DOMINGO
LIBRO

Símbolo de ‘La Nación’

En Periodismo y verdad, Jorge Fontevecchia entrevistó a figuras clave de los medios. Aquí, Claudio Escribano, historia viva del diario de los Mitre por más de medio siglo.

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Símbolo. Escribano “encarna al diario más que sus propios dueños”. | cedoc

Con 62 años en el diario La Nación, José Claudio Escribano, abogado por la Universidad de Buenos Aires, es uno de los periodistas y editores con mayor y más extensa influencia en el periodismo argentino. Ingresó a La Nación en 1956, a los 18 años, llegó a ser su secretario general de Redacción y luego, subdirector. Miembro del directorio de La Nación SA, encarna al diario más que sus propios dueños. Nació en 1937.

—¿Cómo fue que entraste a trabajar en “La Nación”?

— El 5 de marzo de 1956. Fui el segundo redactor en incorporarse a La Nación después de la caída de Perón. El diario había comenzado a achicar su plantel de cronistas y redactores en 1948, en previsión de las fatalidades que pudieran derivarse de los aires reinantes.

—¿Y fuiste cronista en la Casa Rosada?

—Al empezar fui lo que en el periodismo del pasado se denominaba “cronista volante”, cronista todoterreno. Podía cubrir un incendio o una entrega de premios de la Sociedad Protectora de Animales Domingo Faustino Sarmiento. En esos primeros días, La Nación me envió a recibir un premio otorgado por esa sociedad y llamaron al diario para preguntar si no podían enviar alguien “más representativo”. Desde el diario contestaron con disgusto que no, lección que tendría en cuenta cuando décadas más tarde me tocó conducir la redacción. La primera regla de quien conduce es proteger ante terceros a quienes trabajan con él, sobre todo a los más vulnerables.

—Tenías 19 años.

—Menos, tenía 18 años. A lo largo de 1955, con 17, con la audacia de muchacho que ni siquiera había concluido el colegio secundario, le llevaba algunas carillas seguramente impublicables a Juan Santos Valmaggia, que era el subdirector de La Nación. No vi publicada ninguna de esas carillas. Los años han volado sin que nadie en ese sentido haya irradiado sobre mí una luz más intensa que él. Lo conocí cuando estaba en el apogeo de su madurez, cuando tenía 60 años. Era un abogado que nunca ejerció la profesión pero que se destacó, y mucho, en la memoria de sus alumnos, como profesor de francés, en el Colegio Nacional Buenos Aires, y de historia, en el Instituto Libre de Estudios Superiores. Valmaggia ha sido hasta aquí quien por más años ocupó la presidencia de Adepa. Una cabeza excepcional. En esas tenidas de madrugada, en las que se prolongaba en el viejo bar-restaurante del diario la tertulia fomentada por la comida y el vino copioso, Valmaggia fulguraba como el que más entre hombres verdaderamente valiosos de la intelectualidad argentina (...)

—Fuiste el segundo cronista en entrar en el diario después de la caída de Perón. ¿Por qué Perón no confiscó a “La Nación”?

—Si mensuramos esa siniestra decisión de Perón de confiscar La Prensa –no fue expropiación porque no hubo una contraprestación alguna por ese acto– solo por la eficacia política, Perón decidió bien. Confiscó un diario cuya circulación en ese momento superaba los 400 mil ejemplares mientras La Nación vendía 130 mil, tres veces menos. Había, por lo demás, una cuestión de orden cualitativo…

—¿Cuantitativo…?

—Cualitativo. Esos más de 400 mil compradores de La Prensa estaban dispersos por la Ciudad de Buenos Aires y el país de una manera diferente del caso de La Nación. La Prensa era fuerte en Almagro, Caballito, Flores. El núcleo duro de lectores de La Nación toda la vida había afincado en el rectángulo marcado por Retiro y Punta Chica, en los extremos; el Río de la Plata, de otro lado, y Santa Fe, Cabildo, Maipú, etcétera, por último. La Prensa era un diario aún más liberal que La Nación, pero de penetración en segmentos más populares. La Prensa seguía siendo el diario por el cual se buscaba vivienda y también trabajo. Fue por antonomasia el diario de los inmigrantes. Tenía en su edificio espléndido de Avenida de Mayo servicios de prestación social muy grandes. Por años me hice algunas preguntas como la que vos has hecho: ¿por qué Perón confiscó La Prensa y no La Nación? Al cabo de un encuentro con Jorge Paladino…

—Que era el representante de Perón al momento de asumir como presidente de facto el general Alejandro Lanusse…

—Que era representante político personal de Perón en la Argentina, y se disponía a viajar a Madrid para visitar a Perón. Participé a Paladino de aquel intríngulis. “Hágale a Perón una pregunta de parte mía”, le pedí: “¿Por qué tomó La Prensa y no La Nación?”. Perón no contestó directamente. Pero su respuesta fue orientadora en más de un sentido. Contestó:  “La Prensa es un diario de la plutocracia, no tiene raigambre nacional. Y La Nación, en cambio, es un diario argentino”. Es verdad, dos sensibilidades muy diferentes. Pero ¡qué gran diario de todos modos fue La Prensa también!

—Y ese reconocimiento ¿cómo se traduce?

—La Prensa era un diario más frío, sin duda. Vistas las cosas desde La Nación, argumentábamos que era un diario que parecía hecho por calvinistas. Artículo, verbo y predicado. Seco. Sin calificaciones, despojado de toda coloratura, seco como una parra después de la viña. Solo crónicas y editoriales, extraordinarios editoriales; y en el medio, nada, ningún comentario (...).

—Sin adjetivos, por ejemplo.

