Hay días en que miro hacia atrás y no puedo creer cómo he podido travesar tantos caminos en tan poco tiempo. Mi maternidad coincidió con muchos acontecimientos importantes. El embarazo fue en paralelo con la virulenta y avanzada enfermedad de mi madre, el nacimiento con la despedida, el puerperio con el duelo y la cuarentena con el inicio de una nueva etapa.
Ema nació en diciembre, mi mamá partió en febrero y nos encerraron en marzo. Esa fue mi cronología. Lo bueno mezclándose con el dolor y la incertidumbre. Por un lado, pienso y siento que Dios, el Universo o el destino, me permitió parir sin los temores al Covid, despedir a mi madre pudiendo, hasta el último segundo, tomarle la mano y susurrarle al oído, muy cerquita, cuánto la amaba. Y la cuarentena me bendijo con la posibilidad de estar día a día, minuto a minuto, junto a mi pequeña recién nacida.
Todo eso mezclado hizo de mí una gran coctelera de emociones. Hay varios lapsus en mi memoria. A veces me cuesta recordar. Tengo momentos de imágenes plenas y otros en que se tornan borrosas. He pasado de la alegría a la profunda tristeza en un suspiro. Mi cuerpo no entendía nada y mi alma estaba rota, pero de pronto volvía a tener en mis brazos al ser más valioso e importante que la vida podía darme y por ella tenía que estar fuerte.
Por suerte me permití llorar.(…) Tenía que anidar, alimentar y cuidar a mi hija. Los días fueron pasando, pero nada cambiaba afuera. La cosa estaba cada vez peor, el “virus” seguía avanzando, pero en mi interior estaba viviendo la experiencia más reveladora de mi vida: maternar. La parte más difícil en toda esta etapa fue, sin dudas, maternar sin ser maternada. (…)
Siempre supe que quería ser mamá. Tuve una madre tan genial, amorosa, divertida, compañera, tan llena de vida y de proyectos. Nuestra relación siempre fue tan especial, que la maternidad me parecía una experiencia de ese amor absoluto que ella nos enseñó. Yo quería ser mamá porque tuve a la mejor mamá del mundo. Con solo verla, me bastaba para saber que deseaba vivir esa experiencia.
Nunca fui una “Susanita”. Cuando era adolescente, me imaginaba con tres hijos antes de los treinta, pero también mi idea era formarme, trabajar, independizarme, viajar, crecer en mi profesión.
Claro que no seguí al pie de la letra el itinerario que me había marcado. Cuando terminé el secundario, me inscribí en la carrera de Relaciones Públicas, pero no abandoné el teatro, que estudiaba desde los quince. A los tres años de carrera, decidí que era hora de elegir, porque era mucha la energía repartida entre las dos cosas. Dejé relaciones públicas y me dediqué de lleno a la actuación. Me iba bien, empecé a ser conocida y tenía muchísimo trabajo. El plan de ser mamá se postergaba.
Llegaron los treinta y sentía que tenía muchas cosas por hacer. Aproveché para viajar, explorar distintas opciones en mi carrera y también, claro, me enamoré y desenamoré varias veces. Eso también me frenaba. Sentía que todavía no era el momento para tener hijos. No es que buscara la familia tradicional, pero sí una estructura, un proyecto común, un compromiso compartido.
Planes y deseos rara vez se juntan espontáneamente, pero nadie te lo dice con el énfasis suficiente. Es verdad que la vida se alargó, la juventud parece estirarse, pero la biología sigue siendo la misma, imperturbable. A ella no le importan las modas, los hábitos saludables, ni la juventud eterna. Sus leyes son otras, las de antes, las que indican que a los veinticinco años una mujer está en la cúspide de su fertilidad y, a partir de los treinta y pico, eso empieza a declinar.
De todos modos, estuve alerta. Después de perder un embarazo a los treinta y seis, una luz de alarma, tenue pero firme, empezó a parpadear en mi horizonte. A los treinta y siete pensé: “Voy a congelar óvulos”. Fue una idea clara, nítida, sin ambigüedades, que se fue haciendo más fuerte cada día. Lo hablé con pocas personas, pero las elegí bien: mi amigo Lucas, mi ginecóloga Amalia Monastero y, obviamente, mi mamá. Está perfecto eso de consultarlo con la almohada, pero después preguntales a las personas que más querés y que más te quieren.
No sé cómo estuve tan segura, no recuerdo haber contado con información certera, pero fue así como un día le dije a Amalia, mi ginecóloga, y ella me estimuló. “Me parece bien, Euge. Sos joven, sos muy sana, pero esta decisión es tu resguardo”. Me dio un ejemplo que todavía hoy recuerdo. Me dijo: “Todos contratamos el seguro del auto y probablemente no lo necesitemos, pero si tenemos un contratiempo, es bueno saber que contamos con ese respaldo. Adelante, hacelo, yo te apoyo”. Y lo hice.
Lo cuento porque quiero cruzar una barrera aquí, abrir esa tranquera que parece prohibir el paso a la verdad. No es obligatorio contar. Ninguna mujer tiene por qué decir de qué manera quedó embarazada. Pero después de haber pasado por experiencias tan dolorosas como la pérdida de un embarazo y la muerte de mi madre, siento que estoy más en contacto con la verdad. Y la verdad siempre es la mejor opción.
*Autora de Esa nueva piel, editorial Vergara. (Fragmento)