchas de ellas enmarcadas por barrancas sobre el mar, que le daban a Mar del Plata un perfil distintivo en la costa bonaerense, no habían sido inicialmente apreciados por sus potencialidades turísticas. Las primeras actividades en el lugar, a mediados del 1800, consistieron en la instalación de un saladero y un minúsculo puerto destinados a abastecer de carne salada o tasajo a la mano de obra esclava de las plantaciones brasileras. La iniciativa conoció sucesivos fracasos; luego de uno de ellos, Patricio Peralta Ramos, gran terrateniente de la zona, reorientó sus esfuerzos hacia un nuevo negocio: la conversión de tierras rurales en lotes urbanos. Subdividió algunas parcelas de su propiedad, las puso en venta y solicitó a las autoridades permiso para fundar allí un pueblo. Mar del Plata surgió, así, en 1874 como pueblo de campaña. En 1877 la cría del lanar, por entonces en auge en la Provincia, atrajo a otro gran propietario rural, Pedro Luro, quien daría un nuevo impulso al proyecto. Pocos años después, el destino agropecuario del enclave costero experimentó una radical transformación cuando se vislumbró la posibilidad de hacer de Mar del Plata una villa balnearia para la recreación de la élite social porteña.
Los fundadores
La historia temprana de Mar del Plata tuvo por protagonistas a estos dos hombres, representativos de las principales ramas que habían confluido en la formación de la clase alta de la época: la más antigua, compuesta por familias arraigadas en los tiempos de la colonia y en los primeros años del país independiente, y la más reciente, nutrida por los inmigrantes exitosos arribados hacia 1830 y 1840 durante la pax rosista.
A la primera pertenecía Patricio Peralta Ramos, cuyos ancestros fueron encomenderos, capitanes y alcaldes de Córdoba en los siglos XVI y XVII. A mediados del 1700 su familia se trasladó a Buenos Aires, donde su padre, Juan Porcel de Peralta, se casó en 1810 con Hipólita Ramos, que le dará tres hijos, Saturnino, Rufina y Patricio, el menor, nacido en 1814. Huérfano de padre a los pocos meses de edad, tenía 16 años cuando la muerte de su madre alteró su sosegada situación económica; ingresó entonces como dependiente en la tienda de ropas y sastrería de Simón Pereyra, uno de los principales proveedores del Ejército. Unos 10 años después estuvo en condiciones de comprar el establecimiento que Pereyra puso en venta para dedicarse a los campos que el gobierno de Juan Manuel de Rosas le había dado en pago de sus suministros. Casado con Ciriaca Iraola, esas propiedades de Pereyra fueron el origen de la gran familia terrateniente que, uniendo los dos apellidos, adquirió notoriedad a partir de la segunda mitad del 1800. Entretanto, Peralta Ramos retomó los negocios de su antiguo patrón y, también como él, formó parte de los simpatizantes de Rosas en la Sociedad Popular Restauradora.
Esta filiación política le depararía un importante quebranto económico en 1852 ya que los créditos que había acumulado como abastecedor de uniformes a las tropas rosistas fueron solo parcialmente saldados por los vencedores de Caseros. Conservó, no obstante, su negocio, y a partir de esa plataforma se sumó al movimiento hacia la propiedad de la tierra que emprendió por entonces la élite mercantil porteña. Durante la presidencia de Urquiza diversificó sus actividades con tres estancias en el partido de Rojas, en el norte de la provincia de Buenos Aires. La iniciativa culminó mal, perdió los capitales invertidos y terminó vendiendo esos campos. Este revés tuvo, sin embargo, consecuencias promisorias para él y para Mar del Plata. De haber tenido éxito en su debut como terrateniente su nombre se habría diluido en la nómina de los grandes estancieros de la pampa; el infortunio económico lo asoció en cambio y de manera perdurable a los orígenes del balneario atlántico porque a los 46 años decidió comenzar de nuevo y se encaminó hacia el sudeste de la Provincia, al paraje conocido como “Puerto de Laguna de los Padres”.
