DOMINGO
Amor hacia los animales

Mi mejor amigo, un toro

11-10-2020-Perfil logo
. | CEDOC PERFIL

Hace una semana se murió mi mejor amigo, y llevo en la cama cuatro días sin poder mover los brazos ni los dedos de las manos, tengo el ojo izquierdo caído y me invade una profunda tristeza.

En este momento tan duro de mi vida, siento que hay quienes se aprovechan para atacarme a través de las redes sociales y se burlan de mí porque tuve un ataque de ansiedad cuando encontré a mi mejor amigo muerto. A Samuel, un toro.

En esta soledad y tristeza que me invaden hasta tal punto de no querer seguir viviendo, pienso en todas las historias que he vivido en los siete años que llevo rescatando animales —más de 1.200 vidas con un pasado de maltrato, abandono o explotación—, a quienes hemos conseguido hacer felices, dándoles una vida digna y en libertad.

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Me quedo fijamente mirando una fotografía en la que estoy abrazando a Samuel, y mientras se me caen las lágrimas me viene un pensamiento: estoy así porque he tenido la inmensa suerte de conocer cómo son los animales a quienes nos comemos, pero si hace diez años me hubieran dicho que mi mejor amigo iba a ser un toro, me habría reído.

Quizás esas personas que se burlan no entienden la pasión, el amor hacia los animales y la suerte que he tenido de poder conocerlos de verdad. ¿Qué ha pasado a lo largo de mi vida para llegar al punto de cambiar mi visión sobre ellos? (…)

Ya de muy pequeño sentí la llamada del mundo animal. Literalmente. Cuando tenía cinco años, una tarde de invierno en la que paseaba con mis padres y mi hermana Elena por los alrededores de mi barrio, Los Montecillos, en Dos Hermanas, pasamos por delante de una tienda de animales. En su escaparate había crías de caniche muy tristes, y quise entrar. Al verme, una perrita toda blanquita comenzó a llorar, llamándome, y les pedí a mis padres que por favor me la compraran; me daba mucha pena. Después de una pequeña discusión, accedieron.

Me la llevé a casa acurrucada en mi pecho, dentro del abrigo, para que no pasase frío. La primera noche la puse a dormir conmigo en mi cama sin que mis padres se enterasen (me habían advertido de que no lo hiciera). La llamé Lulú y se convirtió en mi amiga. Le encantaba ir a recogerme a la puerta del colegio.

Desde que nací, mi madre ha estado en una silla de ruedas sin poder caminar. Un día, Lulú comenzó a mostrar un comportamiento muy extraño: se pasaba todo el día debajo de la silla de mi madre, y cuando alguien se acercaba, ella le gruñía. Con el tiempo descubrimos que mi madre estaba embarazada. Lulú lo había sabido desde el principio. Cuando nació mi hermano Pedro José se pasaba todo el tiempo debajo de su cuna. Si él se despertaba, Lulú venía al salón a avisarnos. Recuerdo con mucho cariño cómo jugaban los dos cuando él comenzó a gatear. Era muy divertido: le quitaba toda la ropa y le dejaba solo el pañal.

Una noche se puso muy enferma y murió en mis brazos.

Lloré tanto que se me oía desde la calle, y sucedió algo que nunca olvidaré y que, según creo, ha quedado en la historia del barrio. Uno tras otro, vinieron los vecinos a darme el pésame. Ellos también habían querido mucho a Lulú, que siempre jugaba con todos los niños.

Tuve que calmarme por el bien de mi hermano, que desde que nació se había criado con ella. Su muerte le afectó tanto que dejó de jugar, hasta que una noche de Reyes Magos nos despertaron los ladridos de Simba, un cachorrito al que mis padres adoptaron, salvándole la vida.

Los Montecillos era un barrio muy humilde, de gente sencilla y con pocos recursos. Los niños nos pasábamos las tardes jugando con cajas de cartón y compartiendo lo poco que teníamos. Eran otros tiempos, en los que una simple piedra podía tener un gran valor. Creo que aquella manera de vivir nos hacía valorarlo todo más. Como la amistad de mi perrita.

A raíz de su muerte, muchos comenzaron a adoptar perros que necesitaban ayuda. Lulú despertó algo en todos nosotros que nos hizo ver a los animales de otra manera, como amigos. Y los amigos no se compran ni son una mercancía con la que lucrarse. (…)

Siempre hay quien dice que el amor trae problemas. Es una tontería, claro, pero, de niño, el mío por los animales sí que me costó algún cachete que otro.

Me eduqué pensando que amaba a los animales porque me gustaba estar con ellos. Pero, desde el principio, una voz interior me decía cuándo algo no estaba bien y me hacía actuar de manera diferente al resto de personas que me rodeaban. Eso me trajo algunos problemas.

A mi padre le encantaba tener aves para oír sus cantos, y he de confesar que también disfrutaba mucho con estos. Pero esa voz que sonaba en mi interior me decía que esa no era la manera, que las aves enjauladas no podían volar. Como era normal por aquella época en Sevilla, o al menos en mi pueblo, mi padre iba al campo a poner pegamento en los árboles para capturar aves que vivían en libertad. Recuerdo la última vez que me llevó con él porque el lugar estaba lleno de restos y olía muy mal. Imagino que era un matadero; hoy solo recuerdo que estaba a la salida de Dos Hermanas y que mientras mi padre ponía el pegamento, observaba los restos de los animales muertos que había por todos lados. Me hizo sentir mucho miedo.

Aquel día algo pasó en mi cabeza al ver aquel infierno. Cuando vi que mi padre se iba a poner pegamento por otra zona, cogí tierra y la eché sobre el pegamento para que ningún pájaro quedara atrapado. Él se dio cuenta y se enfadó tanto que me pegó y me llevó a casa, furioso.

Un día en que llegó tarde de trabajar se presentó con un pájaro. Dijo que le había costado mucho cogerlo y lo metió en una jaula. Estuve mucho tiempo observándolo: el pobre solo quería escapar. Sin pensarlo, le abrí la puerta de la jaula para que se fuera volando.

*Autor de Animales como tú, Duomo ediciones. (Fragmento).