En todas las culturas que conocemos, ya sean seculares o religiosas, ya sean étnicamente diversas o no, la cuestión de cómo vivir es un tema capital. ¿Cómo deberíamos afrontar los retos y las vicisitudes de la vida? ¿Cómo nos deberíamos comportar en el mundo y tratar a los demás? Y la cuestión última: ¿cuál es la mejor preparación para la prueba final de nuestro carácter, el momento de nuestra muerte?
Las numerosas religiones y filosofías que se han desarrollado a lo largo de la historia humana para ocuparse de estos temas ofrecen respuestas que van desde lo místico hasta lo hiperracional. Recientemente, incluso la ciencia ha penetrado en este campo, con un despliegue de artículos técnicos y libros de divulgación sobre la felicidad y cómo conseguirla, acompañados de las imágenes imprescindibles del escaneado del cerebro con el título “su cerebro sobre...” sea lo que sea que pueda aumentar o disminuir su satisfacción con la vida. Paralelamente, las herramientas para buscar las respuestas a las preguntas existenciales varían tanto como los puntos de vista que se han utilizado: desde los textos sagrados a la meditación profunda, desde los argumentos filosóficos a los experimentos científicos.
El panorama resultante es realmente sorprendente y refleja tanto la creatividad del espíritu humano como la urgencia que obviamente otorgamos a la investigación sobre el significado y el propósito de la vida. Podemos abrazar cualquiera de la gran variedad de opciones dentro de las religiones judeo-cristiano-musulmanas, por ejemplo; o decantarnos por una del abanico de escuelas budistas; u optar en su lugar por el taoísmo o el confucianismo, entre muchas otras. Si en lugar de la religión, su gusto va más por la filosofía, entonces se puede volver hacia el existencialismo, el humanismo secular, el budismo secular, la cultura ética, etcétera. O tal vez puede llegar a la conclusión de que no existe ningún sentido –en realidad, la misma búsqueda del mismo no tiene ningún sentido– y se acomoda a una especie de nihilismo “feliz” (sí, existe algo así).
Por mi parte, yo me he convertido en un estoico. No quiero decir que haya empezado a mostrar un labio superior inmóvil y a suprimir mis emociones. A pesar de lo mucho que me gusta el personaje del señor Spock (al que el creador de Star Trek Gene Roddenberry aparentemente modeló según su comprensión –bastante ingenua, por cierto– del estoicismo), estos rasgos representan los conceptos erróneos más habituales sobre lo que significa ser un estoico. En realidad, el estoicismo no se centra en suprimir u ocultar las emociones; más bien se trata de reconocer nuestras emociones, reflexionar sobre lo que las provoca y redirigirlas para nuestro propio bien. También se trata de tener claro qué está y qué no está bajo nuestro control, centrando nuestros esfuerzos en lo primero y no malgastándolos en lo segundo. Se trata de practicar la virtud y la excelencia, y de transitar por el mundo maximizando nuestras capacidades, mientras somos conscientes de la dimensión moral de todas nuestras acciones. Como explico en este libro, la práctica del estoicismo implica una combinación dinámica de reflexionar sobre preceptos teóricos, de leer textos inspiradores y de practicar la meditación, el mindfulness y otros ejercicios espirituales.
Uno de los principios fundamentales del estoicismo es que debemos reconocer, y tomarnos en serio, la diferencia entre lo que podemos y no podemos dominar. La distinción –que también aparece en algunas doctrinas budistas– se toma con frecuencia para indicar una tendencia de los estoicos a retirarse de los compromisos sociales y de la vida pública, pero una mirada más cercana tanto a los escritos estoicos como, lo que es más importante, a la vida de estoicos famosos, disipará esta impresión: el estoicismo es principalmente una filosofía del compromiso social que también anima a amar a toda la humanidad y a la naturaleza. Esta tensión aparentemente contradictoria entre el consejo de centrarse en los propios pensamientos y la dimensión social del estoicismo fue lo que me atrajo a su práctica. ( )
No he sido una persona religiosa desde que era adolescente (me sentí impulsado a abandonar el catolicismo, en parte por la lectura en el instituto del famoso Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell), y desde entonces he estado solo en la reflexión sobre de dónde proceden mi moral y el significado de mi vida. Asumo que un número creciente de personas en Estados Unidos y por todo el mundo se enfrentan a un problema similar. Aunque me adhiero a la idea de que la falta de una afiliación religiosa debe ser una elección vital tan aceptable como pertenecer a cualquier religión, y apoyo con firmeza la separación constitucional de la Iglesia y el Estado en Estados Unidos y en cualquier otro sitio, también me siento cada vez más insatisfecho (tradúzcalo por profundamente irritado) por la furia intolerante de los llamados nuevos ateos, representados por Richard Dawkins y Sam Harris, entre otros. Aunque la crítica pública de la religión (o de cualquier idea) es la clave de una sociedad democrática sana, las personas no responden demasiado bien cuando se las menosprecia e insulta.
*Autor de Cómo ser un estoico, editorial Ariel (fragmento).