Un Borges íntimo, lejos de la solemnidad*
Para Borges la realidad yacía en los libros; en leer libros, en escribir libros, en hablar de libros. Intimamente tenía conciencia de estar prolongando un diálogo iniciado miles de años atrás. Un diálogo, a su juicio, interminable. Los libros restauraban el pasado. (...) No tenía paciencia con las teorías literarias en boga y acusaba en especial a la literatura francesa de no concentrarse en libros sino en escuelas y camarillas. Adolfo Bioy Casares me dijo una vez que Borges era el único individuo que, en lo que respecta a la literatura, “nunca se entregó a las convenciones, al hábito o a la pereza”. Fue un lector desordenado que se contentaba, muchas veces, con resúmenes del argumento y con artículos enciclopédicos, y que por mucho que admitiera no haber terminado el Finnegans Wake, podía dar alegremente una conferencia sobre el monumento lingüístico de Joyce. Jamás se sintió obligado a leer un libro hasta la última página. Su biblioteca (que, como la de cualquier otro lector, era asimismo su autobiografía) reflejaba su creencia en el azar y en las leyes de la anarquía. “Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en una afición tan personal como la adquisición de libros.” (...)
Desde Foucault y Steiner hasta Godard y Eco o los más anónimos lectores, todos hemos heredado la vasta memoria literaria de Borges.
Se acordaba de todo. No necesitaba ejemplares de los libros escritos por él: aun cuando sostuviese que pertenecían al pasado olvidable, era capaz de recitar de memoria cada uno de sus textos para la frecuente estupefacción y delicia de sus oyentes. El olvido era un deseo recurrente, quizá porque lo sabía imposible; las lagunas de memoria, una afectación. A menudo le decía a un periodista que ya no recordaba su obra temprana; el periodista, para lisonjearlo, citaba algunos versos de un poema, y a veces se equivocaba; Borges corregía con paciencia la cita para continuar el poema de memoria y hasta el fin. Había escrito el cuento Funes, el memorioso, que era, según decía, “una larga metáfora del insomnio”; también era una metáfora de su memoria implacable. “Mi memoria, señor –le dice Funes al narrador–, es como un vaciadero de basuras”. Este “vaciadero” le permitía asociar versos caídos en desuso con otros textos más conocidos, y también disfrutar de ciertas páginas por el mérito de una sola palabra o de la mera música del texto. Debido a su colosal memoria, toda lectura era, en su caso, relectura. Sus labios se movían dibujando las palabras leídas, repitiendo frases que había aprendido hacía décadas. Se acordaba de las letras de los primeros tangos, recordaba versos atroces de poetas muertos hacía mucho, fragmentos de diálogos y descripciones tomadas de novelas y cuentos, así como adivinanzas, juegos de palabras o acertijos, largos poemas en inglés, alemán y español, a veces en portugués e italiano, ocurrencias y chistes y coplas humorísticas, versos de las sagas nórdicas, injuriosas anécdotas sobre personas conocidas o pasajes de Virgilio.
Historia del fabuloso Vicentico**
G abriel Fernández Capello nació el 24 de julio de 1964 en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Para confirmar tantas teorías sobre el destino, en el mismo lugar, 48 horas después, nació el que sería su compañero de andanzas en los Cadillacs: Flavio Cianciarulo y él descubrirían la coincidencia años después, cuando el bajista empezó a salir con Ariadna, la hermana menor del cantante, cruzando sus caminos por segunda y definitiva vez. La partida de nacimiento indica que sus padres son Adelaida Mangani y Manuel Fernández Capello, pero la cuestión del nombre no fue tan sencilla ni tan lineal. Tratándose de algo tan íntimo, no es un tema que Gabi revisite en las entrevistas, pero en un largo reportaje de Germán Maggiori para la revista Gatopardo, en septiembre de 2014, habló sin conflictos sobre el tema. “Es extraña la historia. Mi mamá tenía 23 años, estaba casada con Fernández Capello, y a su vez estaba enamorada de Ariel Bufano. A mis 33 años me enteré de que ella no sabía de cuál de los dos yo era hijo. No sabía, y no se animó a decirme. Igual, con Fernández Capello se llevaban muy mal y se separaron después que nací”. Hacia 1963, cuando conoció a Mangani, Bufano ya tenía un nombre reconocido en la escena teatral argentina. Había sido discípulo del legendario titiritero Javier Villafañe, ya había estrenado varias obras y había creado (junto al dramaturgo Sergio de Cecco) la compañía Teatro Rodante de Marionetas; con el tiempo llegaría a ser director del Grupo de Titiriteros del Teatro General San Martín. Tras la separación de Adelaida y el médico genetista Fernández Capello, Gabi, Ariadna y su madre se fueron a vivir con Bufano y sus tres hijos, Pablo, Alma y Tamara. (...)
