DOMINGO
Hipótesis e interpretaciones

Nuevas repúblicas en juego

1-11-2020-Logo Perfil
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A comienzos del siglo XIX, Hispanoamérica formaba parte del vasto imperio que la corona de Castilla había comenzado a montar trescientos años antes al otro lado del Atlántico. Para fines de la década de 1820, la mayor parte de ese territorio había cortado el vínculo imperial y se encontraba inmerso en un proceso de transformación que –como señala acertadamente Jeremy Adelman en la cita que encabeza este capítulo– nadie podía saber adónde llevaba. Hoy sí sabemos que, hacia fines de siglo, en esas mismas tierras se habían consolidado quince Estados-nación independientes. También, que ese destino no resultó de una transición lineal de aquel imperio a estas naciones y, al igual que en otras partes del mundo que vivieron cambios semejantes, el pasaje de la colonia a los Estados independientes fue un proceso largo, conflictivo, de resultados inciertos. 

Con frecuencia, las narrativas sobre la formación de las naciones cuentan esta historia en términos progresivos, trazando en cada caso el camino que, no obstante la existencia de obstáculos y dificultades, inevitablemente desembocaba en un final feliz: la consolidación de la nueva nación independiente. En las últimas décadas estas visiones han sido objeto de fuertes críticas por parte de una renovada historiografía que ha producido nuevas hipótesis e interpretaciones sobre la caída de los imperios, la historia del colonialismo y la formación de los Estados-nación. 

En el caso de Hispanoamérica, los relatos teleológicos sobre el origen y desarrollo de las naciones han sido desplazados por nuevas perspectivas de análisis que exploran las diferentes trayectorias seguidas por los territorios bajo dominio español al romper sus lazos con la metrópoli y encarar la construcción de nuevas comunidades políticas. Asimismo, los historiadores han erosionado la visión vigente durante largas décadas que entendía la independencia como resultado de la liberación de energías internas en cada una de las naciones en ciernes, y si bien no se descarta la importancia de los movimientos locales de insatisfacción con las formas de dominación que la corona desplegaba hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, el énfasis se pone en el papel decisivo que cumplió la invasión napoleónica a la península en el desbande subsiguiente del imperio.

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Contamos con una vasta producción académica sobre estos temas que explora la ocupación de la península ibérica por parte de las fuerzas francesas en el contexto de la disputa por el poder entre los principales países de Europa, así como sus múltiples consecuencias para los imperios portugués y español, tanto en las metrópolis como en los territorios de ultramar. (…)

Los hechos son conocidos. En un momento de intensas rivalidades entre los poderes europeos y cuando la Francia napoleónica se puso en movimiento para doblegar a los imperios ibéricos, en 1808 una disputa interna dentro de la familia real de España, que desembocó en el desplazamiento del rey Carlos IV y la coronación de su hijo Fernando VII, abrió la puerta a la invasión y ocupación de la península por parte de un poderoso ejército francés y, finalmente, a la abdicación del flamante rey reemplazado por el hermano de Napoleón, Joseph, coronado como José I.

La caída de los Borbones detonó un proceso político de consecuencias imprevisibles para los contemporáneos. El rey era, por definición, la cabeza del cuerpo político, y el entero edificio de la monarquía española descansaba sobre ese principio. La soberanía estaba en juego. La remoción del soberano legítimo desencadenó una sucesión de reacciones tanto en la península como en las Américas, a medida que diferentes partes de ese cuerpo político compuesto que era la monarquía exigieron reasumir los poderes originariamente conferidos al rey.

En España, juntas locales surgieron en diversos lugares y encabezaron la resistencia contra las fuerzas francesas, en una guerra de guerrillas que se extendió por gran parte del territorio de la península, mientras que estallaban debates políticos e ideológicos entre diferentes sectores de una dirigencia profundamente fragmentada.

Sucesivos intentos por concentrar el poder en una autoridad centralizada culminaron en la creación de la Junta Central Suprema, integrada por delegados de las principales juntas locales, con el objetivo de gobernar en nombre del rey. Inicialmente localizada en Aranjuez, fue forzada luego a trasladarse a Sevilla y, por presión de los franceses, a fines de 1809 debió huir a Cádiz, donde una rebelión local provocó su renuncia y la delegación de su autoridad en un Consejo de Regencia creado a principios de 1810. No obstante el sostenido avance de las fuerzas de ocupación, los locales lograron mantener su autoridad en el puerto de Cádiz, desde donde ese mismo año convocaron a las Cortes, en teoría representativas de todo el reino. Dos años más tarde, este cuerpo colectivo sancionó una Constitución liberal, que importó una novedad radical en la tradición de la monarquía española y tuvo consecuencias de largo aliento para todo el espacio del imperio en crisis.

A pesar de estos esfuerzos, los franceses extendieron su autoridad sobre la mayor parte del territorio peninsular. Los rebeldes españoles no podían contra el formidable ejército de la potencia vecina, y la ocupación llegó a su fin solo cuando los ingleses decidieron apoyar activamente a sus aliados portugueses para parar a Napoleón y cuando este, obligado por su campana en Rusia, debió retirar parte de sus tropas de España debilitando ese frente. 

En 1814 Fernando VII recuperó el trono, y en un contexto de revitalización del absolutismo en Europa el rey español logró el apoyo de la mayor parte de las potencias, incluyendo la poderosa Inglaterra, y se dispuso a reinstaurar el antiguo régimen.

*Autora de Repúblicas del nuevo mundo, Taurus (fragmento).