Era imposible que López se hubiera perdido por tanto tiempo. Era imposible que hubiera estado escondido. Era imposible que se hubiera suicidado –como pensó al principio uno de sus amigos– y no hubieran encontrado el cuerpo. Por lo tanto, lo secuestraron. El correr del tiempo convenció a todos de que ésa era la única explicación. Pero, con el paso de los días, los rastros se pierden (o son borrados).
Se suele decir que las primeras 48 horas son esenciales, y en ese tiempo nadie investigó a Etchecolatz, a su entorno, a los policías que mencionó López o a los penitenciarios de la U9 contra los que también podía declarar el testigo desaparecido. “Los penitenciarios de la dictadura siguieron en actividad hasta los años 90. Tenían mucho poder económico y relaciones políticas. Y a la inteligencia del Servicio Penitenciario bonaerense nadie la había tocado”, razonaba Guadalupe. Un allanamiento cinco años después de la desaparición de López, por ejemplo, era difícil que diera un resultado positivo. Si había alguna evidencia, era casi seguro que se hubieran deshecho de ella. Lo poco que podía mantenerse intangible eran los registros de llamadas. Suponiendo que los secuestradores usaron teléfonos para comunicarse. Con esa esperanza, Aníbal y Guadalupe analizaban todas las conexiones posibles de llamados entre los potenciales sospechosos. Obsesivo, él seguía revisando las conexiones de los involucrados en el operativo de Atalaya. Hasta que encontró que Rubén Darío Durso –a quien le habían allanado la casa en la primera semana– tenía llamadas con uno de los penitenciarios acusados por torturas en la U9. Se trataba de Elbio Cosso, ex jefe de Seguridad de la cárcel de La Plata cuando López estuvo detenido. “Upa. ¿Viste esto?”, le dijo Aníbal a Guadalupe cuando leyó su nombre. Cosso vivía en Los Hornos, sobre la calle 60, donde tenía arresto domiciliario. Robusto, medía 1,80 y tenía 80 años. Había sido consejero escolar del PJ y era miembro de la comisión directiva del Centro de Jefes y Oficiales retirados del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB). Hacia él se dirigió una de las líneas de la investigación del caso López. Al asumir frente a la causa, por pedido de Justicia Ya!, Corazza había ordenado a la SIDE y a la Bonaerense hacer tareas de inteligencia sobre los represores con arresto domiciliario. La policía de la provincia de Buenos Aires tardó cerca de siete meses en incorporar a los penitenciarios al VAIC, el programa con el que hacían los cruces de llamadas para detectar conexiones. Con la ayuda de Pastor Asuaje, Aníbal indagó en el barrio y descubrió que Durso tenía más relación con el hijo de Cosso, Diego, que también era penitenciario. La metodología de Aníbal siempre fue intentar encontrar vínculos entre los interesados en que López desapareciera y los teléfonos que se activaron en la zona donde el testigo fue secuestrado. Pasaban horas en Ezeiza trabajando con el técnico de la PSA. Encontraron que Cosso y Chicano –el hombre que aparecía detrás de López en el acto de Chicha Mariani– hablaban con un mismo número. También había llamadas en común con Aldo Conter, uno de los policías investigados en la línea de los conspiradores y al que le habían encontrado una esvástica en su casa. Además, Cosso tenía llamadas en común con dos ex policías a los que López mencionó en su testimonio: Gregorio Medina y Domingo Almeida. Todo esto a Aníbal le resultaba muy sospechoso, pero faltaba investigar más.
Los cruces telefónicos podían llevar a errores o a conjeturas que resultaban ser falsas. Por ejemplo, Aníbal se encontró en uno de los entrecruzamientos de llamadas con que Cosso tenía 17 comunicaciones con un familiar de López. Cuando le preguntaron, el hombre, que era médico, explicó que la esposa de Cosso había sido su paciente. Las llamadas serían pedidos de turno, supuso. También ocurrió que un familiar de Durso que vivía en Los Hornos llamó a las siete de la mañana al número de uno de los represores de la comisaría quinta. “Esto no puede ser”, dijo Aníbal, hasta que detectó que la llamada siguiente era a un teléfono con un solo número diferente. Resultó ser una remisería. Tardaron cerca de dos días en darse cuenta de que el familiar de Durso se había confundido y había llamado al número del represor por error. “No podemos tener tanta mala suerte”, decía Aníbal, que había pasado noches de insomnio tratando de entender las interconexiones.
Corazza le ordenó a la Bonaerense que investigara en profundidad a Cosso. La policía montó lo que llaman una capacha (vigilancia) frente a su casa. Algunas de las charlas con su hijo, Diego, eran crípticas, con frases de Cosso como: “O enterramos más o levantamos la perdiz”. Había que esperar a ver si las otras tareas de inteligencia ofrecían algún resultado. Cuando recibieron el resumen de la investigación que había conducido Matzkin, Aníbal y Guadalupe no podían creer lo que veían. Le presentaron un escrito a Corazza en el que detallaban que “el vergonzoso informe que consta en el legajo ‘Cosso’ (…) está hecho en base a informaciones sacadas de internet y padrones desactualizados, además de numerosas fotografías del frente de las viviendas”. “De no estar frente a la desaparición de Jorge Julio López, resultaría risible ver que en un informe de más de 500 páginas, el personal a cargo de Matzkin no logra descubrir que Leonida Kreft es la esposa de Acuña, penitenciario detenido en Marcos Paz por crímenes de lesa humanidad”, escribieron los abogados. El teléfono registrado a nombre de Kreft tenía comunicación con Cosso.
Pese a la desidia, una de las comunicaciones de Cosso les resultó interesante: llamaba a un teléfono de línea que pertenecía a otro penitenciario que fue investigado en la causa López. En este libro, se llamará B (...).
El primer legajo de la causa López, también conocido como “anexo SIDE”, contiene una de las pistas que nunca salieron en los diarios. Aníbal y Guadalupe la consideraban verosímil y la seguían con atención.
La denuncia involucraba a B., un ex jefe de inteligencia del Servicio Penitenciario Bonaerense. B. tenía llamadas con Cosso, pero también con el teléfono de Marciana Lescano, la suegra de Etchecolatz. Hablaba, incluso, con el abogado del represor, Luis Boffi Carri Pérez.
Además, los policías que manejaban el VAIC pudieron encontrar vinculaciones de ese hombre con todo el grupo de penitenciarios presos en Marcos Paz: tenía contactos con Abel Dupuy, Héctor “el Oso” Acuña, Isabelino Vega, Víctor Ríos, Mario García y Julio Rebaynera.
También aparecía en la agenda de uno de los ex policías investigados en la línea de los conspiradores: Aldo Conter, al que le habían encontrado una esvástica en su casa. Y había llamado a otro ex policía vinculado a ese grupo, Julio Sáenz Saralegui, quien había sido exonerado por la represión estudiantil de 1996.
Por hacer el gráfico que señaló a B. en el centro de estos grupos, los encargados del VAIC fueron reprendidos por sus superiores en la Bonaerense. El motivo nunca quedó claro.
Revisando los registros, Guadalupe y Aníbal encontraron una llamada al 911 que entró a los pocos días de la desaparición de López, el 29 de septiembre de 2006.
La persona que llamó dio su nombre y dijo ser un penitenciario retirado. Afirmó que un pariente de uno de los penitenciarios presos en Marcos Paz junto con Cosso le contó que “escuchó que festejaban ruidosamente entre ellos, que les había salido redondo lo hecho con López”.