Hace un tiempo, pasé por un lujoso almacén de Manhattan para buscar algunos quesos para una cena. Y ahí estaban: abarcando incontables vitrinas y estantes, se alzaban ante mis ojos los más variados especímenes de quesos –el blando, el azul, el duro venido de Holanda, el inglés a punto de desmenuzarse, el francés superior–, todos en su preciso punto de maduración y ostentando el mismo influjo sobre mi atención y mi cartera. Había tanto para elegir que me resultaba muy difícil hacerlo.
Enseguida apelé a mis tácticas de estudiante responsable: me puse a leer las etiquetas. Si mi primer error había sido entrar a la tienda sin tener en mente el tipo de queso que estaba buscando, éste, el de leer los envoltorios, era el segundo, ya que la retórica descriptiva no hizo más que complicar las cosas. ¿Qué es lo que distingue a un queso de los cientos que lo rodean? El envoltorio de cada uno cantaba sus virtudes con precisión y hasta con emoción. Empecé a sentirme mareada, y no por el aroma del camembert. Pero lo más llamativo es que, en vez de cansarme de todo el fastidio innecesario que me generaba tratar de elegir un queso decente –para ese punto ya podría haberme conformado con cualquier etiqueta que dijese “untable” o “ideal para pan tostado”, ignorando otras como “ahumado” o “delicado”, que tanto me seducían–, mi reacción fue enojarme conmigo misma por mi grado de indecisión. ¿Cómo era que se llamaban aquellos quesos geniales que alguna vez había probado? ¿De qué me había servido pasar tanto tiempo en Francia?
Mi tercer error del día fue pedirle ayuda al encargado de la sección de lácteos. Mientras merodeaba la zona envuelto en su inmaculado delantal blanco y con las manos formalmente ocultas en la espalda, me atendió mostrándose culto y conocedor, dichoso de asumir el rol de autoridad en el asunto, pero aun así algo me hizo sospechar que el hombre podía tener la intención de venderme el queso más caro o el que más le costaba vender. La incertidumbre y la confusión se habían degradado a suspicacia y antipatía. Al final, decidí ignorar sus consejos y hacer oídos sordos al canto coral del brie y el cheddar: terminé tomando cinco quesos al azar, ya fuera porque se veían bien o porque tenían nombres que sonaban interesantes.
Tal vez la escena que acabo de narrar sea más bien burguesa, pero no deja de ilustrar algunas de las razones por las que elegir puede resultar apabullante y potenciar nuestra angustia y nuestros sentimientos de inadecuación. Escribiendo sobre una experiencia similar –vivida por su personaje Mr. Palomar al entrar a una fromagerie parisina—, el escritor Italo Calvino ya expresaba el peso apabullante de la elección en los términos de un dilema existencial:
“El ánimo de Palomar oscila entre impulsos contrastados: el que tiende a un conocimiento completo, exhaustivo, y solo podría satisfacerse saboreando todas las variedades; o el que tiende a una selección absoluta, a la identificación del queso que es solo suyo, un queso que seguramente existe, aunque todavía no sepa reconocerlo (no sepa reconocerse en él)”.
Aturdido por la sensación de estar en una especie de museo del queso más que en una quesería, apabullado por los saberes librescos y enciclopédicos que cree hallar detrás de cada artículo, al principio Mr. Palomar trata de tomar nota de cada queso, cuyo nombre hasta el momento desconocía, con la esperanza de recordarlos en un futuro, pero al final, cuando se decide por uno, acaba comprando el más común:
“El pedido elaborado y goloso que tenía intención de hacer se le escapa de la memoria; balbucea; condesciende a lo más obvio, a lo más trivial, a lo más publicitado, como si los automatismos de la civilización de masas no esperaran sino ese momento suyo de incertidumbre para volver a tenerlo a su merced”.
Para el personaje de Calvino, imaginar la historia que cada queso arrastra, o el hecho de que “detrás de cada queso hay un pastizal de un verde diferente bajo un cielo diferente”, termina siendo aplastante. Si al final se inclina por una opción banal, tal gesto hace pensar en el momento en que cerramos el grueso tomo de una enciclopedia sencillamente porque es demasiada información. El queso más publicitado trae consigo cierto alivio porque al menos aleja la incertidumbre de descubrir algo nuevo.