—Sin adjetivos. Despojado en la reconstrucción de los hechos que se sucedían de toda carga subjetiva. La Nación era un diario más cálido, con la prosa más trabajada por las emociones de quien escribiera. Se arriesgaba más: si las emociones no estaban bien expresadas, el diario podía dar pasos en falso, como que de hecho los dábamos, y los de “La Farola” no los dejaban pasar por alto. De pronto, podíamos caer en alguna cursilería, riesgo que La Prensa no afrontaba dada la extraordinaria sequedad de lenguaje. La Prensa reconocía dos géneros en realidad, y solo dos: la opinión editorial, que se elevaba en un do de pecho todos los días, para juzgar tanto la política del gobierno como para juzgar, por decirlo arbitrariamente, las variaciones del clima, y por otro lado, la crónica pura, rigurosa al máximo en su objetividad. Editoriales y crónicas objetivas. La Nación se expresaba habitualmente con juicios más atemperados. Aunque hasta la clausura de La Prensa, en febrero de 1951, La Nación tuvo en la época que se abrió con la revolución fascista de 1943 una línea muy frontal de crítica a las serias desviaciones republicanas de sucesivos gobiernos militares y del gobierno de Perón.

—Ese lugar popular que tuvo “La Prensa” tras su clausura ¿lo aprovechó “Clarín”, emergiendo en los años 50 y 60 como el diario popular: el que tenía los avisos clasificados?

—Sí, el gran secreto del éxito de Roberto Noble fue haber comprendido que no se podía ser un diario popular sin contar con un buen caudal generoso de avisos clasificados. O para decirlo con otras palabras, que un caudal importante de avisos clasificados constituía un piso eficaz para hacer un diario popular. Lo hizo así mientras Clarín competía sobre igual piso periodístico con otro diario de la mañana bastante popular, orientado hacia la clase media-media: El Mundo.

—Decíamos que Perón confisca y de alguna manera extingue a “La Prensa” que conocimos y no a “La Nación”. ¿Encontrás alguna analogía histórica cuando Néstor Kirchner, en lugar de tomársela con “La Nación”, se la toma con “Clarín”, a partir de 2008, 2009? ¿Ves algún punto de relación en el hecho de que nuevamente el peronismo vuelve a agarrar al diario más masivo como principal adversario?

—Hay un aire de familia, efectivamente. Porque Perón se apodera del diario de mayor circulación y gravitación. La Prensa, como te decía, vendía más en ese momento que cualquier otro diario de la mañana, e incluso que los más populares de la tarde: La Razón, Noticias Gráficas, Crítica.

—En un país con la cuarta parte de la población actual.

—Sí. Por su gravitación y por su circulación, La Prensa constituía la pieza que el cazador quería cobrarse. Además, los 130 mil ejemplares que La Nación ubicaba en el mercado de lectores iban a un público absolutamente definido en términos sociales y políticos, incuestionablemente opuesto al régimen de Perón. En el caso más contemporáneo de Clarín, por más que haya sido la condición de diario de mayor circulación una de las aristas que pesó en la relación con los Kirchner, lo verdaderamente importante fue su papel de canal operador, que tanto molestó a los Kirchner desde 2008. No quisiera que pasáramos a otros temas sin detenerme en un elogio más, especial, a La Prensa: diario tan duro con otros, diario tan implacable consigo mismo… De lo mejor que dio el país en su historial periodístico. En La Nación decíamos que La Prensa era un diario calvinista; y los más viejos, aquellos que habían comenzado a escribir en La Nación entre los años 10 y 20, remitían el nacimiento de ese estilo severo a una leyenda inverificable que atribuían a una cuestión delicada entre miembros del núcleo familiar más íntimo de Ezequiel Paz, sucesor del fundador José C. Paz. Ningún otro diario hizo un esfuerzo mayor y más constante por la reconstrucción objetiva de los hechos en el tratamiento de las noticias. En La Nación se repetía en las tertulias el cuento de los padecimientos de un par de redactores de “La Farola”, como llamábamos a La Prensa, que habían pasado días en una lechería ubicada frente a lo que antes de ser la sede del Episcopado fue residencia presidencial, en Suipacha, entre Santa Fe y Marcelo T. de Alvear, a la espera de confirmar la muerte inevitable de Roberto Ortiz, al cabo de una agonía larga.

—Es interesante esa idea de búsqueda incesante de objetividad.

—Hoy se da todo lo contrario. En medio de la mayor democratización de la información de la historia, debido a las plataformas digitales, se ha abierto paso la era de la posverdad: cualquiera dice lo que se le ocurre sin fiscalización alguna, contrariamente a lo ocurre en el periodismo de clase. La era de la posverdad está absolutamente asociada a la aparición de las redes sociales, pero la falsedad por ignorancia culposa o el dolo por la mentira descarada son parte de la historia humana.

—Al mismo tiempo, la reconstrucción de un panorama y de cada hecho exige un observador y cada observador lo ve inexorablemente desde diferentes perspectivas.

—Eso es inevitable. Basta pensar en la reconstrucción de un accidente de tránsito sobre la base del testimonio de cinco testigos. No necesariamente los cinco han visto lo mismo. Pero no embromemos: un libro es un libro y no una silla. En la posverdad se están tergiversando deliberadamente los hechos y se dice, como si nada, que un vaso no es vaso. ¿Qué son sino los hechos alternativos? Me parece que por las cloacas de las redes sociales, en cuyos pisos superiores circulan en cambio manifestaciones de otro orden, como pueden ser las de la compasión y la solidaridad entre los hombres o novedades científicas de alto valor, en aquellas cloacas, digo, circulan disparates atroces. Los grandes buscadores, de enorme influencia mundial, no pueden salir ahora, después de años y años, a decirnos la bobería de que procurarán combatir la difusión de noticias falsas. El periodismo con mayúsculas trata de impedirlas desde hace siglos. Si vos no te dejás operar sino por un profesional eximio, ¿por qué te vas a informar por lo que diga un chapucero, sin experiencia alguna en el ejercicio del oficio periodístico, aunque tenga, como todos, el derecho a expresarse públicamente? Algo distinto es entrar a discutir si la objetividad absoluta existe o no. Personalmente no creo que exista sino para evidencias incuestionables. Además, siempre está en juego la buena fe en la objetividad de lo que se reconstruye. Es decir, de qué manera exhaustiva trato de reconstruir los hechos partiendo de la base de que los hechos son sagrados y de que las opiniones son libres. Pero no vayamos a pasarnos de la raya: un vaso es un vaso cualquiera sea la opinión que tenga sobre la industria del vidrio.