En esa zona, José Coelho de Meyrelles, ex cónsul de Portugal bajo Rosas, con la salud maltrecha y escasa suerte en los negocios, se disponía a desprenderse de sus tierras. En septiembre de 1860 Peralta Ramos le compró unas 36 mil hectáreas, distribuidas en tres estancias, “Laguna de los Padres”, “San Julián de Vivoratá” y “La Armonía”. El resto de los campos fue a manos de otros propietarios del lugar. Asociado a tres de ellos, Anarcasis Lanús, Eusebio Zubiarre y Benigno Barbosa, compró el saladero levantado por Meyrelles, del que después se convirtió en su único titular. La nueva empresa vino acompañada por una desgracia personal que en las escuetas biografías escritas ocupa un capítulo principal: la muerte de su esposa, Cecilia Robles. Casada en 1840 con 15 años de edad, fue madre 14 veces en los 20 años posteriores, pero no logró sobrevivir al último parto; murió en febrero de 1861, dejando 12 hijos, entre los 20 y los tres años, y a un marido desconsolado, que hizo de su recuerdo un culto. Una de sus primeras providencias al tomar posesión de sus nuevas tierras fue levantar una rústica capilla consagrada a Santa Cecilia cerca de Punta Iglesia. Allí, en 1873, edificó una pequeña iglesia cuyo altar de madera construyó devotamente con sus propias manos. La muerte de su esposa coincidió con la puesta en marcha de una vasta operación comercial: la venta de gran parte de su emporio rural. Una vez que tomó posesión de sus tierras procedió de inmediato a subdividirlas en lotes y en cuatro años subastó unas 80 mil de sus 136 mil hectáreas, para proseguir con otras entre 1876 y 1878. Juzgada a partir del giro que tomaron sus negocios, la compra original a Meyrelles estuvo seguramente impulsada más por el cálculo de su espíritu mercantil que por el llamado de una vocación terrateniente.
Al final, no sería él sino otro de sus contemporáneos en la zona, José Toribio Martínez de Hoz, quien pondría los cimientos de la estancia emblemática de Mar del Plata al fundar “Chapadmalal” en 1861. En los dominios de Peralta Ramos quedaron, en definitiva, una estancia que llamó “Cabo Corrientes”, por el nombre del lugar, en la franja costera donde creció más tarde el gran balneario del Atlántico. Sus planes contemplaron muy tempranamente la explotación de esa franja con vistas a un desarrollo urbano, como lo demuestra la indicación “reservado para el ejido de un pueblo” que figura en el mapa catastral de la Provincia de 1864, levantado después del fraccionamiento y venta de sus tierras. Allí, en la desembocadura del arroyo Las Chacras, se había formado un asentamiento alrededor del llamado Puerto de Laguna de los Padres, desde donde partían las embarcaciones que llevaban el tasajo producido por el saladero y volvían con mercancías vendidas en La Proveedora, almacén de ramos generales. Dicho puerto pertenecía al primitivo partido de Mar Chiquita, que comprendía los actuales partidos de Pueyrredón, Alvarado y Balcarce. Dispersos en una jurisdicción tan extensa, sus habitantes venían reclamando al gobierno de la Provincia la creación de un pueblo para residencia permanente de las autoridades. En la época, la cara visible de los poderes públicos en el territorio era el juez de Paz, con jurisdicción en los ámbitos judicial, municipal y policial. En ausencia de un centro de población reconocido, la sede del Juzgado de Paz se trasladaba de un lugar a otro según fuera el domicilio de los ocupantes del cargo, por lo general estancieros de la zona, provocando inevitables trastornos entre los pobladores.
En 1865, al dividirse el partido de Mar Chiquita para fundar el de Balcarce, en cuyo perímetro quedó El Puerto de Laguna de los Padres, se redoblaron las presiones por la creación de un pueblo, ahora como cabecera de la nueva jurisdicción. Peralta Ramos pudo aprovechar esas demandas para avanzar con su plan de urbanización, pero a costa de un largo conflicto con los propietarios de los campos vecinos sobre la ubicación del futuro pueblo. Loteados y vendidos por las autoridades locales a precios accesibles, los pueblos de campaña se levantaban generalmente en terrenos fiscales. El asentamiento proyectado por Peralta Ramos estaba, en cambio, situado en terrenos de su propiedad, razón por la cual su propuesta despertó resistencias entre numerosos estancieros que se opusieron a que el gobierno gastara dineros públicos en adquirirlos para establecer el nuevo pueblo. Finalmente, en noviembre de 1873, Peralta Ramos solicitó al gobierno de la Provincia la licencia para la traza y la formación de un pueblo en la franja costera de su propiedad. Se trataba, en realidad, más del reconocimiento de un centro de población ya existente que de la fundación de uno nuevo. En su solicitud destacó que el Puerto de Laguna de los Padres, en adelante “Mar del Plata”, contaba ya con un gran saladero, un muelle de hierro, un molino harinero, una iglesia de piedra y cal, botica, panadería, zapatería, una flamante escuela y más de veinte casas de madera o piedra. Y agregó que él mismo estaba radicado allí desde hacía 7 años. Su vivienda, conocida como “La Casilla”, era una casa de madera, con un mínimo de comodidades, en armonía con el carácter más bien primitivo del poblado crecido sobre ambas márgenes del arroyo Las Chacras.