Aquella vez que viví mi propio pequeño calvario frente a la góndola de quesos, la angustia que experimenté para el personaje de Calvino, imaginar la historia no tuvo nada que ver con preguntarme por los “diferentes verdes” y “diferentes cielos” detrás de cada queso. Más bien estaba cuestionándome mi propio deseo de cara al deseo de los otros. En primer lugar, me fastidiaba la idea de lo que los demás pensarían sobre mi elección de tal o cual queso. Trataba de adivinar cuáles podrían gustarles a mis amigos, o qué otras variedades, más raras, podrían sorprenderlos, al tiempo que me incomodaba la arrogancia del encargado de lácteos que, por supuesto, saboreaba mi falta de conocimientos en un terreno en el cual él era experto. En segundo lugar, me angustiaba mi percepción de mí misma en esa escena, y estaba furiosa conmigo por no saber más de quesos. Solo cuando salí del almacén fui capaz de comprender la angustia que había sentido, la misma angustia que un amigo mío, prestigioso docente de Derecho, reconocía sentir cada vez que pedía vino en un restaurante. Tenía miedo de que se rieran del vino que elegía. Ante eso, mi amigo siempre pedía uno muy caro, y cuando llegaba la cuenta insistía en pagarlo él.
Cuando se le pregunta a la gente cuál es la parte traumática de tener que elegir, la respuesta suele ser alguna de las siguientes:
◆ buscar el logro de la elección óptima (razón por la cual muchos, por ejemplo, están continuamente cambiando de proveedor de telefonía móvil);
◆ pensar acerca de qué opinarían los demás y qué habrían elegido en esa situación;
◆ sentir que no hay nadie a cargo en la sociedad para decidir ciertas cuestiones (muchos se preguntan, por ejemplo, si es realmente necesario que algo como la provisión de electricidad esté sujeto a la elección individual de tal o cual empresa);
◆ temer que, en el fondo, nadie sea verdaderamente libre de elegir (muchos sospechan que en realidad otras personas o alguna empresa por medio de estrategias de marketing ya han “elegido” por ellos).
En los últimos años, una serie de libros y artículos en torno a la cuestión de la felicidad pusieron sobre el tapete la pregunta acerca de por qué la abundancia de opciones en las sociedades capitalistas desarrolladas no trae aparejada una sensación de alivio o contento, o bien por qué, en definitiva, el hecho de prosperar y enriquecernos no nos hace más felices8. Y aunque sus argumentos puedan ser eminentemente críticos del sistema tal cual es, en ellos pervive, de todos modos, un credo elemental para la sociedad: la felicidad y la autorrealización deben ser nuestros objetivos principales.
Pero lo cierto es que el capitalismo crece y se desarrolla sin prestar mucha atención a esos objetivos. En su novela Felicidad MR, el escritor canadiense Will Ferguson juega con esta idea y busca vislumbrar cómo sería si de repente los occidentales fuésemos todos verdadera y universalmente felices. Pinta una sociedad en la que todos están hipnotizados por un libro de autoayuda que propone una vía sencilla y auténtica hacia la realización personal; un libro muy breve, y que se esparce como un virus. Todo aquel que lo lee abandona de inmediato el estilo de vida que lleva y comienza a vestirse con más sencillez y a despreciar el uso de cosméticos; todos se olvidan de las cirugías estéticas, dejan de pagar la cuota del gimnasio, se niegan a seguir manteniendo un auto y renuncian a su trabajo. En todas partes, los negocios ponen un cartelito en la entrada que dice “Me fui a pescar”. Es como si la gente acabara de despertar a la felicidad: están físicamente más relajados, sonríen todo el tiempo, se mueven con gracia y placidez, transpiran serenidad. Pero la ola de felicidad masiva ofende a alguien: al sistema capitalista, que ve tambalear sus cimientos. Las fábricas empiezan a caer como fichas de dominó. Preocupadísimos, los editores del libro de autoayuda deciden ponerle fin a toda esa movida de la felicidad –los accionistas de la editorial así lo quieren, pues tienen intereses paralelos en otras industrias– y para eso salen en busca de su autor, a quien no conocían personalmente. Pronto descubren que el autor no es el gurú indio que la solapa del libro prometía, sino un anciano que lleva una vida ermitaña en su casa rodante: un hombre que, tras enterarse de que tenía cáncer, había decidido escribir un libro que le permitiese juntar algo de dinero para dejarle en herencia a su nieto. Para lograrlo, simplemente había volcado todas las ideas que andaban circulando por ahí en los distintos manuales de autoayuda. La historia concluye con el editor haciéndole ver al anciano que su libro trajo más desgracias que felicidades, a la vez que lo alienta a escribir una nueva obra que, enseñándole a la gente a ser infeliz, haga que el capitalismo vuelva a florecer.