“Cuando nos fuimos a vivir con Bufano, mi vieja me dijo: ‘El es el tío Ariel’. Me acuerdo perfecto que al tiempo, tendría 5 años, le dije: ‘Che, ¿pero yo te puedo decir papá? Si estamos todos acá viviendo juntos’. ‘Sí, claro, por supuesto, decime papá’. Pero cuando yo tenía 8 años empecé a preguntarle a mi vieja: ‘Pero, ¿cómo es? ¿tío, papá? ¿Es mi papá o no es mi papá?’, y mi vieja: ‘Sí, hijo, es tu papá’. Pero había algo raro”.
Gabriel terminaría resolviendo el conflicto muchos años después, cuando un encuentro casual entre su esposa Valeria Bertuccelli y la actriz Lucrecia Capello le dejó un contacto y un encuentro con Manuel, que vivía en España. En 1997 se hicieron un test de ADN que dictaminó que no había relación sanguínea. (...)
“Mi viejo tenía un don, era algo que sólo le pasaba a él: podía manejar un muñeco y hacer que estuviera vivo, y eso sólo se lo vi hacer a él. El agarraba cualquier muñeco, un títere de guante o un títere gigante o lo que fuera, y no lo podías creer, era algo sobrenatural, que te daba miedo incluso. El desaparecía y aparecía el muñeco”. Podría pensarse que lo de “Vicentico” fue un escape, una manera de partir la diferencia, no ser ni Bufano ni Fernández Capello. Pero no es necesario meterse en psicologismos de café: como ya se dijo, a Gabi nadie de su entorno lo llama Vicentico.
Recordar, una forma posible de felicidad***
Todos tenemos nuestros “amuletos”: libros, canciones, películas, objetos que, al ser convocados o visitados, desencadenan cierta felicidad. Por supuesto, las razones dependen de cada uno. (...)
Hay algo que se nos escapa: el tiempo. Es difícil concluir si En busca del tiempo perdido, una vez alcanzado El tiempo recobrado, le causó felicidad a Proust. Yo creo que sí y que no al mismo tiempo; que toda la obra surgió, como dice, de su “taza de té”, y esa iluminación fue pura felicidad; luego vino el trabajo de transformarla en algo real, en libros. El “manos a la obra” tiene algo de burocrático, pero no dudo de que cada pequeño triunfo en la composición también implicó un poco de felicidad. Dado que éste es un libro sobre el cine y su relación con nuestra vida, recomendemos una película: se llama Céleste, la dirigió el alemán Percy Adlon en 1980 y cuenta las desventuras de Proust al escribir y las de su asistente al tratar de compaginar todo.
Recobrar el tiempo perdido, pues, es una forma posible de la felicidad. Hay otra: la de descubrir, instantáneamente, que lo mejor es posible. J.R.R. Tolkien es famoso por El Señor de los Anillos y el ciclo de su Tierra Media. Pero su mejor texto es un ensayo llamado Sobre los cuentos de hadas, que explicaba que ese tipo de relatos nos proveía esperanza y consuelo. Esperanza en que en algún lugar de la existencia se cumplen nuestros deseos; consuelo porque efectivamente ese lugar existe. Tolkien, por cierto, era un ferviente católico y esta mirada no deja de ser justamente cristiana. Pero en la devoción por el cuento de hadas se unía a alguien en sus antípodas: Vladimir Nabokov, quien creía sobre todo en la forma y, en su Curso de literatura europea, explicaba que el cuento de hadas es el mayor tipo de arte literario, que las grandes novelas –y ese libro analiza obras como Mansfield Park, La metamorfosis, Ulises y En busca del tiempo perdido, para seguir con el bucle– son cuentos de hadas.