Después de años de litigio la solicitud de Peralta Ramos tuvo un desenlace sorprendentemente rápido; tres meses más tarde, en febrero de 1874, un decreto del gobernador Mariano Acosta respondía favorablemente, una decisión deudora quizás a sus relaciones personales y políticas. Descartada la alternativa de la expropiación (que implicaba el reparto y venta de tierras por las autoridades locales), el decreto otorgó a Peralta Ramos una concesión que le permitió fijar los precios de venta de las parcelas. Bajo su supervisión, el agrimensor Carlos de Chapeaurouge delineó el plano del pueblo con la división en lotes, quintasy chacras y las cinco plazas fundacionales. A modo de compensación, Peralta Ramos se comprometió a donar tierras necesarias para construir los edificios públicos. El éxito de la operación fue indiscutible: tras el reconocimiento oficial la valorización de sus propiedades urbanas superó con creces el escaso rendimiento económico del saladero que había comprado al ex cónsul Meyrelles.
Sin embargo, cuando Peralta Ramos se disponía a recoger el premio a su tenacidad y sus influencias, se reactivó el litigio, motivado ahora por el lugar elegido para la futura Mar del Plata. Entre los hacendados radicados en el interior del partido cobró fuerza un movimiento en demanda de un poblado “tierras adentro” y éste se vio favorecido por el recambio de la élite política provincial operado a fines de 1874. Fue así que dos años más tarde se fundó San José de Balcarce. El impacto sobre Mar del Plata fue negativo por dos razones: por la instalación en Balcarce del Juzgado de Paz, la máxima autoridad pública del partido, y porque al levantarse sobre terrenos fiscales ofrecía la posibilidad de acceder al suelo urbano en condiciones más favorables. Según las crónicas, en 1877 se vivieron días de zozobra en Mar del Plata porque gran parte de sus vecinos decidió abandonarla y emigrar a la nueva localidad. Pero las mismas crónicas destacan que en ese mismo año llegó y echó raíces Pedro Luro, quien, con sus capitales y empresas, habría de devolver en corto tiempo un futuro a la aldea costera de Peralta Ramos.
Pedro Luro había nacido en el País Vasco en territorio francés y llegó a Buenos Aires en 1837, con 17 años, trayendo por todo capital a su propia persona. Aquí, ese capital era especialmente valorado. Entre los extranjeros que por entonces arribaban a la Argentina los vascos gozaban de una excelente reputación por sus costumbres austeras, su fortaleza física, su disciplina de trabajo, cualidades de las que Luro estaba singularmente dotado. A ellas agregaba un talento peculiar para sacar partido de los nichos de negocios que ofrecía el país en formación. La suma de estas condiciones lo convirtió en un ejemplo legendario del inmigrante exitoso. Su nombre, con frecuencia en compañía del de Ramón Santamarina, ha ilustrado la saga de aquellos inmigrantes que hicieron fortuna por sí mismos, y que, en el lapso de una generación, ganaron un lugar destacado dentro de la clase alta argentina.
Como tantos de sus compatriotas, Luro se instaló inicialmente en la zona sur, en Barracas, cerca de los saladeros. Los trabajos de dar muerte, desollar y descuartizar a los animales, para aprovechar los cueros y convertir la carne en tasajo, requerían hombres hábiles con el cuchillo y, sobre todo, físicamente vigorosos. Por las fotografías existentes, tomadas ya en su madurez, donde lo vemos corpulento, con el cuello macizo y los brazos fornidos, tironeando las costuras de sus ropas urbanas, sabemos que Luro respondía bien a ese perfil y fue en los saladeros donde consiguió su primer empleo.
En el universo de los inmigrantes recién llegados, con parecidos recursos y destrezas, era previsible que las vías de inserción en las actividades del país fuesen similares. Las diferencias surgían después, con el paso del tiempo, a menudo como consecuencia de un golpe de suerte, tal como recibir información sobre las nuevas tierras incorporadas por la avanzada de la frontera pampeana, sobre la manera de llegar a ellas y los medios para obtener rápidos réditos económicos. Esta valiosa información circulaba preferentemente en los centros de reunión y de tránsito, y el barrio de Barracas y los alrededores de los saladeros eran, por cierto, uno de ellos. Por allí pasaban las carretas provenientes del interior de la Provincia trayendo productos del campo y, junto con ellos, historias de penurias y peligros, pero también de prometedoras oportunidades, que seguramente eran recibidas con avidez por los vascos radicados en el lugar. No sorprende que buena parte de ellos se haya desplazado hacia el Sur y que, hacia 1850, tuviesen una presencia significativa en los pueblos de Chascomús y Dolores.