—Es decir que la objetividad, más que una cuestión técnica, es una cuestión ética.

—Para ser un buen periodista hay que ser una buena persona. Pero ¿no es también necesario para ser un buen médico o un buen abogado, o un buen bancario…? Pero como todo, tiene sus bemoles. Muchas veces me he preguntado si el abogado que fui en la práctica por poco tiempo no ha prevalecido en mí más que el periodista. Soy un enamorado de las perspectivas humanas que abre la mediación como metodología en la resolución de conflictos. Uno de los pasos que involucra consiste en ceder. Muchas veces me he encontrado en la situación de que alguien haya venido a verme para pedir se mitigara el impacto de la publicación de una noticia. Al percibir su desolación, accedí. No actué con rigor periodístico, lo sé. Fui un mal periodista. Y no me arrepiento. Pero me sentí satisfecho como hombre.

—Volvamos al tema de la objetividad y la representación. Lo que hace una representación de los hechos es reflejar de manera proporcional las versiones de los distintos testigos.

—El ojo profesional va indicando de qué elementos prescindir, qué otros privilegiar. Ahora, el cronista no puede dejar de tratar él de reconstruir por sí mismo los hechos según su evaluación. Sobre la base de lo que digan esos testigos y lo que transmitan todos los elementos con algún valor para la prueba. No hay periodismo de calidad sin situar los acontecimientos en el contexto debido.

—Hasta ahí pareciera que la objetividad es posible. Ahora, otra dimensión de la discusión sobre la imposiblidad de la objetividad es que en cada momento están sucediendo fenómenos de distinta naturaleza, por ejemplo, los grandes hechos pero también los pequeños acontecimientos de la vida privada de la gente.

—Desde luego. Y en este punto es interesante detenernos a reflexionar con qué frecuencia hechos que cambian el curso de la vida privada en la humanidad tardan en figurar en los medios de comunicación. Podrás revisar, por ejemplo, las tapas de los grandes diarios del mundo y no encontrar en ninguna el anuncio de que se inventó el lavarropas o de que comenzaron a operar los diagnósticos por resonancia magnética.

—¿Cuál sería la definición de “hecho” y de “hecho periodístico”? Para un ingeniero hidráulico, un río es una fuente de energía; para un pescador, una fuente de alimento; para un bañista, un lugar de entretenimiento.

—Todo depende de la sensibilidad y los intereses de los individuos y de cada sociedad. La medida de la importancia que se le confiera a un hecho expresa la identidad del medio. El acto inaugural de la Exposición Anual de la Sociedad Rural en Palermo tiene una dimensión para La Nación mayor que para otros medios. Por ejemplo, si un diario como La Nación no se ocupara de lo que se llamaba en el pasado “deportes blancos” –tenis, polo, golf, paleta, jockey, equitación–, no estaría satisfaciendo la expectativa de una franja de sus lectores. Todo evoluciona, desde luego: antes también debíamos ocuparnos del cricket, pero este en la Argentina ha pasado a ser, lamentablemente, una antigualla. Pero ¿cómo no privilegiar en espacio, como hacen todos, el fútbol, aquí sí pasión de multitudes? Otra cuestión esencial en un diario es la manera en que articula la información. Lo primero es hacerla comprensible. Pero con eso solo no alcanza. Importa mucho acompañarla del juicio de los columnistas o del juicio del diario, que se vierte solo en la página de los editoriales. Importa cómo se diagramen las páginas y se enseñe al lector, por vía comparativa, qué informaciones han sido privilegiadas: magnitud de los títulos, ilustraciones, extensión de los textos, las firmas de quienes los escriben. Siempre será poco lo que insistamos respecto de la identidad de un medio: si un diario de referencia abre el ejemplar con el nuevo romance de una actriz de moda, estamos muy mal. No pone al descubierto un mero error de percepción, lo que refleja es un grave problema de conducción. Una redacción debe estar permanentemente regida por normas escritas y no escritas pero conocidas por todos sobre la sensibilidad con la cual el medio preserva su identidad. Siempre habrá errores, pero habrá que ponerlos al descubierto antes de que lo haga el lector. Es honorable, no una vergüenza, publicar a diario las fe de erratas.

—Una cosa son aquellos temas por los que uno tiene afición, como son los deportes o la gastronomía, y otra aquellos en los que se juegan cuestiones fundamentales para la vida individual o social: la economía, la política. Ahí la perspectiva del lector puede estar muy sesgada.

—La condición es que el diario sea respetuoso del camino que se ha trazado y que por la perseverancia con la que lo ha recorrido siempre, pueda decirse de él que ha sido idéntico a sí mismo. Esto con los matices inevitables de la evolución que introduce el paso del tiempo. En un sentido, yo creo que el mejor elogio que puede hacerse a La Nación lo hizo el presidente Kirchner en conversaciones privadas. Kirchner dijo: “Yo sé a qué atenerme con La Nación, porque son consecuentes consigo mismos”. Estoy seguro de que no me equivoco, y tengo razones para no equivocarme, de que la ex presidenta Cristina Kirchner piensa de La Nación lo mismo que pensaba su esposo. Es decir, que es un diario con lealtad a su propia trayectoria. ¿De cuántos individuos, de cuántas instituciones se podría afirmar eso? La lealtad consigo mismo es un valor mientras no alcance un grado de obcecación inusitada.

—Pero ¿hasta dónde tengo que darle al lector lo que quiere y presentar los hechos según su perspectiva?