Dicho de otro modo: el poder del arte es el de crear felicidad, el de proveernos esa posibilidad incluso cuando la vida real nos parece insoportable. Es cierto: el lector se preguntará qué “felicidad” puede producir un relato tan cáustico y desesperanzado como La metamorfosis, o esa sátira no cómica Madame Bovary, también analizada por Nabokov. En esos casos, la felicidad está en la belleza de la construcción, en la forma más que en el fondo. Para Tolkien –y aquí la diferencia entre ambos– también debía estar en la forma, pero requería reflejar una posibilidad trascendente, la posibilidad real de una vida mejor.
Es decir, Tolkien era devoto, en la literatura y en la religión, del final feliz. Sin embargo, el final feliz es una especie de maldición. Se lo considera trivial y arbitrario; se lo considera una mentira porque, es claro, el final de la vida de cualquiera de nosotros es la muerte, un final infeliz. Es un error de apreciación: nuestra historia, como la de las novelas o cualquier narración, es un conjunto de episodios, cada uno con su propia trama y personajes, que puede terminar bien o mal.
La historia que se repite dos veces****
La vida no es más que una lenta rememoración de la infancia. De acuerdo. Pero lo que convierte en dulce ese recuerdo es que desde la lejanía de la nostalgia nos parecen bellos hasta los momentos que entonces nos resultaban dolorosos, incluso cuando resbalabas en la acequia, te dislocabas un pie y tenías que quedarte quince días en casa enyesado con gasa empapada en clara de huevo. Recuerdo con ternura las noches pasadas en el refugio antiaéreo; nos despertaban en medio del sueño más profundo y nos arrastraban vestidos con pijama y abrigo hasta un subterráneo húmedo, hecho de hormigón armado e iluminado por bombitas de luz mortecina,donde jugábamos a perseguirnos mientras sobre nuestras cabezas se oían ruidos amortiguados de explosiones que no sabíamos si procedían de la artillería antiaérea o de las bombas. Nuestras madres temblaban de frío y de miedo, pero para nosotros era una extraña aventura. Así es la nostalgia. Estamos dispuestos a aceptar todo lo que nos recuerde los horribles años cuarenta, y ése es el tributo que pagamos por nuestra vejez.
¿Cómo eran las ciudades en aquella época? Tenebrosas de noche, cuando la oscuridad obligaba a los escasos transeúntes a utilizar lamparitas no de pilas sino de dínamo, como el faro de la bicicleta que se cargaba por fricción, accionando espasmódicamente con la mano una especie de gatillo. Más tarde se impuso el toque de queda y ya no se podía andar por la calle.
De día recorrían la ciudad unidades del ejército, al menos hasta 1943, mientras en ella estuvo acuartelado el Ejército Real, y con mayor intensidad en tiempos de la República de Salò, cuando circulaban continuamente por las ciudades manípulos y patrullas de marinos de la San Marco o de las Brigadas Negras, y por los pueblos más bien grupos de partisanos, armados unos y otros hasta los dientes. En esta ciudad militarizada en ciertas ocasiones se prohibían las reuniones, no obstante pululaban grupos de balillas, pequeñas italianas de uniforme y escolares con delantales negros que salían de la escuela al mediodía, mientras las madres iban a comprar lo poco que se podía encontrar en los almacenes; y si querías comer pan, no digo blanco sino que no fuera repugnante y hecho de aserrín, tenías que pagar sumas considerables en el mercado negro. En casa la luz era débil, por no hablar de la calefacción, limitada a la cocina. Por la noche dormíamos con un ladrillo caliente en la cama y recuerdo con ternura hasta los sabañones. Hoy no puedo decir que todo esto haya regresado, desde luego no de manera íntegra. Pero comienzo a percibir su perfume. Para empezar, hay fascistas en el gobierno.
No sólo ellos: no son exactamente fascistas, pero qué más da, ya se sabe que la historia se repite dos veces, la primera en forma de tragedia y la segunda en forma de farsa. (...) Hoy veo por televisión rostros amenazantes de negros enflaquecidos que están invadiendo a miles nuestras tierras y, francamente, la gente a mi alrededor está más asustada que entonces.