El capitalismo siempre se aprovechó de nuestros sentimientos de inadecuación, así como de la confianza en que somos libres para decidir el camino que tomaremos en el futuro y que nos llevará a una vida mejor. Ya desde fines del siglo XVII, el proyecto del Iluminismo promovió el paradigma de la elección, que está en el origen de nuestras ideas modernas sobre la libertad política y sobre la relación entre el cuerpo y la mente, el amar y el ser amado, el hijo y los padres. Y el capitalismo, por supuesto, no solo incentivó el paradigma de la elección a la hora de consumir, sino que también propició la ideología del self-made man (el “hombre que se hace a sí mismo”), que hace que cada individuo se lance a interpretar su vida como una construcción propia en base a una serie de opciones y transformaciones posibles.
La primera aparición de la idea de elección en tal contexto se dio bajo la forma de una tentativa por conciliar la búsqueda del mayor provecho posible en la vida profesional con la devoción religiosa. En la Gran Bretaña de comienzos del siglo XVII ya circulaban libros que brindaban consejos sobre cómo extraer lo mejor del talento individual y volverse una persona rica y exitosa sin dejar de servir a Dios ni descuidar el valioso rol que se cumple en la comunidad. La expresión self-made man, de todos modos, suele atribuírsele a Henry Clay, quien fue él mismo, uno de esos hombres y uno de los principales promotores de la industria en los Estados Unidos (irónicamente, Clay podía abrazar la virtud de hacerse a sí mismo mientras promovía desde el Senado el modelo económico llamado “American System”, en el cual, según sus críticos, los obreros pasaban a jugar el rol de simios amaestrados). También Benjamin Franklin se dejó encantar por la idea del self-made man y no vaciló en decir que los hombres exitosos a lo largo de la historia siempre fueron de origen humilde y a menudo autodidactas. A esos hombres, decía, los signaba una capacidad: la de vencer cualquier obstáculo que la vida les pusiera por delante y aprovechar toda oportunidad para concretar sus objetivos honorables. Por debajo del ideal del self-made man, corría la convicción de que el resultado natural en la materialización del talento individual era volverse rico. Ningún hombre “le hará justicia a su genio –escribió Emerson– si lo que le pide al mundo no es más que una mera subsistencia”.
Aquel incipiente sueño americano del self-made man se apuntaló en la segunda mitad del siglo XIX con Horatio Alger y sus célebres cuentos de mendigos, limpiabotas, músicos callejeros y demás, que saltan de una vida entre harapos a, por lo menos, una respetabilidad de clase media. En estos casos, ser un hombre self-made significa haber logrado subir la escalera del éxito. Ante todo, el self-made man es independiente de cualquier restricción social. Con actitud perseverante y trabajo duro, es capaz de elevarse por encima de las condiciones sociales y económicas en las que nació. Enfrenta al mundo armado solo con su indestructible voluntad y los obstáculos en el camino sirven para moldear su carácter. Lidiando, al modo heroico, con todo tipo de adversidades, el hombre en cuestión acaba siendo un auténtico conquistador del mundo y de sí mismo.