—Todos tenemos limitaciones que respetar, sean éticas o estéticas. Un diario puede publicar las noticias en términos insuficientes o contradictorios con el pensamiento de la franja central de sus lectores. A veces ese es el precio que debe pagarse por salvar la identidad, que es un valor que no puede negociarse en un diario con sentido de grandeza.

—Pero hablábamos del tema de las proporciones, del peso relativo de ciertos hechos en un medio. ¿Hay que elegir lo que que al lector de tu diario le resulte más importante?

—Más relevante por su importancia, por su interés, por su rigurosa actualidad. Ahora bien, si he estado diciendo todos los días que en la Argentina hay pobreza, he terminado por mitigar su condición noticiosa. La repetición excesiva es condición de la propaganda, no del periodismo. Quedan en ese caso en pie las otras dos coordenadas, las de importancia e interés. Cuando insisto con noticias de esa naturaleza, tan graves, crece la obligación periodística de aportar propuestas: cómo salir de la pobreza, por ejemplo. Hay resoluciones de la Secretaría de Comercio, el Banco Central dispone esto, lo otro. De todas esas decisiones debo dar cuenta. Además, la diferencia que puede marcar un medio está en responder al “cómo”, al camino que se cree conveniente recorrer para resolver entre todos los problemas existentes. Y desde luego, si yo creo que el camino es uno, voy a tender a poner más atención en noticias sobre realizaciones que se hagan según mis convicciones. Esto sin perjuicio de que se preserve el principio de informar sobre otros criterios. En las columnas editoriales el diario ya otorga suficiente cabida para lo que es su propia opinión. El diario debe contar con una agenda propia de los sucesos de actualidad. Un diario ajeno al gobierno es por definición muy distinto a un boletín oficial.

—¿“La Nación” daría más visibilidad a los sectores transformados positivamente por la economía mientras que un diario como “Crónica” haría foco en la cantidad de nuevos pobres que tiene la Argentina?

—Los dos pueden según su estilo informar de diversa manera sobre una misma realidad, pero donde la diferencia será seguramente sustancial es en la política editorial. Lo digo en términos condicionales porque Crónica no tiene editoriales y La Nación sí tiene una política editorial. En esta materia hay tres clases de diarios. Uno, el diario que todos los días juega una opinión. Ese tipo de diarios se halla todos los días sometido por sus opiniones al juicio crítico de los lectores e incluso de quienes no lo son. Están los diarios que no tienen una opinión editorial; su opinión se percibe por la forma en que se distribuyen las noticias. Y el tercer tipo de diario es aquel que tiene formalmente una opinión editorial pero tan anodina, que cuando la da no se sabe realmente bien cuál es. La ambigüedad es hija reticente de tiempos de autoritarismo. El ministro José Gelbard, ministro de Economía de Perón, me visitó una tarde cuando estábamos en Sarmiento 344. Me felicitó por un editorial sobre Aluar. Y después de hacerlo, acercó su cara a la mía y en voz casi inaudible preguntó, con bastante seriedad: “¿Era un editorial a favor o era en contra?”.

—¿Cuál es tu propia evaluación de la forma como “La Nación” cubrió la última dictadura?

—Ha sido para mí un gran orgullo haber acompañado durante más de sesenta y dos años la trayectoria de La Nación, como lo he dicho muchas veces. Pude haber cometido errores en todos esos años, propios de las imperfecciones en las obras humanas, como las cometemos todos. Pero nunca me hubiera sentido mejor en otro lugar del periodismo, incluso en el periodismo de estos días, que en La Nación y rodeado por los maestros y colegas que se fueron sucediendo en su redacción en más de sesenta años.

—Vuelvo a “La Prensa”. Interpreto que ese calvinismo extremo que “La Prensa” reflejaba en sus páginas, según contabas, no pretendía representar a nadie en particular.

—La Prensa representaba, como pocos medios, ideales superiores. El de la honestidad periodística era uno. Le dije al presidente Kirchner: “La Nación nunca emitirá un juicio editorial adverso a su política porque esa política sea abiertamente contraria a sus intereses como empresa”. El me contestó, y lo cito de manera textual: “Lo sé perfectamente”. Es decir, que hay una línea inconmovible frente a intereses materiales que han sustentado los dos grandes diarios argentinos de fines del siglo XIX y gran parte del siglo XX.

—En el caso de “Clarín”, se definía como multitarget.

—Todos los diarios grandes pretendemos ser multitarget. Si vos me preguntás cuáles han sido a mi juicio las dos patas sustanciales de apoyo en la sociedad de La Nación, contesto: la cultura y su visión sobre el papel de la agricultura y la ganadería en el país. Clarín ha estado más identificado con la industria en términos tan enfáticos que puede decirse que ha sido un diario industrialista, desarrollista, que estuvo dispuesto a sostener en esa política hasta la protección llevada al infinito. Estamos hablando de los sesgos en los medios.

—¿Creés que “Clarín” tenía una posición clara y definida a pesar de ser tan masivo y representar intereses de tan variados lectores?

—Sobre Clarín, he tenido por largo tiempo una opinión profesional crítica, sin perjuicio de haber reconocido invariablemente su incuestionable valor como diario. Desde 2008 en adelante he seguido con admiración la forma en que Clarín respondió a los ataques brutales del kirchnerismo. Pienso en particular en la figura de Héctor Magnetto. Creo que la crisis con el gobierno le permitió a él definir un liderazgo. Fue realmente conmovedor observar cómo el plantel periodístico le respondía. No sé si en todos los medios frente a una amenaza así, cualquier plantel periodístico profesional hubiera respondido como respondieron a la conducción de Magnetto en esos años dificilísimos. Ahora la competencia sigue y despojada de aquella situación excepcional por la que atravesó el colega.

—Después de 2008 y 2009, “Clarín” dejó de ser un diario multitarget y está camino a competir directamente con “La Nación” por un mayor porcentaje de lectores de lo que sería la clase dirigente. Parecería que los lectores populares ya no compran más diarios.