Roberto Cova, autor de la biografía de Luro, rastreó su trayectoria en registros parroquiales, Juzgados de Paz y actas municipales, y lo encontró afincado en Dolores en 1849. Cinco años antes se había casado en Buenos Aires con Juana Pradere, nacida también en territorio vasco-francés. Al momento de casarse no era ya peón de saladero; en un carruaje de su propiedad y con él mismo en el pescante transportaba pasajeros entre Barracas y Plaza Monserrat. Con los ahorros reunidos en esa primera incursión por cuenta propia, marchó a Dolores y se estableció al frente de un almacén de ramos generales. A 12 años de su llegada a la Argentina, comenzaba en ese pueblo bonaerense una epopeya de engrandecimiento personal, tanto económico como social. Los detalles de esa epopeya, conocidos gracias al relato de sus hijos y recogidos por cronistas de la época, alimentaron muy pronto las historias prodigiosas de la pampa argentina que, atravesando el océano, alentaban el flujo creciente de inmigrantes europeos al país. Por uno de esos relatos se sabe cómo Luro se convirtió en terrateniente.
Al poco tiempo de radicarse en Dolores dejó a su mujer a cargo de la casa de comercio y arrendó unas doscientas hectáreas a un estanciero de la zona. El contrato incluía una cláusula por la cual Luro se comprometía durante los primeros tres años a plantar árboles a cambio de una determinada suma de dinero por cada árbol que hubiese arraigado. Para afrontar el compromiso, Luro reclutó una cuadrilla de vascos y puso manos a la obra sobre esas tierras desprovistas de toda sombra, el típico paisaje de la pampa. Transcurridos los tres años había plantado tal cantidad de árboles que el dinero al que era acreedor equivalía al valor de 5 mil hectáreas de campo. En una de las versiones de este relato, el estanciero se resistió a cumplir con su palabra y hubo un trámite judicial; en otra, la solución fue encontrada de común acuerdo. Pero ambas coinciden en que Fermín Cuestas, tal era su nombre, en lugar de pagar la suma de dinero convenida prefirió ceder su equivalente en hectáreas; con ellas Luro formó, en 1852, “Dos Talas”, la primera de sus estancias. Poco después, a los 32 años, pudo realizar el sueño de tantos inmigrantes y visitó su pueblo natal convertido en terrateniente (...).
Cuando Luro llegó a Mar del Plata, Patricio Peralta Ramos ya no estaba allí. A fines de 1875 regresó a Buenos Aires, luego de ceder a su hijo Jacinto la mitad de sus lotes urbanos y vender la otra mitad y el saladero a Juan Barreiro, el esposo de su hija Mercedes. Fue Barreiro quien le abrió a Luro las puertas del enclave costero, en mayo de 1877, al entregarle gratuitamente por tres años la explotación del saladero. La muerte de su esposa, seis meses después, lo condujo de regreso a Buenos Aires para atender su comercio de importación de telas. Vendió sus bienes a Luro, quien, propietario además del antiguo saladero de Meyrelles, se convirtió, en sociedad con Jacinto Peralta Ramos, en dueño de los terrenos del ejido urbano. Mar del Plata devino así el nuevo escenario para su espíritu de empresa, y su principal objetivo fue el mismo que lo había traído a la costa del Atlántico: la búsqueda de una salida al mar para la producción de los campos de la zona, volcados a la cría del lanar para la exportación de lana a Europa, predominante en la Provincia.
Con ese propósito, Luro reconstruyó y consolidó el muelle sobre la desembocadura del arroyo Las Chacras, levantó dos grandes galpones para el acopio de lanas y cueros, y adquirió una flota de pequeñas embarcaciones con vistas al trasbordo de las mercancías a navíos de mayor calado en alta mar. El muelle de Mar de Plata bien pronto fue el centro de un floreciente comercio de exportación. En términos relativos, los saladeros fueron la inversión menos rentable; sus días estaban contados desde 1876, cuando se estableció el primer frigorífico en el país y comenzó a ganar fuerza la cruzada por la abolición de la esclavitud. Si Luro debió asistir a la declinación de la industria del tasajo, promovió, en cambio, el cultivo del trigo, que era prácticamente desconocido en el sur de la Provincia. Entregó parcelas de sus campos e instrumentos de labranza a un buen número de flamantes agricultores, a cambio de un porcentaje sobre los beneficios, y construyó un molino de granos cuya producción envió por mar a Buenos Aires. Estas y otras iniciativas sacaron de su letargo al villorrio de Mar de Plata y comenzaron a llegar nuevos pobladores; este feliz viraje quedó registrado en 1879 cuando fue designado cabecera del recién creado partido de General Pueyrredón.
Datos sobre los autores
Pastoriza es historiadora, profesora emérita de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Investigó el patrimonio social y cultural de la ciudad del turismo en la Argentina junto a la memoria y su vínculo con las ciencias humanas y sociales.
Torre es sociólogo, profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella. Su principal área de interés es la sociología histórica y ha escrito numerosos estudios sobre la trayectoria del peronismo y los trabajadores.