Un debate de larga data, no resuelto hasta hoy, despuntó en pleno siglo XIX a propósito de los deberes del Estado frente a sus ciudadanos y de los ciudadanos entre sí. El eje de la disputa era si el individuo estaba obligado a tener en cuenta el bienestar general o si podía dar rienda suelta a su ambición. Los críticos de esta segunda opción –más conocida como laissez faire– insistían en la necesidad de leyes y de una activa intervención estatal en cuestiones económicas, mientras que los defensores del libre comercio se aferraban a la creencia de que las buenas intenciones, la rectitud personal y la ley universal de la retribución moral garantizaban por sí mismas la protección necesaria. Algunos libros de autoayuda de fines del siglo XIX, que aún acarreaban un fuerte tono religioso, señalaban sobre este punto que el self-made man como tal requería una reserva moral extra, y que el éxito de su empresa era la prueba de esa fortaleza suplementaria. En esos libros se hacía mención a las responsabilidades que el hombre de negocios mantenía con el común de los ciudadanos, aunque rechazaban la idea de que el éxito extraordinario de un individuo pudiera significar el fracaso de muchos otros. Cada triunfo, desde esta perspectiva optimista, abría una senda para muchos otros triunfos, siempre y cuando la actividad fuese honesta.
También había libros de autoayuda cristianos que, escritos desde una fuerte óptica calvinista, intentaban reconciliar a sus lectores con lo que les había tocado en suerte: así como los lugares en el cielo eran limitados, así también era imposible que todos disfrutaran de un éxito terrenal. Había ganadores y perdedores, pero eso no significaba que los hombres pelearan unos contra otros, sino que en realidad cada hombre debía combatir sus propias bajezas.
En el pasaje hacia el siglo XX, el tono de muchas de esas guías de autoayuda orientadas hacia el éxito en los negocios comenzó lentamente a cambiar. Fue ganando aceptación gradual la idea de una lucha –que podía ser encarnizada– por imponerse en los negocios derrotando a la competencia. Si un hombre quería volverse exitoso, ya no se embarcaba solo en una lucha consigo mismo o con las circunstancias adversas en las que había sido criado, sino que necesitaba poner todo su empeño en anticiparse a otros que también estaban a la búsqueda de ese éxito. Así, elegir un sentido o una dirección para la vida pasaba a vincularse con la idea posdarwiniana de la supervivencia del más apto, y la vida se representaba como un campo de batalla donde solo triunfaban los más fuertes o los más astutos. Con el correr de las primeras décadas del siglo XX se añadió otra cuestión, vinculada al ingreso masivo de las mujeres al ámbito laboral en condición de obreras de fábricas o empleadas de comercio: ¿debería hablarse, también, de mujeres self-made? Y si eso era posible, ¿qué quedaba entonces de masculino en aquello de hacerse a sí mismo?
Hoy en día, el hacerse a sí mismo no nos dice gran cosa. En los países desarrollados, para ningún joven –sea hombre o mujer– se trata de seguir sin más el camino ascendente en la ladera social y económica: la supervivencia, incluso un relativo bienestar, parece allí algo fácil de dar por sentado. La misión consiste, más que en hacerse, en inventarse a sí mismo. Para los profesionales posmodernos, la vida consiste en una aventura o especie de obra de arte que requiere pulido, perfeccionamiento y revisión constantes, y el éxito depende de la expresividad plena que se le saca a la vida. Así es como se radicaliza la importancia de la elección: todo en la vida se ha convertido en asunto de decisiones que hay que tomar con sumo cuidado, a fin de acercarnos lo más posible al ideal de felicidad y autorrealización que promueve la sociedad.
☛ Título: La tiranía de la elección
☛ Autor: Renata Salecl
☛ Editorial: Ediciones Godot
Datos de la autor a
Renata Salecl es eslovena. Filósofa, socióloga y teórica jurídica, se desempeña como investigadora en el Instituto de Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad de Ljubljana y es profesora en el Birkbeck College de la Universidad de Londres.
Dicta cursos sobre neurociencia y derecho.
Sus libros han sido traducidos a quince idiomas. En 2017, fue elegida como miembro de la Academia de Ciencias de Eslovenia.