—Me permito decir que Clarín siempre quiso competir con La Nación. Y desde los días de Roberto Noble. Alguien que había sido una alta autoridad en la redacción de Clarín hasta 1955 y que después fue redactor de La Nación, un día me dijo que por arte de magia todas las noches llegaba un sobre a Clarín con las pruebas de galera de la sección “Notas Sociales” que La Nación tenía para ser publicadas. Y que ocurría a veces el fenómeno curioso de que alguna de esas noticias que figuraban en las pruebas de galera que llegaban desde La Nación, terminaban publicándose primero en Clarín. Es una prueba irrefutable de hasta qué punto era grande la obsesión de Roberto Noble por mimetizarse con La Nación hasta en el plano de la información social. Ese era un coto muy propio de nuestro diario y, en todo caso, si tenía La Nación un competidor en ese plano no era Clarín. Era La Prensa.

—¿Cómo fue el comienzo de tu relación con Néstor Kirchner? Recuerdo un programa de Mirtha Legrand en el que te dedicó muchos comentarios. Parecía que te elegía a vos y a “La Nación” como adversarios.

—Fue así aun antes de que empezara su gobierno. Era un hombre intemperante, sin sensibilidad suficiente para calibrar personas e instituciones fuera de los cartabones rudimentarios de una política de amigos y enemigos. Yo había recibido el jueves siguiente al 27 de abril de 2003, en que Menem ganó la primera vuelta, un llamado telefónico de Alberto Fernández para decir que Kirchner me invitaba a desayunar dos días después. O sea el sábado. Yo ya estaba convencido en ese momento de que Kirchner era el futuro presidente de los argentinos. El llamado de ese Fernández me encontró en General Belgrano, en Córdoba, paseando con mi mujer y un matrimonio de cuñados. Contesté a Fernández: “Le agradezco la invitación, pero vuelvo el sábado por la tarde. ¿Qué le parece si lo dejamos para el lunes?”. Al rato volvió a llamar a mi celular Alberto Fernández con el anuncio de que me esperaban con Kirchner en su domicilio, que entonces estaba sobre la avenida Callao, entre Posadas y Alvear, a las nueve de la mañana del lunes. En la forma rara en que un abogado y contador como Alberto Fernández alcanzaba a expresarse, me dijo que era para charlar, para ver “cómo arreglamos este asunto de La Nación”.

—¿“Cómo arreglamos”?

—Nunca se me ocurrió que la palabra “arreglamos” tuviera en su boca la connotación que en los bajos mundos de la política se le da a la palabra, como sustituto de negocio poco claro. Era una palabra impropia con referencia al diario que estaba involucrado en la conversación. Era la forma de hablar del pobre Fernández, eso fue todo. Lo que quería hacer era acercar, limar posiciones donde no había en realidad nada que limar, y menos conmigo, pues no era ni soy accionista, ni presidente del directorio, ni director. Kirchner creía que había quedado abierto un frente de tormenta con La Nación a raíz de dos editoriales contra su rebeldía frente al requerimiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación para que se repusiera en sus funciones al doctor Sosa, procurador general del Superior Tribunal de Santa Cruz. Ese era el único tema en discusión, y nada tuve que consultar: sabía bien que La Nación insistiría en su posición doctrinaria fuese Kirchner lo que fuere, gobernador o presidente. Ese hombre estaba habituado a hacer lo que quería en su pago chico. Alberto Fernández en este asunto cumplió un papel de comedido. Concurrí nomás ese lunes 5 de mayo a su casa. Fue un encuentro con mucha consideración de parte del “presidente electo” hacia mí e impensable si alguien se hubiera tomado en serio las crónicas delirantes que la prensa de izquierda oficialista difundió después. Kirchner había sido ya virtualmente electo, por lo menos a mi juicio, un domingo, y el jueves me estaba llamando para conversar a solas. Aquel lunes, al entrar en lo de Fernández lo saludé: “¿Cómo le va, Presidente?”. Y él contesta: “¿Le parece así?”. “Sí, usted es ya presidente electo, ¿no?”. Menem lo había aventajado por dos puntos pero la distancia se diluiría en un ballottage en medio del aluvión del 70% de electores reacios a votar por Menem en esa segunda vuelta que nunca se hizo.

—Y, sí, Kirchner ya era el virtual presidente, claro.

—A las dos horas y cuarto de conversación me puse de pie y le dije: “Presidente, usted tiene muchas cosas que hacer. Me voy a retirar”. Fue una charla cordial, absolutamente distinta de lo que luego se fraguó y que Kirchner hizo fraguar. Pero la charla real había sido civilizada, sin ninguna rispidez. A medida que hablábamos veía en Kirchner al hombre que iba a hacerse cargo del poder y que quería saber qué podía esperar de La Nación. No creo haberle dejado dudas sobre lo que podía esperar de la línea editorial de La Nación, pues basta con releer sus páginas desde mayo de 2003 en adelante. Hablé con la seguridad de quien cree conocer a La Nación desde que era un chico. Creo haber acertado por completo en la caracterización del diario, precisamente por aquello de lo que hablábamos con Kirchner: La Nación es un diario previsible, con un ideario doctrinario que se ha mantenido a lo largo de los tiempos. Y si hay un gobierno que se cruza en el camino con posiciones absolutamente distintas, habrá colisión con diarios que no se ofrecen al mejor postor en el mercado. La colisión eventual será en estos casos de tanto mayor magnitud cuando quien gobierne utilice todos los recursos no ya para servir al interés público sino al interés propio y contra un medio. Es lo que Kirchner hizo con La Nación desde 2003 y después con otros.

—Su manera de posicionarse era construir enemigos. ¿Es probable que también te haya querido elegir como enemigo?

—No lo sé. Pero debo reconocer que en las dos largas charlas que tuve con Kirchner, creo que el tono más fuerte estuvo de mi parte, seguramente porque me hallaba prevenido de que se le soltaba la cadena con facilidad y de que había que contenerlo antes de que perdiera el control de sí mismo. Se portó conmigo correctamente, debo decirlo. Y por mi parte, sin perder los modales, enfaticé las palabras más allá de lo que es habitual en mí.