Una defensa del kirchnerismo*****
Cuánta memoria resiste una sociedad? ¿Es posible hacer la crítica destemplada
y con intenciones arrasadoras del ciclo político que acaba de cerrarse dirigiendo la mirada cargada de prejuicio y resentimiento hacia el pasado reciente pero al precio del inmediato olvido de ese otro pasado, algo más lejano, del cual es hijo el proyecto actual? ¿Es acaso el olvido un recurso para seguir viviendo que nos alivia de nuestras pesadillas?
¿Puede el discurso político dominante sostenerse en la interrelación de lo contingente y lo acontecido o necesita abandonar, por inactual, cualquier referencia a lo que ha quedado a nuestras espaldas, en especial a aquellas que remiten a prácticas de gobierno socialmente terribles como las que definieron la economía del país hasta 2003? Preguntas que no puedo dejar de hacerme en estos complejos y difíciles días argentinos en los que una maquinaria mediática implacable, y en alianza con una contrarrevolución neoliberal encabezada por Macri, busca convertir los años kirchneristas en un tiempo de corrupción y de fabulación impostora, a la vez que trabaja para desvanecer los recuerdos traumáticos que dejaron su marca en el final de los 90 y en el estallido de 2001. Se esfuman las imágenes de aquella crisis de finales del siglo xx al mismo tiempo que el día a día se convierte en el núcleo absoluto de vivencias y sensaciones que no pueden o no quieren mirarse en el espejo de esa otra época en la que tantas cosas se corrompieron en el interior de una vida social dañada. Quizás el peso de lo traumático, la oscura ofensa que atraviesa el alma de muchos compatriotas, el deseo de no mirar hacia atrás para no hundirse en la culpa de complicidades diversas, refuerza la tendencia al “piadoso” olvido. Es comprensible y justificable que quien ha sufrido un daño en su vida intente borrar ese recuerdo angustioso; es cínico e hipócrita que quien ha sido responsable de ese daño se dedique a borrar toda referencia que lo compromete. Es doloroso y preocupante que los dañados se dejen convencer por quienes buscan sustraerse a su responsabilidad política, ideológica y económica.
Olvidar, ése parece ser el reflejo inmediato de una parte significativa de la sociedad. Olvidar, una vez más, para desresponzabilizarse, para proyectar todos los males bien lejos en el mismo instante en que, como en otros tramos de nuestra historia, buscamos arrojarnos en las aguas purificadoras del virtuosismo republicano sin siquiera percibir que terminaríamos por precipitarnos en la noche dictatorial o en el vaciamiento de la vida democrática.
Olvidar como una estrategia para despojar al kirchnerismo de su papel inequívoco y decisivo a la hora de rescatar a un país desmadrado y precipitado hacia una carrera autodestructiva impulsada por quienes hoy se ofrecen como los salvadores de la patria. Olvidar para distanciarse de sus propias opacidades, esa zona gris por la que circula la moral “real” de aquellos que se desgarran las vestiduras ante el supuesto vaciamiento de la República mientras ocultan la expoliación que realizaron y realizan del ahorro de los argentinos regresando a prácticas económicas que sólo benefician
a las grandes corporaciones. Grageas para limpiar la memoria de todo aquello que incomoda la buena conciencia de quienes nunca acabaron de abandonar esa tradición prejuiciosa proveniente del antiguo cualunquismo que sus abuelos trajeron de Europa y que hoy asume los rasgos de una sorprendente alquimia de liberal conservadurismo y neoprogresismo reaccionario que va dibujando la silueta de “la nueva derecha” que decide el presente y el futuro inmediato de los argentinos. Nada más engañoso que dirigir los peores dardos críticos contra el kirchnerismo desde las tribunas de opinión regenteadas desde siempre por los dueños del poder y de las riquezas. (...) Su novedad es que ahora la administración y gestión de la República ha quedado en las manos de sus “verdaderos y genuinos” dueños. (...)