—Después en el programa de Mirtha Legrand él sacó a cuento esa conversación y marcó las diferencias. Y parece elegirte, y a “La Nación”, como un punto de referencia de lo opuesto.

—Han pasado tantos años… Esa conversación con Mirtha Legrand no fue al día siguiente de nuestro encuentro en el departamento de Alberto Fernández y su ex mujer. Nos despedimos cordialmente. No hubo un solo momento de la conversación en que él discrepara de mis observaciones sobre la política editorial de La Nación.

—Entonces, ¿cuándo fue la comida con Mirtha Legrand en la que te criticó?

—Pasaron unos diez días. Las elecciones habían sido el 27 de abril y nosotros nos encontramos el 5 de mayo. El 15 de mayo, hacia el mediodía, se conoció la renuncia de Menem de ir al ballottage y a continuación vino el desorbitado discurso de Kirchner, ya en la condición oficial, sí, de presidente electo. Lo califiqué de “desmesurado”. Era un mensaje al país no un mensaje para Menem. Sus palabras lo mostraron de cuerpo entero a él y a quienes lo asesoraban. Anticiparon lo que harían en el poder. En la nota que con mi firma La Nación publicó al día siguiente de la renuncia de Menem critiqué el mensaje de Kirchner de forma rotunda. Me permití recomendarle que cambiara de consejeros o de colaboradores para la redacción de sus discursos y recibí un aluvión de informaciones diciéndome que la senadora Kirchner y un tal Zannini habían gravitado mucho en ese discurso. No lo sabía, pero a la luz de lo que ocurrió en los doce años siguientes me parece probable que así haya sido. Lo que me pareció más inaceptable de ese discurso fue el cinismo con el que Kirchner hizo la crítica del período menemista, que él apoyó hasta diciendo que Menem era algo así como el más grande de los presidentes que habían tenido los argentinos. De hecho, él y su mujer, como convencionales constituyentes, levantaron la mano a favor de la reforma constitucional de 1994 que hizo posible la reelección presidencial y que tanto favoreció la prolongación de Menem en el poder. La Nación, por el contrario, había hecho una crítica editorial implacable a la iniciativa de abrir la posibilidad de una reelección inmediata del presidente. La tarde del discurso veía la furia con la cual Kirchner atacaba a Menem y no daba crédito a lo que veía. Cuando concluyó el mensaje me senté a escribir mi opinión sobre el discurso. Nunca imaginé el aspaviento que sobrevendría, tal vez porque no es usual poner los puntos sobre las íes de un político en el momento de su mayor apogeo. Kirchner contaba con 80% de imagen favorable en el país.

—“Argentina se da gobierno por un año”. ¿Era eso lo que escribiste?

—Sí, al final de la nota, pero como una cuestión marginal a las observaciones de fondo, que implicaban un rechazo a la calidad del mensaje de quien se dirigía por primera vez a la ciudadanía como presidente electo. Kirchner comentó públicamente en seguida aquella observación con mala fe. En la conversación que habíamos mantenido le había preguntado si él sabía que en una reunión de días antes, en el Consejo para las Américas, se habían hecho un par de comentarios sobre la elección argentina y que uno de ellos era, bueno, que la Argentina se ha dado gobierno por un año. También le dije que otro comentario había sido “la Argentina se ha dado un gobierno débil”. El me contestó que no conocía esas apreciaciones. La nota que escribí en La Nación especificó que esas palabras provenían de un par de fuentes.

—No era tu palabra sino…

—No era mi palabra sino la de las fuentes, pero los kirchneristas se ocuparon de atribuírmelas. No es mi costumbre hacer pronósticos. Ahora puedo decirlo: eran fuentes diplomáticas (argentinas y norteamericanas) que me merecían, y siguen mereciéndome, el mayor crédito. Nunca el Consejo para las Américas desmintió nada y no puedo olvidar que la funcionaria norteamericana que ha llevado por años las riendas del Consejo –al que mencioné en la nota– se llevó más que bien en sus relaciones personales con los Kirchner. Alguna vez me pregunté si hubiera registrado en un artículo, y en tan especiales circunstancias, los comentarios de esas fuentes de no habérselos mencionado previamente a Kirchner.

—Kirchner o Alberto Fernández tienen que haber sido necesariamente la fuente de esa reunión que alimentó la nota inmediata de Verbitsky diciendo que le fuiste al nuevo presidente con un planteo de cinco puntos.

—¿Planteo? Qué disparate. Me invitaron a desayunar, y los vi tan ajenos a la historia y el comportamiento de las instituciones nacionales que les fui pormenorizando que frente a tal o cual tema cuál sería la posición de La Nación. Hablé solo como alguien que cree conocerla. La Nación, dije, no tiene ningún problema con ustedes ni con nadie: tiene una posición doctrinaria.

—Se dijo que vos le estabas marcando a Kirchner un camino…

—La Nación no marca caminos a nadie y menos lo hace alguien que se sorprende con una invitación a desayunar. Recuerdo con felicidad que las medialunas que ponía sobre la mesa la ex mujer de Fernández eran de primer orden. ¿Qué es esa burrada de que un periodista profesional puede plantear exigencias a un presidente electo? La Nación opina de frente todos los días como un servicio a la sociedad de la que es parte. Concurrí a la casa de Fernández porque me invitaron, no porque me hubiera hecho invitar y sin haber tenido oportunidad de comentar antes la invitación con nadie de La Nación. El mundo del incipiente kirchnerismo, en las radios y demás, se manejó con la versión de Kirchner, a la que daban crédito absoluto.

—¿No te parece que estaban buscando construir un enemigo?