Ava, una tigresa disfrazada de pastora*******
Ava Lavinia Gardner nació el 24 de diciembre de 1922 en Carolina del Norte. Creció en Brogden, en la residencia para maestras que administraba su madre, Molly. Las solteronas la previnieron contra los hombres malvados que pululaban en Hollywood, esa Babilonia a orillas del océano, en el extremo del país. Jonas, su padre, trabajaba como labrador.
Ava vivió años salvajes, descalza entre los campos de tabaco. Peleó a puñetazos, trepó a los árboles, escaló torres de agua, penetró en la sombra azul de los bosques, rodó en el polvo de la Gran Depresión. Trabó amistad con un obrero temporario negro, frecuentó pandillas, con las que compartía travesuras. Aprendió a fumar y a maldecir. Su infancia fue una novela de Mark Twain. Amaba la música con pasión. Esa niña tenía el ritmo en el cuerpo. Había que verla en la iglesia contoneándose al son de Más cerca, oh Dios, de ti. Lo que prefería eran los blues que pulsaban en sus guitarras los músicos callejeros.
Era una alumna distraída: sólo le prestaba atención a Clark Gable, que reventaba la pantalla en Tierra de pasión, en el cine de Smithfield. En ese templo de estuco, la novia de Tom Sawyer soñaba con príncipes azules peinados con brillantina que domaban caballos salvajes y poseían ranchos más grandes que castillos en la costa oeste.
En 1933, Bing Crosby le mostró los Amores en Hollywood. Le costó mucho volver a la realidad (...).
Ava tenía dieciséis años. Diosa rural, arrastraba sus pies descalzos sobre los caminos de tierra por los que los muchachos la habrían seguido sin vacilar. Pero Molly había alertado a su hija: “Si conoces a un hombre antes del matrimonio, te perseguiré hasta la tumba”. Beatrice, alias Bappie, la mayor de las hermanas Gardner, se había ido a Nueva York para trabajar como vendedora en una gran tienda. Hermosa como una estrella de cine, usaba tacos altos y se pintaba los labios. Después de un divorcio en Smithfield, mordía la Gran Manzana a dentelladas y vivía con Larry Tarr, un fotógrafo que trabajaba en la Quinta Avenida. Ava era fotogénica. Cuando fue a visitar a Bappie a Nueva York, Larry le tomó una foto. Con un vestido a lunares y un sombrero de paja, Ava miraba fijamente el objetivo.
A pesar de su sonrisa tímida, tenía el aspecto de una tigresa disfrazada de pastora. Luego volvió a Rock Ridge, donde la esperaba un destino de secretaria: aprendió taquigrafía y dactilografía en el Atlantic Christian College de Wilson. Ignoraba que Hollywood estaba escribiendo para ella otro guión. Miss Campus, diva de los dancings, hacía que todos se volvieran para mirarla: empezó triunfal una vida de clase B. Su belleza natural hacía trastabillar a los muchachos de Carolina, comparsas de su ídolo descalzo en un decorado que le quedaba chico. Las avenidas de Nueva York ampliaban las perspectivas. Acompañada por Ace Fordham, su boyfriend del momento, Ava volvió a visitar a Bappie y Larry. Avida de decibeles, asistió con ellos a todos los night clubs y le pidió un autógrafo a Henry Fonda.
Los cobres de las big bands se bamboleaban en la noche urbana, repleta de luces. Ava adoraba la noche, el rumor de la noche (...).
En julio de 1941, el destino llamó por teléfono. Tenía la voz de Bappie y le aconsejó a Ava “mover el trasero”. La MGM quería verla. Molly no dijo que no, y Ace no dijo que sí cuando ella le pidió que la acompañara a Nueva York. Creía que Ava se hacía la película: dudaba que pudiera hacer alguna. Ella regresaría a la soledad de los campos de tabaco. Tal vez. Tal vez no. So long, baby. Ava hizo sus valijas y se despidió de su madre. El calor del verano quemaba las calles de Smithfield. Ava, muy tranquila, empuñaba su maleta. Subió al autobús. En Nueva York, las autoridades de la MGM le encontraron ese “algo” sin lo cual es imposible emprender una aventura. Ava nunca tomó el autobús de regreso. Ganó su pasaporte para la capital del cine.