—No lo sé bien. Tal vez querían decir “somos lo contrario de esto otro”. Hubo un lobby de izquierda que procuró rodear a Adolfo Rodríguez Saá, y después se ilusionó con prosperar en el intento con el nuevo presidente. Kirchner venía con algunos antecedentes más propicios para ser empujado hacia el nihilismo, aunque como gobernador de Santa Cruz se había entendido maravillosamente bien con los militares. Tengo para mí que cuando Kirchner fue electo no supo inmediatamente qué fisonomía otorgarle a su gestión. Me pareció un político del montón. Ni mejor ni peor que los del esforzado pelotón del medio.

—A partir de allí, la relación con “La Nación” fue tirante aunque la conversación fue cordial.

—Cordial ambas conversaciones: esa y una anterior. El había ido a La Nación hacia octubre de 2002, acompañado por Alberto Fernández, cuando comenzaba su campaña presidencial. Fui una de las dos personas que lo recibieron. Kirchner había publicado antes una solicitada de media página, con un lenguaje totalmente inusual, desbocado, para contestar a uno o dos de los editoriales críticos. En esa solicitada, en que arremetió brutalmente contra el director de La Nación, Bartolomé Mitre, tuvimos de cuerpo entero al Kirchner que veríamos en el ejercicio de la Presidencia. Cuando pidió ser recibido en La Nación, era evidente que quería acortar distancias. Algo así cómo “vean, no soy como me pintan”.

—Era un momento difícil para las empresas periodísticas. La mayoría estaba renegociando su deuda. ¿Hubo interés de “La Nación” en tratar de calmar los ánimos de Kirchner, en un momento de fragilidad económica?

—En primer lugar, nunca fui quien fijó la política editorial de La Nación. La fija el presidente del directorio por mandato de los accionistas. La Nación tuvo un tono invariable en todos los años del kirchnerismo.  Más enérgico, acaso, en los últimos años, en que el desbarranco del país era más y más estrepitoso.

—¿Fernán Saguier (actual subdirector) tenía una mirada más positiva de Kirchner que vos?

—No lo creo. En todo caso, preguntáselo a mi joven amigo. Quienes tenían la mirada más positiva eran grandes empresarios, que en los primeros años hacían llegar a La Nación sugerencias para ser más contemplativos con los Kirchner. O intelectuales en principio fascinados con ese “tono desenfadado”.

—¿Vos eras la persona que observaba a Kirchner con mirada más crítica?

—Tal vez era uno de entre quienes la expresaban más abiertamente por haber sido toda la vida cronista político y estar más prevenido. Me quedé corto sobre los riesgos que se cernían. Como en todas partes, en La Nación no todos los hombres somos idénticos. Hay registros personales distintos en la percepción de los fenómenos públicos, aunque sobre ellos prevalezcan, por cierto, afinidades básicas. Había incompatibilidades implícitas con ese mundo de populistas, de rezagos reagrupados de la implosión comunista de 1989-1990 y de nuevos ricos de la Avenida del Libertador, un poco de Recoleta y mucho de Puerto Madero que se nos vino encima.

—¿Creés que el kirchnerismo fue el gobierno más distante de la idiosincrasia de “La Nación”?

—Desde 1983 para aquí, no tengo dudas. Entre 1946 y 1955, y muy particularmente entre 1951 y 1955, por culpa de otro régimen político para La Nación se vivieron años de inmensa zozobra. La noche del 15 de abril de 1953, la de la quema del Jockey Club, la Casa del Pueblo (con su biblioteca de 50 mil volúmenes), en el viejo asiento de La Nación, en San Martín 344, la gente se preguntaba si llegarían hasta allí los fuegos propagados por turbas del oficialismo. A las ocho de la noche hubo una versión tan intensa de que había una columna que se dirigía a incendiar La Nación que un hombre del diario llamó a Raúl Apold, el jefe del aparato de prensa y propaganda de Perón, para transmitirle la inquietud. Apold lo invitó a la Casa Rosada. Se llamaba José Botana. Y Apold le dijo: “Váyase tranquilo, yo me ocupo de esto”. Mi testimonio es el de su interlocutor de esa noche. Descuento que a esa altura Apold ya conocía cómo quería Perón que concluyera tan trágica jornada. Tengo otro testimonio. Esa noche dos redactores, sin consultar a nadie y en una actitud desesperada, tan naive como intrépida y valerosa,  subieron a la terraza del edificio del diario, cada uno con un revólver en la ímproba tarea de armar una defensa.

—Es el mismo fenómeno, aunque sea simbólico, que protagonizaron los periodistas de “Clarín” a partir de 2009, al rodearlo a Magnetto, cuando vieron que los riesgos serían altos.

—No se me ocurre aplicar lo referido a La Nación como una metáfora para el caso de Clarín. Pero de lo que no tengo dudas es de que el kirchnerismo puso a prueba en Clarín, victoriosamente, un liderazgo.

—Julio Blanck dijo que hicieron periodismo de guerra. ¿Ese periodismo descentra al periodismo de su misión?

—Lo perturba en su misión cotidiana, lo distrae de sus objetivos de mediano y largo plazo, pero hay que conservar la serenidad suficiente para preservar la dirección del rumbo. La Nación siguió siendo el diario de siempre. Aferrado a un ideal doctrinario y a la política de que sus páginas debían reflejar todos los puntos de vista, no importando cuán antagónicos con las propias posiciones de un medio.

—Hoy en radio Mitre cuentan que, si no son muy críticos del kirchnerismo, la audiencia se queja.

—Ese aspecto del periodismo me tiene totalmente sin cuidado. La relación con los lectores por parte del periodismo responsable pasa por una avenida de doble mano. Hay que tener en cuenta lo que quiere el lector pero es indispensable tener claro para qué está el diario. El periodismo de clase ha sido en todo tiempo una de las escuelas de docencia cívica. El periodismo no solamente informa. Informa y forma opinión. Y educa. El lenguaje chabacano no puede tener cabida en los medios por más que satisfaga el morbo de amplísimas audiencias.

—“The New York Times” decía: “Publico todo lo que merezca ser publicado”. No solamente aquello que su lector quería leer sino también aquello que su lector debía leer, contrariándolo. Ahora, a partir del rating minuto a minuto, la radio, la televisión y la web, se está dando la desesperación por satisfacer al consumidor.

—Si nos comportamos así, vamos hacia la desaparición de lo que han sido empresas rentables por más de un siglo. El buen periodismo se ha enfrentado siempre con la necesidad de estar abierto a las nuevas técnicas y tecnologías. Siempre creí que los contenidos online debían cobrarse. Todo trabajo debe ser remunerado. Se afirma ahora en el mundo la tendencia a cobrar por los contenidos, “a monetizarlos”, dicen otros con esa tendencia a las modas lingüísticas, que hace aparecer de un día para otro palabras inimaginables antes en el uso culto como resiliencia, empoderamiento (Cristina Kirchner habla mucho de empoderamiento, claro), grieta en vez de abismo, círculo rojo, macho alfa. Cuando me hice cargo de la redacción de La Nación en 1981, encarecí que prescindieran de una muletilla horrible: a nivel de. Como te decía, al cabo de dos décadas, hemos contribuido a establecer una cultura de la gratuidad que es falsa, que es inviable, que no se puede sostener. El camino hacia el que vamos lo abrieron grandes diarios como The Wall Street Journal y The New York Times. La publicidad digital no será un sucedáneo de la que los diarios están perdiendo en sus versiones en papel. Pero el punto central va a estar en el pago por lo que nosotros ofrezcamos. Si esto es así, habrá que invertir entonces como nunca en talentos periodísticos. El país con el mayor elenco profesional en el mundo, los Estados Unidos, ha reducido la planta total de periodistas de unos 55 mil a 27 mil. No me imagino que sea posible seguir con esa tendencia sin deteriorar la calidad del periodismo que se ofrece.

—Ocurrió en cinco años.

—Diarios como The New York Times han cerrado muchas de sus oficinas en el exterior y se han privado del testimonio directo de lo que ocurre en el mundo. The New York Times no es mi diario de preferencia en el mundo. El diario de mi preferencia del extranjero, en el que más confío por la calidad de sus notas, es el Financial Times. Procuro al menos leer uno de sus artículos todos los días. Ahora, hay que invertir en las nuevas plataformas digitales. Y como los recursos son siempre escasos, las empresas van a tener que hacer esfuerzos supremos en tener administraciones sanas y reducir costos. Las nuevas plataformas están para quedarse por un buen tiempo. Y si mi única fuente potente de ingresos son los contenidos, tengo que invertir en ellos. Es imposible contar con buenos contenidos si no tenemos buenos periodistas. Y el buen periodismo es caro como lo son los buenos colegios privados o la buena gastronomía. Estamos volviendo, en realidad, a lo que ya habíamos visto los más veteranos de este oficio. Después está la cuestión de los grandes buscadores de las plataformas digitales. Hay dos colosos que, por añadidura, se llevan el 60% en el mundo de la publicidad total, y en la Argentina en 2016, se han llevado el 80% de la publicidad que en medios digitales colocó nada menos que el gobierno nacional. ¿Cómo se orienta un hombre o una mujer interesados en lo que pasa a su alrededor? Acudiendo a las marcas periodísticas reconocidas por su confiabilidad. La marca es el gran activo de una compañía editorial. Los contenidos online deben ser tan cuidados como los contenidos en papel (...).

—Todos tenemos la duda respecto de hacia dónde ir y de integrar o no integrar la redacción online y la redacción papel.

—Salvo el caso excepcional de Clarín, que como diario ha venido perdiendo dinero los dos últimos años, pero que es parte de un grupo de dimensiones fenomenales, y como pareciera estar a salvo de las conjeturas siniestras de las que estamos hablando, los demás deben cuidar mucho sus ediciones en papel. Pienso en La Nación, en PERFIL. Pienso en Clarín mismo, porque la marca está en la nave insignia, que es de papel.

—¿Cómo ves que los diarios hagan televisión, como en el caso de La Nación+ o los proyectos de Perfil en televisión?

—Fijan una marca y potencian la sinergia entre sus recursos en diversos soportes para fortalecer el corazón de sus actividades. Es un hecho muy valioso. Pero hay que andar con pie de plomo. Hay muchos jugadores en la cancha en eso de los canales de noticias. La televisión es un medio regulado porque “el éter es de todos”. Debemos asegurarnos de que haya fair play por parte de los canales operadores en cuanto a otorgarles un lugar adecuado en las grillas a los canales de noticias, como establece la ley, y que la llegada a las audiencias sea por las plataformas analógicas y también por las digitales. Algún día, estas convergerán.

—¿“Ambito Financiero”, en los 80 y los 90, y la renovación de “El Cronista” fueron una competencia para “La Nación”?

—Así fue. Ambito fue un diario con reglas de otra naturaleza que no eran las de La Nación. Dio la primicia del Plan Austral, un éxito periodístico enorme. Pero con los diarios ocurre el mismo fenómeno que con los futbolistas: una cosa es jugar en Banfield o Temperley, y otra, en River o en Boca. La mística de la divisa influye. Observá el esplendor que acompaña a uno de nuestros grandes periodistas, Carlos Pagni, desde que emigró de Ambito Financiero a La Nación. O a otro de los periodistas políticos de más alta calidad, Joaquín Morales Solá, que se ha lucido más en La Nación que antes en Clarín.

—¿Puede ser que la rentabilidad de “La Nación” se haya reducido enormemente en los años 80 y comienzos de los 90 y que eso fue lo que permitió el florecimiento de “Ambito Financiero” en los 80 y 90, cuando su audiencia era o debería haber sido lectora de “La Nación”? Después con la gestión de la familia Saguier, se recuperó significativamente.

—Esa pregunta no la contesto sobre la base de que para un periodista no hay preguntas indiscretas pero puede, en cambio, haber respuestas indiscretas.